Oh I'm just counting

Algo en común entre Chile y Venezuela. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

En el mes de marzo del año 1969, ocurrió en la ciudad de Puerto Montt, un suceso trágico que derivó en una masacre. Tenía entonces 16 años y recién dejaba la ciudad natal para ir a estudiar a Santiago. A continuación presento un relato - desde la perspectiva que los años me dieron sobre el hecho – extraído de mi libro: “Puerto Montt, recuerdos de infancia”, escrito durante el año 2013.
 
                                            Pampa Irigoin
-¡Esta madrugada agarrarán al Diputado comunista y se lo llevarán retobado a Valdivia! Ya está bueno que este gallo la corte con la instigación a las tomas. Así, mañana domingo en la mañana, nos dejamos caer tempranito, los pillamos durmiendo y podremos cumplir tranquilamente las instrucciones del Ministerio del interior, avaladas y ratificadas por el señor Intendente– declaró el oficial de Carabineros de Chile golpeando la mesa, y sonriendo satisfecho, esperó la reacción de su subalterno.
 
-¡Así se habla mi comandante! - ¿Le parece que con ciento cincuenta pacos será suficiente?
-Eso lo dispone usté capitán, ¿o cree que estoy pa’hacerle la pega?
 
-Cuidado, conch´etumadre! – gritó un policía a un compañero que, tropezando con las latas atadas con alambres que servían de alarma a los pobladores, armó una zalagarda que delató la presencia del nutrido contingente policial, alertando a los ocupantes de la toma.
 
-¡Los pacos! – ¡Vienen a desalojarnos! – Fue el primer aviso que, a la misma hora en que yo había despertado, recorrió fugaz las improvisadas callejuelas del campamento, se internó a través de las febles tablas que componían sus noventa y una mediaguas y penetró hasta el alma de cada uno de sus moradores.
-¡A defendernos, mierda! – Reaccionó Arnoldo. A sus 34 años, era uno de los que habían sentido el urgente llamado por tener una vivienda, y se había instalado en la toma junto a su familia, convencido de que su derecho a un techo propio no podía ser desconocido por la autoridad. A su grito, los hombres respondieron en busca de los palos y piedras que habían juntado para resistirse.
-¡Lancen las bombas lacrimógenas! – ordenó un oficial, y el humo se extendió en el predio. Un pequeño de apenas nueve meses, Robinson, empezó a toser, ahogado.
 
El rumor lejano recorrió la ciudad.
 
Envalentonados, los moradores iniciaron la defensa de lo que creían suyo, pero implacables, las “fuerzas de orden” irrumpieron a culatazos contra las mediaguas, destruyéndolas con facilidad. Respondieron los pobladores hiriendo a un carabinero y ese fue el detonante que encendió la mecha. A balazos, los policías controlaron a los débiles defensores, asesinando a diez de ellos.
La orden había sido cumplida. Pampa Irigoin, el terreno baldío, inútil para toda faena agrícola -constituido por pantanosas y húmedas vegas a las que ocasionalmente los animales acudían a pastar- había sido desalojado.
 
Los ojos de Arnoldo se apagaron sin entender porqué le han acribillado, y la loica, como un ángel, bajó a anidar en su pecho. Robinson dejó de respirar. En Santiago, el Ministro dejó la bandeja con el té sobre el velador y eligió la ropa con que se vestiría para asistir a misa, cuando una llamada desde el sur cambió sus planes para esa mañana, sentenciando el destino de su vida.
 
El luto inundaba Puerto Montt, las banderas estaban a media asta y la gente en gran cantidad se había volcado a despedir en sus funerales a las víctimas de la masacre.
 
 Incapaz de resolver los problemas sociales, el país vio surgir grupos armados que propiciaban, como solución, incipientes actos de terrorismo. Impactado por la injusticia de los hechos, derivé mis ansias de lectura hacia ese campo. Baldomero Lillo retrató para mí, a través del sacrificio del “Cabeza de cobre”, el abuso a los mineros en la extracción del carbón. Nicomedes Guzmán en La sangre y la esperanza, me ofreció la realidad social de un conventillo, que ubicó para su relato, en un lugar muy cercano a mi colegio santiaguino. Manuel Rojas, a quién conocía por algunas novelas de aventuras, me presentó a través de la trilogía que encabeza Hijo de ladrón, el desarrollo de la vida del obrero en la población. Un día, en un kiosko, llamó mi atención un libro de cuentos sobre rebeldes y vagabundos, con el que Gorki terminó de remecer mi sensibilidad social. El libro pertenecía a la editorial Kimantú y estaba auspiciado por el nuevo gobierno - que había llegado en reemplazo de aquel que había prometido una patria joven que duraría muchos años - y sobre el cual el mundo, expectante, puso de inmediato la mirada.
 
Se han conmemorado hace unos meses, 44 años desde la ocurrencia del triste episodio de Pampa Irigoin. Escucho a Víctor Jara en su canción Preguntas por Puerto Montt y me emociono. Alguien, a mi lado, comenta que el autor fue un provocador de odio, y su canción sobre la matanza instigó el ataque del Ministro del Interior.
 
Con el tiempo, las tomas continuaron, en diferentes tiempos y gobiernos, pero ninguna con las trágicas consecuencias de Pampa Irigoin.
¿Habrá influido en ello la voz de Jara?
 
Es difícil saberlo, como difícil es también confundir la conducción económica de un pueblo con la violación de los derechos fundamentales de los hombres que lo habitan.
 
Dos años después, terminaba el primer invierno del nuevo gobierno, cuando conduciendo su vehículo, el Ministro fue atacado por un comando extremista que lo ametralló, quitándole la vida.
 
Dos años más pasaron. Asume el control del país, el fusil de las fuerzas militares. Impera el caos y el desconcierto. En Puerto Montt, es torturado hasta la muerte el diputado, y en Santiago, entre las mismas torturas, es acallada la voz del cantautor.
 
Inicio de un verso de un poeta venezolano:
 
Desorientado en medio de la llanura desolada, sin estrella polar ni brújula…
 
Así parece caminar hoy el país hermano, hacia un destino incierto, desconocido, es lo que pienso desde hace un rato mientras me revuelco ansioso en la cama.
 
Espero a que den las cinco de la mañana - siento que es imprudente hacerlo antes de esa hora - y salgo silencioso para responder al insistente llamado de la calle.
 
Es viernes, y como cada tarde de jueves,  he leído en la víspera, una columna del diario escrita por alguien al que considero un amigo, y que esta vez ha dedicado a Venezuela. ¡Con sus letras, él ha querido abrazar a ese país! Porque lo advierte desolado, y le duele que el páramo de la gran llanura se debata entre dos fuerzas que se agitan para arrasarlo. El mundo observa indiferente y con llanto fingido, como el otrora paraíso, se consume en el infierno al que le están conduciendo hombres afiebrados, ebrios de poder.
 
Suscribo y comparto su dolor ante el aciago destino del país amigo, pero algo de sus letras se me enredan en el alma, incitándome a pensar, y generando en mi cabeza un ruido misterioso
 
Como si hubiera tenido urgencia por apurar el final, mi amigo columnista termina - aunque destacando el distinto signo – comparando la actual dictadura venezolana y nuestra propia dictadura militar, y yo creo que no son comparables, ¡son de tan distinto origen! La nuestra: ¿qué duda cabe?, fue en su esencia una dictadura, pues nació para derrocar un régimen instaurado en democracia. El proceso en cambio, que hoy vive Venezuela, país cuyo gobierno también floreció al amparo del apoyo popular, es por eso, mucho más parecido a nuestro proceso, previo a la irrupción de la dictadura militar.
 
Con su comparación, mi amigo el columnista incursiona en un antiguo debate nacional. ¿Ha caído el régimen de Maduro en transgresiones a la Constitución, que lo transformen en dictadura? Y si es así: ¿Ocurrió lo mismo con el gobierno de Allende?
 
No tengo dudas respecto a la inspiración cargada de sensibilidad social que alentaron los inicios del gobierno venezolano y del chileno, anterior a la dictadura militar. Viví esa época y me consta haber visto, como las buenas intenciones del gobernante, fueron consumidas, tragadas por las fuerzas políticas afiebradas y ansiosas por detentar el poder.
 
¿Cuántos, como ayer lo hicieron en Chile, claman hoy en Venezuela, por un pronunciamiento militar que con el tiempo pasará a calificarse como Dictadura?
¿En qué momento, la violación de los derechos constitucionales de una nación por parte de la casta gobernante, legitima la acción por la fuerza de los militares?
 
La respuesta a esta pregunta - pendiente hasta ahora en el país y que mientras continúe así, impedirá las relaciones fraternas entre las fuerzas extremas de la Nueva Mayoría - es la que cada ciudadano debe hacerse para Venezuela, obteniendo así la respuesta para el caso de nuestro propio debate.
 
Mi trote se ha hecho intenso, tal vez porque el lejano recuerdo de sirenas y balas del enfrentamiento entre hermanos, me devuelve al horror de esos tiempos.  Aquellos que vivimos la experiencia chilena, y que hemos seguido el proceso Venezolano, no podemos dejar de sentir angustia por la suerte de ese pueblo.
 
Es tarea de todos, cuidar que el progreso de los procesos de cambios cuente con la legitimidad que le otorga la voluntad de la mayoría, y  abolir de las conciencias de los hombres las injusticias que motivan sucesos como los de Pampa Irigoin.
 
Llego a casa, traspirado y cansado. Antes de entrar titila en mi cerebro el recuerdo del comentario que una amiga lejana, me hiciera unos días atrás:
 
“Que distintas serían nuestras relaciones y como reinaría la armonía en nuestras vidas si fuéramos capaces de caminar siempre de frente y con nuestras almas desnudas”