La helada brisa matinal proveniente del río color chocolate, y el cielo hinchado de oscuras nubes preñadas de lluvia, me recuerda que estamos en Buenos Aires. Acabamos de dejar un hacinado recinto de inmigración, en Aeroparque, y nos apuramos para abordar un taxi que nos llevará al hotel, en la Recoleta.
De tantas veces que la he visitado, he llegado a sentir que esta ciudad en buena parte me pertenece. Algo de mi esencia flota en éstos aires buenos y algo de mi identidad se arraiga a éstos buenos aires. Un tibio temblor en el alma me recuerda el regocijo de volver al lugar querido, como cuando se vuelve a la tierra del origen y el espíritu vuelca su gratitud al viento y a los cielos.
Sus parques de verdes prados; sus nobles árboles de ramas horizontales apoyadas en robustas columnas de fierro; sus teatros siempre activos bullendo en la efervescente calle Corrientes; sus luces con ese inacabado y sutil juego de seducción; el desenfado de sus mujeres voluptuosas sugerentemente atractivas; la etérea discusión sobre fútbol o política brotando de gargantas henchidas de pasión desde sus encantadores cafetines; sus tangos cargados de melancolía atándome con insondable vínculo a mi infancia; sus librerías y sus escritores, sabios y misteriosos…
Correremos media maratón y pasearemos por la ciudad de eterna vida. Nos registramos en el hotel y caminamos por calles amigas, paseando entre señoriales edificios y reconociendo los rostros expresivos que se cruzan, mientras vamos por los números de la carrera, que esta vez, cuenta con el atractivo de partir en el Obelisco. No sé dónde termina, pero eso nunca me ha preocupado, pues siempre hay alguien que marcha adelante.
La tarde grata resbala en cada uno de nuestros pasos y reímos como amigos reencontrados, recuperando la distancia que la letanía de la vida nos había impuesto, como si la actividad nos hubiera impedido advertir la mella que el tiempo hizo en el otro, y ese descubrimiento, inflama nuestros afectos. El sano y necesario ocio, capaz de enhebrar los hilos de nuestra razón, nos conduce hasta el espacio que humaniza nuestro nexo fraterno.
Fluye la tarde, empapados de Buenos Aires y bien alimentados, volvemos, pues necesitamos descansar, y masticar los sueños del corredor en noche previa. Deambular ilusos, paseando por el mundo fantástico que nos arropa con el mágico manto de la noche, para buscar, acurrucados de fragilidad, refugio en la tibieza del lecho, dónde se olvidan las penurias materiales y volvemos a la anhelada paz de la infancia…
A las siete de la mañana, media hora antes de la largada – superando el trecho generacional, plenos de regocijo infantil - esperamos en el corazón de la ciudad la instrucción para largar.
Corremos hacia el oeste, en dirección a la autopista 25 de mayo. Mi cuerpo se sacude del letargo y la sangre, lenta, se activa, hasta vencer el frío matinal. Exultante de energías, y aunque hace rato he perdido de vista a mi compañero, me preparo para una buena carrera, optimista, alcanzo la autopista y me dejo llevar como si activara el piloto automático, flaneando por la carretera árida, mientras mi mente se desprende de mi cuerpo viajando hacia otros escenarios, y mi alma, entre ambas, se mantiene en vilo, expectante, deslizándose hasta el misterio literario.
Tengo un gran reconocimiento por Borges, y por Sábato, un profundo respeto. Descansando ayer en el hotel me entretuve con Sábato, más precisamente con su obsesión por el extraño aislamiento que lo indujo a recluirse un día en Santos Lugares. Era un hombre de ciencia exitoso, pero ocurrió un día que una fuerza misteriosa, irresistible, cambió el sentido de su vida. Percibió que la tecnología conducía al hombre hacia un destino incierto en el alcance de su felicidad. Renegó del éxito en la ciudad que se extendía ilimitada y se enclaustró en un tranquilo barrio, de carácter y aspecto provinciano, para dedicarse a escribir en el solitario silencio de ese entorno, abandonando la ciencia por una apuesta literaria, que al fin y al cabo, podía no ser más que un espejismo de sus fantasías. Rechazó la megápolis, que definió como una monstruosa ciudad despersonalizada. Se atrincheró en Santos Lugares y cada cierto tiempo envió mensajes a los hombres, y desde su jardín, comenzaron a brotar sus novelas.
Las matemáticas no fallan, pienso ahora, si quiero hacer dos horas en 21K, no debo llevar más de 40 minutos al pasar por el kilómetro 7. Llego al K7 y mi reloj marca 39 minutos y 50 segundos. ¡Justo! Pero…¡Mal tiempo! Y mal presagio. EL trazado, plagado de curvas verticales, me ha ido demoliendo y me temo que pasaré las dos horas. ¡Acelero! ¡Lo intentaré!
En el K12 me sorprende un destacamento de policías custodiando a los corredores de aquello que parece ser una Villa Miseria. Atisbo al interior de la población, y como a Virata – que en “Los ojos del hermano eterno” es perseguido por la mirada del hermano asesinado - me empieza a perseguir el conocido rostro de la desesperanza. Semblantes tristes de desgreñados niños en cuyos ojos vive aún la ilusión; mujeres que trabajan yendo y viniendo a sus moradas, como ayer y como lo seguirán haciendo mañana, desconociendo el extraño domingo que se extiende más allá de los policías armados, y hombres, que al interior, mascullan el dolor de su fracaso porque el sistema los declaró perdedores en el implacable juego del mercado y de la vida.
¿No es acaso la megápolis que Sábato – optando por desechar cualquier forma de poder – vaticinó? ¿Aquella que transforma al poblador en perdedor y lo condena a una degradante alienación?
Ya no me importa el tiempo, enfatizo mi ritmo pero también me siento derrotado. ¡No lo lograré! Paso por el K14 en 81 minutos y mis piernas cansadas, anuncian que el último tercio será más lento. Las emprendo contra la organización: ¿Por qué han querido mostrarnos esta cara tan amarga? El tranco, sin embargo, me obliga a reflexionar sobre la importancia de la mirada de Virata, que no es otra cosa que el ojo de nuestra propia conciencia. La efímera felicidad posada dentro de mí, se escapa como un ave aterrada ante el furioso sonido de un disparo.
Acelero el último kilómetro, pero solo me alcanza para llegar dignamente. Cruzo la meta en 2:11. Me dan una medalla, y mi hijo - que ha llegado un buen rato antes - registra ese momento para siempre. Vuelvo a ser un hombre viejo y Sergio, sigue siendo un hombre joven.
Esa noche, aún allá, meditando en la soledad de mi cama, observo en la televisión de mi país, el degradante momento en que un político, afiebrado en su ambición por conseguir poder, es desnudado por los periodistas que en forma implacable descubren su desconocimiento en materias relevantes para la conducción del país. Me quedo pensando en Sábato: un hombre con méritos que se aísla para dictar desde el silencio su mensaje, y otro, que se empecina por alcanzar - sin méritos - el poder incubado en sueños enfermizos.
El decoro, como a él y otros, también ansiosos de poder, les hará tomar conciencia de sus limitaciones, y entenderán que la acción humana que encausa a un estadista, debe ser siempre impulsada desde la fuente del conocimiento.
Provengo de un Estado Republicano del que añoro ciertas formas. En una ocasión, hace ya muchos años, cumplía mi segundo año en el Liceo, cuando el profesor propuso dos nombres - entre los que estaba el mío - para presidir el curso. Nadie osó siquiera pensar que el único voto que obtuve, hubiera sido el mío, y a mí en cambio, no me cupieron dudas de que ese voto provino de mi contendor.