Ha muerto un amigo, y yo me enredo al interior del amplio concepto que define ese vínculo de alcance tan incierto. Al despertar, he descubierto la noticia de su muerte en un mensaje que dejó la noche y que no fue capaz de interrumpir mi pesado sueño en el cuarto en que alojo, con ventanas hacia una terraza que enfrenta intrusivas habitaciones vecinas que me impiden subir las persianas para permitir el ingreso de la luz. Me visto meditando en el sentido de la palabra amigo.
Prodigiosa, la irrupción de la luz de Buenos Aires ciega mis ojos y me recuerda que dejé los lentes, pero ya estoy entregado al trote y no subiré a buscarlos. Cavilo sobre la noticia recibida. ¿Cuál fue mi relación con el seductor caballero? Interesante personaje– concluyo, mientras - por la Avenida Callao - mi trote me ha llevado hacia la Avenida del Libertador, hasta un lugar en el que antiguamente se emplazaba un centro de atracciones al que una vez acudí con amigos, compañeros del colegio con los que paseaba en nuestra gira de estudios, hace ya cincuenta años…
Si, fue un hombre que tuvo una cautivante vida, y - aunque llega en forma apresurada - su muerte no me sorprende, porque intuyo que la esperaba, y sospecho que hasta llegó a desearla, y que anoche, en un arranque de insoportable tedio - natural a su edad - la increpó desafiante, preparado y hasta ansioso por enfrentarla, encubierto tal vez, con la inexpresable Paz del poema: Amé y me amaron y el sol acarició mi faz, ¡Vida, nada me debes! ¡Estamos en paz, vida!
-¿Desea algo más, amigo? – me preguntó ayer el desconocido mozo en el almuerzo, usando para dirigirse a mí la expresión a que suele recurrirse en tales ocasiones, aunque claro, no lo somos, y dista mucho aquello, del trato que conferimos a quien nos referimos con el superlativo grado de mejor amigo. Se sitúan entre ambos, los infinitos grados que abarca tal relación. Amigo, es alguien que debe estar siempre que se lo requiera – medito, y acude a mi memoria el recuerdo de un padre atribulado que discutía el disímil comportamiento de sus hijos. A ambos, se quejaba - hijos de la misma madre - les he dado en iguales partes todo lo que me han pedido; les he agasajado de la misma forma y de igual manera me he preocupado de su alimentación y salud; han ido al mismo colegio, recibido igual formación y he estado atento para proveer iguales prebendas a cada uno de ellos; los he lisonjeado por igual y hasta - cuando lo he creído oportuno - los he sancionado en iguales términos.
De mi parte, siempre han recibido amor y atención en igual proporción y Dios es testigo que he procedido sin indiscretas diferencias en el trato hacia ambos. ¿Por qué entonces, uno de ellos alcanza en las acciones que lo impulsan un reconocido éxito, mientras que el otro ha experimentado solo fracaso en las funciones que asume? ¿Qué he de hacer para lograr que el desventurado obtenga los resultados del conquistador?
Parte importante del secreto, radica tal vez en que, buscando ecuanimidad, el hombre erró, ya que ciertamente, uno de ellos exigía más asistencia que el otro, y su función de padre no era dar lo mismo a cada uno, sino más bien, dar a cada uno lo necesario. Solo aplicando esa ley pudo compensar los resultados que obtuvo y que perturban su espíritu, reprochándole su conducta al educarlos.
Algo similar ocurre con un amigo, debemos estar cuando se nos requiere, así tal vez, ese u otro amigo, esté también un día. La soledad del trote me hace olvidar lo solo que estoy en Buenos Aires, he viajado para sostener dos reuniones que ya he tenido y disfruto ahora del dulce misterio de una soledad piadosa, caritativa, de similar carácter a la esencia libertaria que guía a un vagabundo en su camino errante por los bosques cuando su relación con los hombres se ha vuelto insostenible.
La vida, como el recorrido de un tobogán, oscila entre la victoria y la derrota y ahora mismo, en serena agonía, solo el contacto con ustedes a través de la escritura me permite recuperar cierto elixir de la vida. ¡Que frágil y vulnerable soy! ¡Como sucumbo ante mi propio agobio!
En un tiempo en que todo era oscuro y torcido, vino a visitarme un ángel amigo, acudió para ayudarme repetidas veces y siempre respondí con lealtad, sin embargo, hace unos meses, reapareció para pedirnos - a mí y a otros - un servicio que rehusé atender. Nunca le expliqué las justificadas razones de mi decisión, y la soledad del trote me lo reclama con una puntada en el costado: ¡No fue conducta de amigo! Y el peso de la culpa me atormenta, y como el orgullo, cierra el paso al pudor de la falta que crece con el tiempo, no recibirá mi explicación y la carga habitará ponzoñosa en mi alma, dañándola.
La verdad y la claridad para enfrentar las inevitables discrepancias que inspira la relación entre dos amigos, genera conflictos, que, si se superan, fortalecen la relación, pero que si en cambio, la franqueza no es capaz de vencer, inevitablemente, se distanciará el rumbos de los amigos.
Extraña aventura la vida, que intempestiva, sorprende con la muerte. A mi amigo - cuyos deudos, en sombríos ritos y tristes ceremonias – transitan hacia el doloroso estado del duelo – lo conocí, ya mayor, y nos acercamos solo en el último tiempo de su vida, en que lo visité varias veces. ¡Había perdido cierto interés por vivir!
A través de diálogos incisivos incursioné hasta su alma, que, en la vecindad de la muerte, se atrevió a exhibirme sin rubores. Su figura crecía con ojos vivos que desplazaba curiosos y del que solían brotar chispas encolerizadas, y embrujaba su relato de sabrosas historias en que destacaba su permanente deseo por ilustrarse y conocer. Eterno y silencioso buscador de justicia, distinta de aquella que proclaman los burócratas letrados amparados en la ley del poderoso, más bien de la auténtica, de aquella que se inspira en la ética que anida al interior del hombre que armoniza la justicia con la sabiduría y que, ante la indolencia y el terrible pecado de omisión - que lentos, destruyen la confianza entre los hombres - corcovean con indomable agitación.
Descubrí en él aspectos cercanos a mi propio recorrido, identifiqué mis formas en sus rasgos y se gestó una admiración recíproca, donde no cupo la vanidosa competencia. Compartió experiencias de su vida, y curioso, me preguntó cuál hubiera sido mi reacción frente a ciertos actos que me narró, y yo, complaciente, avalé siempre sus conductas. ¡Temores universales que estremecen al hombre! Culpas, conciencia, justicia, cuentas por saldar, y más cuentas en el fin. Todo fluía de su interior con la ponderación y la sabiduría que suelen dar los años y el ineludible atisbo de la muerte.
En busca de aliviar un misterioso peso que anidaba impertinente en su conciencia se hizo amigo de Dios, lo buscó con timidez al principio y con mayor énfasis después, que solía explicar con infantil pudor, soslayando la humana conveniencia de su acto. Cavilo: ¿Cuál es la sutil frontera que distingue la habitualidad para acudir a un amigo ante una dificultad sin aprovecharse de la relación? El Dios amigo, en su infinita benevolencia y misericordia, siempre acoge al abatido, pero… ¿Hasta dónde se extiende la tolerancia de un hombre con su amigo?
Se extingue en mi trote la silueta inconfundible del amigo desaparecido y sus rasgos se desvanecen contra el aire azul de Buenos Aires, ciertas ideas persistirán ¡Un libro lo registrará! – pienso, mientras lo imagino sentado en una sala lúgubre, alerta, con mirada sombría y las manos sudando entrecruzadas, expectante, a la espera de la resolución de un soberano de espesa barba blanca cubierto por una sencilla túnica gastada, mustia por el paso de los años, que bajo una apariencia severa, oculta un alma compasiva y generosa. Tenso, espera por la resolución final, y debe esperar confiado, porque el bondadoso sabio, más que por sus actos mismos, sabrá juzgarlo por el sentido que los inspiraron. ¡Como juzga Dios!
Deslumbra el día luminoso, el cielo es azul intenso, limpio, árboles crecidos extienden su sombra y el río con caprichosas ansias de mar observa imperecedero el desenfado libertario de los hombres que habitan Buenos Aires. ¡Se está grato aquí! – Disfruto. Pero… ¡Me espera una sorpresa!
Acaba el trote, llego al hotel, una chica - como es habitual en la ciudad - pasea a un grupo de perros que la acompañan graciosos, me distraigo con sus figuras y al pasar frente a ella, súbitamente, uno de ellos, inspirado por un ánimo festivo, salta a mi lado, atrapa mi antebrazo entre sus fauces que cierra y abre raudo, e indiferente, continúa su ritmo ágil, dejándome, en su calidad de mejor amigo del hombre, el brazo cubierto de sangre.