Oh I'm just counting

AMISTAD. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

La amistad es la igualdad de pareceres en los asuntos humanos y divinos, unidos a la benevolencia y cariño desinteresado y mutuo – es la forma en que Cicerón definía la palabra hace más de dos mil años…

Mientras miro, en la Argentina ciudad de Córdoba, a la gente que entra y sale de la Expo sobre running, a la que he venido a presentar mi libro “Crónicas de Trote”, pienso en el difuso límite en el que se encuentra los conceptos de cercanía y de amistad que podemos sentir por alguien. ¿En qué minuto, una relación de cercanía pasa a llamarse de amigos? O ¿En qué momento, desde la condición de amigos, volvemos a ser cercanos? 
 
En un rato más presentaré mi libro, y como una forma de acercarme a la audiencia - de naturaleza emotiva - elegí narrar una historia que me vincula en términos emocionales con la ciudad.
 
Hay palabras que evocan, y su audición trae siempre un recuerdo grato que nos entibia el alma. Córdoba es una de ellas, oírla, me sitúa en enero del lejano año 70, cuando junto a mis compañeros de curso conocí Buenos Aires. Visitábamos el Ital Park, un antiguo centro de diversiones que ya no existe, cuando una chica, acompañada por una pareja, me abordó: ¿De dónde sos? – inquirió con argentina voz, y yo, con voz provinciana contesté: De Puerto Montt, y deseando retenerla - con timidez casi culpable - agregué - ¿Y tú de dónde eres? – de Córdoba, señaló segura, develando toda mi turbación.  Mis compañeros y la pareja se adelantaron, para internarse en alguna de las atracciones, y ambos, olvidándolos, iniciamos una amena y larga conversación.
 
Cuando llegó la hora de separarnos, éramos amigos. Mantuvimos la relación de amistad y con frecuencia al principio, que fue decayendo con el tiempo, nos escribimos, hasta que un día uno de nosotros se olvidó de hacerlo y el otro nunca más respondió. Nunca volvimos a vernos y no me ocurre nada al escuchar la palabra Clara, ni tampoco siento nada al oír la palabra Ester, sin embargo, la expresión compuesta: Clara Ester, que era su nombre, producía un quejido en mi alma que el tiempo ha atenuado, hasta convertirlo en un delicado susurro, que hasta hoy, agita las aguas turbulentas de mi adolescencia. 
 
He atrasado mi horario para correr esta mañana de sábado en compañía de cuatro amigos, con los que me reuniré después de trotar solitario por un rato sobre la ribera del río. Deseo saludar a uno de ellos, porque sé que atraviesa un momento difícil, y verlo, me permitirá evaluar su estado de ánimo, como si se tratara de una auscultación.
 
Mientras corro, desde una imaginaria embarcación que navega por el río, viene hasta mí el recuerdo del nacimiento de una gran amistad. Acababa de llegar de Puerto Montt a Santiago y caía sobre mí la fiera recepción de mis compañeros del colegio en el que estudiaría interno, cuando acudió en mi ayuda un camarada que percibió mi doloroso fastidio. Su apoyo, gatilló en forma instantánea el nacimiento de una amistad que creció y se desarrolló con los años.
 
Disfruté su amistad, hasta tal punto que puedo decir que trajo felicidad a mi vida, al compartir las cuitas del estudio y la vida personal mientras vivimos bajo un mismo techo, conectados en deseos, gustos y opiniones, reducto en el que habita la fuerza de la amistad. Antepuse ese sentimiento a cualquier otro asunto humano, pues sentí que no había algo tan valioso para enfrentar la bonanza y la desdicha, y me di cuenta que la amistad es posible entre los hombres buenos, cuando estos han alcanzado la sabiduría para serlo. Hoy, la vida nos ha distanciado, y la imaginaria nave que viaja por el río me hace ver con claridad que precisamente, ha sido la sabiduría lo que nos ha faltado, para perpetuarla. ¿Vendrá, junto a los años que nos restan, la sabiduría necesaria para continuar esa amistad que truncamos?
 
Me encuentro con mis amigos, nos saludamos y corremos ahora río arriba, pero yo me quedo atrás para viajar con el amigo al que he venido a saludar. Sigue afligido y la conversación se desliza como por el puente sobre el que cruzan el río los hombres, cadenciosa. Mientras hablamos, pienso.
 
¿Puede haber algo más dulce que hablar con alguien de cualquier tema como si lo estuvieras haciendo consigo mismo? ¿Cómo disfrutar de un triunfo si alguien no goza tanto de él, como tú mismo?  O ¿No duele más la derrota si alguien no la sufre como tú mismo?
 
A un amigo verdadero se lo puede mirar como a la imagen de sí mismo y gracias a la amistad los ausentes se hacen presentes, los débiles adquieren fuerza y hasta llegamos a revivir a los muertos. Nos permite extender las buenas rachas y aligerar las rachas malas. De la amistad siempre obtendremos provecho y con excepción de la sabiduría no se nos ha concedido un mejor bien que la amistad verdadera, que sin embargo, no puede existir sin la virtud. 
 
Cuando llegamos al final de la carrera estoy alegre porque creo - y se lo digo - que ha dado un importante paso en la superación de una batalla áspera, pero no debe olvidar que el orgullo es un defecto difícil de erradicar y que mientras antes se elimine, mejor. Lo insto a volver a los ancestros más primarios, porque solo desde ahí se irradian los destellos que salpican nuestra alma con aquellas efímeras pizcas que conforman nuestra felicidad.
 
Nos separamos, corro el último tramo solo, y disfrutando del día que se ha iluminado pienso en el artículo sobre la amistad que quiero escribir y se me ocurre que el nexo de cercanía o amistad que puedo crear con alguien que lo lea, carece de reciprocidad, porque al arrojar sobre el papel mi sensibilidad entera, sin conocer al lector, puedo llegar a ser su amigo, porque él me habrá conocido, pero si él no me contacta para continuar como diálogo éste monólogo, nunca llegaré a conocerlo, y jamás podré contarlo entre mis amigos.
 
Mientras termino el ceremonioso ritual de mi trote sumergido en la cuba de agua caliente escuchando los deleitosos sonidos de la sinfonía 40 de Mozart, me divierte un recuerdo ya nostálgico: Cuando dejaba Córdoba, con cariño, alguien me gritó – ¡Vuelve al maratón del próximo año! ¡Encontraremos a Clara Ester!  
 
¿Qué ocurriría si desde entre las inciertas imágenes del mañana surgiera de pronto Clara Ester? ¿Sería capaz de descubrir, tras la brumosa borra del ayer, algún rasgo que la identificara? ¿Revelaría nuestra conversación la veracidad de nuestro encuentro? ¿Recuperaríamos la amistad que no pudimos desarrollar? ¡No me quedan dudas! ¡Volveré a Córdoba! Solo para intentar continuar el inacabado juego de la vida.
 
Ha pasado un día. Es domingo. Al grupo le ha costado definir el horario del trote, lo que me obliga a ajustar, con cada cambio y en función de ellos, mis propios horarios. ¡Me rebelo! Busco la soledad, y corro pensando en que si nos cuesta tanto llegar a acuerdo entre solo seis personas: ¿Cómo será lograrlo en las grandes organizaciones humanas, cuando los egos juegan un rol trascendente en los lineamientos o definiciones que cada uno trata de imponer?
 
Albergo la sensación de que entre los poderosos no queda lugar para la amistad, porque no existen las lealtades ni las confianzas, todo suele ser sospechoso. Aquellos que persisten en la irrefrenable búsqueda de poder son hombres que quieren nadar en la opulencia para que en su vida no falte nada, de tal modo de no apreciar a nadie, ni ser apreciados por nadie.
¿Existe una conducta más necia que acumular riquezas y posesiones, sin cuidar los amigos que llegan a ser a la vida, como las flores a un jardín, como las hojas a un árbol, o como los hijos a un hogar?