Oh I'm just counting

Berlin III. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

Tercera parte y final

Una fuerza interior de extraño origen que emerge en el momento oportuno, me libera de la modorra que me aqueja y me impulsa a seguir. Corriendo el maratón de Berlín, he alcanzado el K30 y lo paso sin percibir el poderoso muro invisible que en ese punto aterra a los corredores. La misteriosa fuerza lo elude y evadido el cansancio, disfruto el sentido del trote y me ilusiono… Si mantengo este ritmo terminaré una carrera digna, entonces, es hora de que mis reflexiones fluyan libres y que sean mis piernas quienes ejecuten el trabajo mecánico de trasladarme.

Qué inexplicablemente dulce es recorrer, cogiendo la mano de un niño, una ciudad desconocida. Con su inacabada ingenuidad te preguntará todo, sin aceptar respuestas ambiguas, lo que te obligará - sin perder la honestidad que él exige con incuestionable candidez - a desarrollar tu astucia para satisfacer su inquietud. Con sus inagotables cuestionamientos, te devolverá materias olvidadas y te hará recuperar el nostálgico placer de la niñez. Le enseñarás, cuidando el contenido de tus palabras, que capturará, como una esponja que absorbe todo cuanto le rodea.
 
El encanto de la diferencia generacional evitará cualquier forma de competencia. Serás su maestro, y para ti, el será capaz de controlar el mundo, solo tienes que cumplir la difícil misión de encausarlo adecuadamente. A su lado, descubrirás que la vejez es un estado decadente si te resistes a enfrentar nuevos desafíos, ya que te sumerge en el recuerdo de tus actos que; si fueron buenos, te llenarán de melancolía, y si fueron malos te provocarán pavor.
 
Camino con mi nieto bajo el abrumador sol de un día luminoso y yo intento descifrar las múltiples inquietudes que le aquejan, hasta que llegamos al Monumento al Holocausto, que recuerda a las víctimas de Berlín. Son más de dos mil losas de hormigón de distintas secciones y alturas, que se pueden recorrer y que representan un sistema ordenado en que se ha extraviado la razón y que sumerge al visitante en la atmósfera de incómoda confusión que debieron padecer las víctimas, en un contexto que recuerda un tradicional concepto funerario.
 
El eterno laberinto por el que transita el camino del hombre, representado a través de pasadizos de inciertos destinos. Las reflexiones - al igual que al interior de un templo – derivan en la personal intimidad hacia misteriosos conductos. Avanzamos, y muy cerca de ahí, solo a unos metros, encontramos el refugio que sirvió de sede al gobierno del Tercer Reich, tristemente célebre porque fue el lugar en el que se suicidó Hitler. En ese momento, con la desinhibición de un niño que tiene una necesidad impostergable, grita fuerte: ¡Mamá – quiero pipí! El procaz requerimiento me saca de mis cavilaciones. ¡Yo lo llevo! – digo a mi nuera, y nos retiramos hacia un lugar velado por los arbustos.
Nos ubicamos en el preciso lugar en que murió el dictador poniendo fin a una de las más oscuras épocas de la humanidad, tal vez la peor. El 29 de abril del 45, unos metros por debajo de donde estamos, se celebró una boda. ¿Habrá habido algún gesto de amor entre ambos ese día? ¿Habrá hecho él un acto de arrepentimiento? ¿Se habrán recriminado o lamentado de algo? ¿Hasta dónde se extendía el amor de ella, y hasta dónde la locura de él? ¿Estaría ella consciente de que al día siguiente se quitarían la vida y que Hitler exigiría a sus seguidores que los incineraran para que sus enemigos no abusaran con sus restos, como le ocurriera a Mussolini? Con precaución – porque detesta ser observado - veo como mi nieto ha impulsado la pelvis hacia adelante y se divierte - con la inocencia de un niño – agraviando al dictador con dibujos sobre la costra de tierra seca, que el sol evapora con rapidez, sobre el jardín en que ambos fueron cremados, convertido hoy en una zona de estacionamiento.
 
Estoy llegando al K33 cuando atiendo una llamada de mi hijo. ¿Cómo vas? - Bien, ¿Y tú? - En el K36, pero voy lento, si te apuras, me alcanzas. - No, anda tranquilo, espérame en la meta, también voy lento, pero seguro que a este ritmo llego. Me quedan 9K – pienso, convencido de que no sufriría problemas de calambres o lesiones, y que simplemente tenía que dejar que mi cuerpo me llevara. Solo debía controlar la ansiedad de mi mente y dejarla divagar con absoluta libertad.  
 
Un día de entrada primavera - van a cumplirse ochenta años - un hombre, como cada mañana, salió de su casa para cumplir con el trabajo que amaba, y que le permitía gozar de las expresiones vivas que aparecían en los rostros de los niños, cuando las notas del instrumento que le acompañaba, sonaban para alegrar la vida de los habitantes de la ciudad, que le tenían afecto, pues se deleitaban con sus compases. Caminaba preocupado, consciente de que los acontecimientos se dirigían descontrolados hacia un punto incierto y de difícil retorno, cuando escuchó el metálico y sonoro paso de una cuadrilla militar que se acercaba rauda y que con gallardo paso entonaba hermosas marchas, pero al desviar la vista, se desconcertó con la presencia de tres niños judíos, la mayor lloraba desconsolada, y a su lado, sentado uno sobre la acera, y el otro durmiendo tendido, estaban dos chicos que aparentaban ser sus hermanos. Subyacía en la imagen el dolor de los niños, antagónico a la desenfadada marcha de los soldados. ¡Quiso llorar!  ¿Por qué los hombres al empeñarse en hacer la guerra se olvidan de los niños? – Se preguntó, cogió su organillo y resolvió volver a su hogar, cerró la puerta, se encerró, y dejó pasar el tiempo.


Vislumbro la meta, me quedan las últimas reservas, intentaré acelerar un poco, debo llegar bajo las 5 horas. Dejo atrás el K40 en 4:38:19 y voy por la meta. Aumento el ritmo y llego en 4:54:19 y la cruzo conmovido por el esfuerzo y por el cálido abrazo con que me estrecho a mi hijo.

Al interior de su morada, el organillero, recluido, lloró con los gritos de los perseguidos, escuchó el rumor de aviones y sufrió sintiendo el impacto de bombas que causaban dolor y muerte. Supo que muchos países se integraron a la guerra y le pareció que el mundo había alcanzado un estado febril, se informó que los insanos que detentaban el poder estaban mandando niños a defender el país y que otros niños eran apresados, separados de sus padres y enviados a recintos de los que nunca volvían. ¡Y se enclaustró! Perdió el deseo de salir a la calle, y su música desapareció de la ciudad, y los ciudadanos recibieron solo inconfundibles sonidos de muerte. Cuando cesaron los ruidos de guerra, tampoco se atrevió a salir, asustado, esperó por un largo tiempo antes de decidirse a volver a la calle, de vez en cuando, limpiaba su organillo porque lo quería impecable para cuando volviera a sonar, los niños deberían extasiarse con su música otra vez, y él, con el extasío de los niños, recuperaría su razón de vivir. Cuando transcurrió el prudente período de varios años, se vistió en forma elegante, y salió, pero consternado, descubrió que los habitantes de la ciudad habían construido un muro que la dividía y que ahora era regida por distintos gobernantes.
 
Confundido, no supo para quien tocar y decepcionado regresó a su hogar, guardó la ropa con especial dedicación en el vestuario, y se puso otra vez la gastada ropa de trabajo que utilizaba en su taller y se dedicó a estudiar nuevas melodías para tiempos mejores, ¡Rehusó salir a la calle! Y así vivió la larga temporada de los años en que la ciudad estuvo dividida. Su rostro se demacró sin la risa de los niños, perdió el interés musical y su mujer preocupada, le prodigó especiales cuidados, pero su rostro permaneció mustio, cayó en prolongados silencios de melancolía y ella respetó su silencio, temiendo que su actitud lo convirtiera en un ser huraño. Pasaron muchos años desde el glorioso día en que el muro de la ignominia había sido derribado, cuando agitada, la mujer llamó al hombre para que advirtiera la fiesta que se estaba desarrollando en las calles. Con infantil curiosidad, el organillero se arrimó a la ventana y observó la colorida multitud que corría feliz, se ilusionó otra vez, y decidió que era tiempo de volver a la calle.
 
Al día siguiente, descansábamos, intentando recuperar calorías, cuando se instaló frente a nuestra mesa, un organillero impecablemente vestido cuya presencia subyugó de inmediato a los niños, que corrieron a su lado, sin saber que el brillo de emoción que sus ojos reflejaban obedecía al hecho de que recuperaba la voluntad de tocar después de ochenta años.
 
Mudo observador de la escena, yo me quedé pensando que Berlín debe enfatizar la atención hacia sus niños, porque las culturas que no los cuidan, tienden a desaparecer, en tanto que las que lo hacen, florecerán por siempre.