Oh I'm just counting

Berlín II Segunda parte. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

Continúo corriendo el maratón de Berlín. Voy por el norte del recorrido y mi rendimiento es magro. ¡Tarde para explicaciones! Ahora solo anhelo terminar. Llego al K10 en 1:02:50. ¡Insólito! Debería haber pasado por ese punto en menos de una hora, ¡Voy agobiado! En los puestos de abastecimiento no hay más que agua. Vislumbro mi debacle.
 
Han pasado solo 80 años, un breve período que no alcanza a superar la longeva vida de un hombre, y en ese limitado espacio de tiempo han ocurrido en la ciudad tantos cambios. Los ojos del viejo berlinés ayer acusaron pavor al pensar que lo atropellaba el triciclo en que yo viajaba como pasajero con mis nietos. Leí en su mirada lo que adiviné como el estupor de otrora y que parecía inquirir: ¿Será normal lo que vivo o corresponde a una pesadilla aterradora de la que no quiero despertar por temor a una realidad aun peor? Y continúo mi trote por las mismas calles de Berlín sintiendo que alguna vez, esos ojos vislumbraron semejante horror…
 
Hace ocho décadas, durante la noche del 9 al 10 de noviembre, la ciudad vivió la Kristallnacht, en que la Sección de Asalto, conocida como SA, apoyada por la población civil y con la anuencia de las autoridades atacó a los ciudadanos judíos. Se destruyeron sinagogas y las mismas calles por las que corro, amanecieron regadas de cristales rotos provenientes de las ventanas de tiendas y edificios de propiedad de los judíos. Se derramó sangre judía, muchos de ellos fueron recluidos y el resto, confundido, supo del inequívoco rumbo que tomaba la persecución.
 
Ahí desencadenó la tristeza y el dolor para aquel pueblo y un grupo de ellos, casi un millar de personas, huyendo, se embarcó seis meses después de la aciaga noche a Cuba, en el Saint Louis, con permiso de refugiados para desembarcar en La Habana. En el barco recuperaron la seguridad y el respeto perdido, pero ello se quebró de súbito cuando en mitad de la navegación se les informó que el gobierno encabezado por Federico Laredo Brú, había revocado sus permisos. ¡Nadie aceptaba a los perseguidos! Líderes de la talla de Roosvelt o Churchill, conocedores del hecho, mantuvieron oprobiosa distancia, empeñados tal vez en atender la crisis en términos globales y pecando de omisión e indiferencia ante la suerte de los menos, dejaron fluir los acontecimientos, sin permitir que sus conciencias se hicieran cargo del destino de la mayoría de los refugiados, que jamás volvieron a ser libres. Al interior de cada hombre subyace un ángel y un demonio siempre prestos a emerger…
 
Mis meditaciones me devuelven a la procacidad de mi lucha contra el desastroso desempeño de mi cuerpo, que finalmente acepto, para retornar a materias más profundas.
“Nunca más “- He leído en un muro del Museo de Berlín, en referencia a las vejaciones ocurridas. ¡Falsa afirmación! – concluyo ahora ¡Nunca cesarán los desmanes del hombre! Qué ingenuo es suponer que solo por advertirlos ciertos hechos no se repetirán. ¡Es bueno exponerlos! Porque aquello nos permite conocernos, pero solo para concluir que lo que habita en nuestra esencia siempre rondará en nuestra alma.
 
Estoy corriendo entre el K15, que he cruzado en 1:35:35 y el K20, cuando oigo una reacción de júbilo entre los corredores, Desde un parlante, una voz alemana ha comunicado algo. Intuyo que el keniata Kipchoge ha cumplido su objetivo. A sus 33 años, el disciplinado atleta que nunca se extralimita en los entrenamientos reservando lo mejor de sí para la competencia, acaba de hacer el mejor tiempo de la historia, 2:01:39. Cercano a la filosofía es poseedor de esta frase: “Si no tienes disciplina, serás un esclavo de tus pasiones y estados de ánimo” con la que me insta a seguir, mientras llego al medio maratón en 2:17:33.
 
Presencié en el Museo del Bunker, la fotografía de una mujer, cuya silueta se arrastra a mi lado, fustigándome, y me traspasa toda la culpa que me pertenece por el involuntario hecho de formar parte de la casta humana. Cómo me abruma su imagen de mujer gruesa y sencilla que inicia el camino a la vejez y que yace en la acera desnuda, tendida con una pierna sobre la otra y el torso erguido, girado hacia sus agresores. El pelo revuelto que cae sobre su rostro no alcanza a esconder los ojos de estupor que miran las lustrosas botas alemanas que vulneran su cuerpo. Sus abultados pechos, colgando hacia ambos lados, le otorgan una imagen grotesca que incita el morbo de los civiles que observan la escena.
 
Desde el suelo, su mirada, de aterrador desconcierto, parece pedir a sus verdugos – en gestos de infinita sorpresa – una explicación que justifique el acto. Se extiende por la sala que recorro, un amargo olor a descomposición, y yo no puedo desprenderme del estigma de pertenecer al género humano. ¡Cómo amo a esa mujer en ese instante! ¡Cuánta misericordia siento hacia los implacables soldados que poseen rasgos de centuriones romanos! Y… ¡Cuánta repugnancia por los civiles que sonríen! Pero… No quiero engañarme, mi pesadumbre nace porque en algunos días los habré olvidado. Seguiré mi vida y tal vez los recuerde en algún momento de mi trote, cuando pueda apiadarme de mis propias reflexiones, pero mi instinto se ocupará de olvidarlos, y aunque estoy rodeado de muchos corredores, llego a la conclusión de que estoy indescriptiblemente solo.
 
Al ritmo que voy mi maratón será un desastre, sin embargo, después de la mitad de la carrera ocurre el milagro, empiezo a sentirme mejor, más cómodo, y aunque ya no puedo mejorar el ritmo, me ilusiono con terminar en forma digna. Inequívocas señales de bondad aparecen en los rostros que me alientan a seguir con mi extraño desafío - me invade la escalofriante certeza de que lo lograré - y sigo adelante.
 
El sistema funcionaba porque era difícil oponerse al régimen, susurra a mi oído una voz compasiva y me trae el recuerdo de un texto de Zweig, que describe la vivencia de una joven pareja durante aquella época oscura. En el relato, él es convocado a integrarse a las fuerzas opresivas, y aunque todo su espíritu rechaza esa opción, su carácter débil y el temor a las represalias, lo hacen dudar. En contraposición, el carácter fuerte de su mujer insiste en retenerlo a su lado. Se instala entre ellos la incertidumbre que flageló al pueblo alemán y la nostalgia anticipada por el paisaje y la rutina amada, hacen flotar inseguro cada crepúsculo de ambiguo amanecer, que se sume en gris oscuridad.  Como cordero, él se entrega, como leona, ella ruge.
 
Debo vestir un uniforme que no amo, servir a jefes que no admiro, tener ideas a las que no adscribo y cumplir órdenes infames. Detesto la noción de patria que se transforma en prisión y confinamiento ¡Pero iré! No me prestaré para matar a otro ser humano, pero acudiré porque soy débil, aun contra mi voluntad. Es el terrible poder que ostentan, que arrasa con la audacia, el decoro y las convicciones. ¡No tiene el Estado derecho a forzarte a asesinar! La locura vence a la razón. La ignominia se impone a la nobleza ¿Por qué no hacer aquello en que crees? ¡Ellos serán fuertes mientras tú lo aceptes! ¿Aprecias más un pedazo de terreno que la mano con que escribes? ¡Si vas a morir! ¿No es mejor hacerlo por una causa justa?
 
El espantoso dolor de sentir que mi debilidad me hará acudir. Son más humanos quienes no visten uniforme. ¡Jamás he querido inmiscuirme en tus asuntos personales! Pero ahora, juegas con tu vida y la mía. Piensas con la cabeza mientras yo, con el corazón. ¡Nunca he querido decidir por ti! Pero ahora, debo protegerte. No puedo escapar de mí mismo. ¡No nos engañemos! ¡Quien no se niega se convierte en colaborador! ¿Colaborarás con el mayor crimen del mundo a pesar de tus convicciones? ¡¿Prestarás servicio a quienes abominas?! Ellos tienen el poder y eso lo es todo. ¡Solo tendrán el poder mientras continúe habiendo cobardes que se lo otorguen! Puedes sacrificarte por ideas, pero no por la demencia de los otros. Si acudes por la justicia en que crees ¡Te veneraré! Si vas por la esperanza de librarte ¡Te despreciaré! No te compartiré con criminales, elije ahora, o los desprecias a ellos o me desprecias a mí. Su ser ansía hundirse en el abismo. La firmeza huye y se abate el último atisbo de determinación. La estación bulle de inquietud. El amor no se extingue. La cobardía envenena el alma. La vida lanza un grito, no se deja aniquilar. Despierta la resistencia. El corazón remecido vuelve a latir con fuerza en el pecho. Se alumbra el camino redentor. Ambos tiemblan de felicidad.

Alza la mirada y comprende que para los hombres no hay más ley que la de la propia tierra y que no existe para ellos, mayor obligación que la de permanecer unidos.

                                                          Continuará en la siguiente edición