Oh I'm just counting

Caracas. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

Informaciones provenientes de la ciudad de Caracas dan cuenta de que el Presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó Márquez, ingeniero de 35 años, se autoproclamó “Presidente encargado de Venezuela”, y la voz del periodista, aun vibrando, me deja meditando sobre el incierto destino que la noticia cierne sobre la ciudad.  

Cuando recién amanece en este anunciado caluroso día sábado, una voz entrometida, susurra tímida a mi oído – No salgas, es mejor que te aguantes y no trotes esta mañana, no te has recuperado aun de la molestia en tu pierna derecha, que aunque leve, puede prolongarse – termina sensata, y yo añado – sí, es posible que se intensifique lesionando mi cuerpo, pero mi mente y mi espíritu lo reclaman imperativos. Y la voz - que ahora intenta sermonearme - es acallada por el arrollador clamor de voces políticas que hacen referencia a los sucesos que afectan a Caracas.

Dos perros bóxer - mientras en mi trote descubro la mañana - se acercan juguetones, y sus gestos cariñosos contradicen la hosca apariencia de sus rostros, que en el más viejo está invadido de ternura y en el joven, por la curiosa inquietud de su edad. El hombre que los acompaña tiene mucho del mayor de los perros: ternura reprimida más allá de una hosca apariencia. ¡Han llegado a parecerse! Pienso, mientras derivo hacia el triste acontecer venezolano, y en tropel, irrumpe un lote de voces políticas.

-Oprobioso y vergonzoso reconocimiento de Piñera al autodenominado “presidente encargado” – surge una inconfundible voz femenina y gruesa, que no cederá jamás, porque ha llegado a la arrogante conclusión de que solo sus postulados son válidos. ¡Y de ahí no sale!    

-Se evitará un derramamiento de sangre en Venezuela, si las FF.AA. no disparan contra el pueblo – consigna lo evidente - exigiendo muy poco a su intelecto - un diputado que representa una fuerza insípida y poco clara, que deambula en eterna vagancia, sin comprometerse.

-Declaración del Presidente Piñera es inoportuna e intervencionista – grita un diputado joven de perenne desconcierto, y que como último recurso - si el apoyo al nuevo gobierno se generaliza - no tendrá inconveniente en presentar disculpas, como desde un tiempo, le ha sido habitual.

-Guaidó es el Presidente legítimo de Venezuela – desde adelante, alza la voz uno que fue ministro y que en el trote lleva delantera, de pensamiento liberal, ha caído en desgracia, por lo que difícilmente será atendido por los simpatizantes a la coalición que en un lejano tiempo adhirió.

-Una solución pacífica pasa por aislar al dictador Maduro – dice autoritaria otra voz femenina, hay que oírla pues es hija de quien fuera el primer presidente que en democracia siguiera a la dictadura. También está aislada, esta vez, por el inaceptable arrojo de ofrecer ideas distintas.

Opiniones divididas para un problema, en que desde la moral, creo que hay solo una opción para dirigentes que integraron alguna vez la vieja concertación y que alentaron el repudio a la dictadura, que una vez vencida, reportó tanto beneficio al país. Revivo mi propia experiencia…

Debió ser en el tiempo en que el frío del invierno se volvía amenazante, junio o julio, del año 73, cuando mi padre irrumpió en la habitación que compartía con mis hermanos, gritando alarmado: ¡Se armó! ¡Hasta que se armó! - Insistía. Saliendo del estupor del sueño interrumpido escuchamos el ruido del carbón que, desde un camión, caía sobre el embaldosado del zócalo y cuya similitud con el sonido de una ametralladora hizo pensar a mi padre en que el temido desenlace de la incertidumbre política que vivía la ciudad, se estaba produciendo.

Habíamos llegado al febril estado en que el enfrentamiento era inevitable. ¡No existía voluntad para impedirlo! Extinguida la racionalidad del dialogo, la propia moral - por caminos opuestos y contradictorios - guiaba a los hombres hacia un fatalista destino, y en los extremos, éstos anunciaban, con arrojo enfermizo, confundiendo e imponiendo sus criterios a la masa, que no habría vuelta atrás.

En el extremo de la izquierda, ciertas mentes afiebradas optaban por la confrontación, porque conjeturaban que con un triunfo – que veían posible con el apoyo del pueblo - impondrían sin restricciones el programa del gobierno; y en el otro extremo, mentes descontroladas, tampoco eludían enfrentarse, pues soñaban con erradicar todo tipo de nexo marxista, la sola audición de esa palabra les resultaba odiosa e insoportable. 

¡El odio pulverizó el entendimiento! Excedida las fronteras democráticas llegamos a un punto en que destruir al adversario era un requerimiento necesario. Descontrolada la ira y más allá de la racionalidad, solo quedaba la agresión de las armas.

Ante la incapacidad para resolver con argumentos pacíficos sus legítimas diferencias, vi como el hombre involucionó hacia su estado más primitivo y surgió, como en las guerras, su lado oscuro, y la comunidad forzada a definirse debió optar en favor de uno u otro bando, fragmentándose los grupos de amigos; la relación en oficinas, barrios y colegios; y hasta en las familias, las intrigas y sospechas, motivaron quiebres profundos.     

No fue extraño entonces que mi padre confundiera el ruido de la descarga de carbón en la caldera, con el sonido de la metralla, y su confusión tuvo el carácter premonitorio que conocemos, porque el desenlace - aunque con el carbón entibiamos el incierto invierno - llegó en la primavera con el aterrador sonido del fusil y las balas, hasta acallar el canto de las aves.

Todos quienes éramos adultos, yo tenía veinte años, ¡Sabíamos que aquello ocurriría! No fue más que el horror anunciado a través de orgullosas declaraciones que imponía, a quienes las emitían, la obligación de seguir adelante ¡Sin transar! ¡Sin ceder! ¡Hasta las últimas consecuencias! Y claro, el proceso venezolano se asemeja al nuestro, el orgullo, que puede tenerse como una virtud - superado un cierto límite - atrapa al hombre en sus palabras, de las que su carácter lo hace esclavo. Le resta humildad y le pone en el pecho una losa que le aprisiona el alma.  

En una ocasión, un grupo de amigos conversaba animadamente al término de una clase. Detecté que dos se separaron del resto, uno de ellos atendía un tema pendiente mientras el otro lo hostigaba con inofensiva candidez. Percibí la gestación de un conflicto. De pronto, el ocupado, lanzó una sonora cachetada a la mejilla del juguetón, que desconcertado, se alejó sin entender la reacción del otro.
 
No hubo explicaciones, los demás no comentamos el incidente que con los días quedó olvidado, excepto para el receptor del cachetazo que lo alojó en su alma, como un evento molesto, que renacía cada vez que lo recordaba o cuando escuchaba hablar sobre el otro. Un día, cincuenta años después, el grupo se reunió, y en un momento de la cena el vapuleado encaró con afecto a su agresor y le recordó el episodio olvidado por el resto: Quedé molesto por no contestarte el golpe en esa oportunidad, y desde entonces arrastro esa incomodidad, la única forma de superarla – reclamó, es devolverte la cachetada ahora.
 
Divertido, el otro se levantó y le ofreció una mejilla – Dale, supera tu tranca – dijo, ante lo cual, éste propinó a su antiguo agresor una bofetada plena que al resto nos pareció que llevaba la descarga de la energía acumulada en el medio siglo transcurrido. La cena siguió, y al finalizar yo llevé al que se había sacudido de la carga. Vi como ambos se separaron con un fraternal abrazo y existe una alta probabilidad de que no vuelvan a verse nunca.
 
No sé lo que ocurrirá en Caracas en los próximos días, tal vez cuando leas este texto el conflicto se haya resuelto; por la imposición a Maduro de llamar a elecciones libres y vigiladas; por la muerte o encarcelamiento del líder opositor para continuar la espera tensa hacia el desenlace; o por lo más temido, la ruptura de la unidad de las Fuerzas Armadas gatillando una guerra civil de impredecible cantidad de muertos.   
    
Ojalá que el orgullo pueda ser controlado en Venezuela con igual sensatez y flexibilidad que en la historia de mis amigos. Aquello sin embargo, obliga a prescindir de ciertas rigideces y a la generosidad en el ofrecimiento de garantías, que provengan de un tribunal imparcial y que permitan una salida digna a todas las partes involucradas.