Oh I'm just counting

Carácter. Por Jorge Orellana escritor y maratonista

Hace algún tiempo - como simpatizante de un movimiento político- fui agregado a un chat en el que participa un numeroso grupo de personas, a las que en su mayoría no conozco. Como es lógico, en ciertas ocasiones, algunos de sus integrantes - en su afán de ser atendidos por alguien en relación a cierta información recibida y que desean compartir - deslizan comentarios personales originados en el íntimo reducto de sus emociones y que suelen contener la imprudencia que en ocasiones invade la espontaneidad, conspirando con el sentido de unidad que inspira la esencia del grupo. ¡Son las pasiones que nos desbordan!

Fue así, que esa mañana, alguien desconocido para mí y preocupado del paro de profesores que afecta al país, subió al chat una carta dirigida a la Ministra Cubillos, en la que junto con rechazar su gestión ella es atacada en términos personales, y me afecta, porque formo parte del movimiento seducido por el cándido interés que me anima - cuando a través de la palabra – siento - con algo de arrogancia - que algo de mis ideas goza del acierto, por lo que ansío expresarlas con la esperanza de influir en las decisiones de hombres que detentan poder, y… ¡No me anima otro interés! Como base de armonía, es necesario el respeto en el planteamiento de las ideas que se desea expresar. La línea editorial del Semanario para el que escribo difiere en variados aspectos de mi pensamiento, pero respeta mi libertad para exponer mis ideas, algo que valoro.

Quienes tuvimos la suerte de crecer bajo el amparo del viejo Barrio y que para aprender acudimos al Liceo, valoramos la importancia de rodearnos de gente diversa pues en el núcleo de esos cuerpos brillan corrientes de pensamiento que nos iluminan, y que a su vez, nos empapan de cotidianos sucesos que moldean nuestro carácter. Habita en lo diverso, aquello que nos salva de la soberbia que agita nuestra condición, y por cierto, todo cuanto nos humaniza, que emerge al observar el dolor vecino.

La lectura de la carta aludida me perturba, y con dificultad controlo el impulso que me incita a responder, pues detesto iniciar un debate a través de un medio, en que - como bengalas - surgen improvisados comentarios que desvirtúan la discusión, induciendo al caos que generan hilachas de ideas disgregadas. ¡Carentes de sustancia!

En eso estaba, cuando el teléfono sonó anunciando la intervención de alguien. La respuesta, alentadora y simple, tiene origen femenino y se expresa en términos inquisitivos: ¿Favorece al movimiento y a la solución del problema de la Educación el ataque inmisericorde a la ministra?

Rodeado en la oficina de mujeres empoderadas de carácter, la oportuna respuesta me estremece, liberándome en algo más, de los persistentes resabios de mi heredada y cabalmente insuperada cultura machista, y extiende sobre mí un insospechado aliento de placer. ¡Siento como si Fresia, la orgullosa mujer del cacique, viniera a saludarme! Endulza mi mañana fría, mientras, sin desenfundarme la chaqueta y la bufanda, mi vista se distrae yendo entre la actividad de inciertas formas que se mueven por la calle, y el minúsculo computador de inocente apariencia.

¡Me decido! Escribo en el chat agradeciendo su respuesta y caigo en cuenta que no he cumplido mi promesa de no intervenir.

Atisbo que al subir mi comentario, alguien responde a mi admirada Fresia, pero al leerme elimina su mensaje. ¡Recapacita! Hace bien pienso, propone prudencia a su reacción y permite que el paso de un impreciso tiempo apiade su propia acción y que al actuar como fuelle aplacador de su emoción, mitigue el impacto de su declaración antes de hacerla pública, y quizás, lo lleve a desistir de su impulso de publicarla. La moderación y el decoro - conceptos lejanos del beligerante quehacer actual – proveen armonía a las relaciones humanas y amansan nuestro carácter, que nos impulsa a veces a actos de los que nos arrepentimos, y esta conclusión me trae el recuerdo de un antiguo suceso.

Dos desconocidos jóvenes, acababan de ingresar a un lugar de clausura y veían con estupor - cada uno por su cuenta - el ambiente hostil reinante a su alrededor. Al advertir la similar y atribulada situación que padecían, se acercaron - como dos animalitos compungidos que acuden por instinto al calor del otro - se sonrieron, y - en su infortunio – brotó entre ellos una amistad férrea que los hizo inseparables, a tal punto que no había secretos entre ellos. Un día, fuera del ambiente en que se conocieron, de súbito, como puesta ahí por la azarosa mano del destino, una chica hermosa se atravesó en su camino. Deslumbrados por su belleza, no pasó mucho tiempo sin que ambos intentaran seducirla, y se interpuso entre ellos la competencia, cerniéndose una mancha que ensombreció la amistad. Vanidosa, ella se dejó atender, y aunque ambos carecieron de suerte y no pudieron cumplir con sus altas aspiraciones, persistió entre ellos la duda, y la sospecha, acerca del éxito individual de cada uno en la aventura se extendió a lo largo de los años, sentando una fisura en la armónica relación que habían sostenido. El cambio circunstancial, respecto del ambiente en que habían vivido, motivó la aparición de un extraño y novedoso aspecto que desató la enmarañada y hasta ahí desconocida hebra de sus caracteres, y ambos, que siempre habían estado en el mismo lado de la trinchera, después de la experiencia, sintieron que una fuerza misteriosa los situaba en trincheras opuestas. ¡Habían sido camaradas en muchos aspectos, pero acababan de descubrir uno en el que eran rivales!          

¡Reacciono al impulso del trote! Me calzo la ropa deportiva y en poco rato, el inconfortable frío matinal cede, cuando la sangre activada, irriga las zonas expuestas a la helada brisa. A medida que ejercito mi cuerpo, los músculos se relajan y a cambio, una extraña fuerza se instala en mi cerebro y me dicta la esencia del artículo que ahora les comparto, y más aún, me obliga a caer en otro incumplimiento conmigo mismo al escribir esta nueva columna, algo que había decidido suspender por el tiempo que me tomaría escribir una novela, que deberá seguir esperando.

La mañana iluminada y la resplandeciente montaña del oriente me sitúan en un contemplativo estado y mientras corro, voy pensando en las dificultades de la convivencia humana y en las tantas manifestaciones que despiertan nuestro carácter, y que a veces ni siquiera la mesura nos permite controlar. En un grupo de chat cuesta entender ciertas actitudes, a veces, porque lo escrito, en su fondo, contraviene nuestro pensamiento, y en otras ocasiones, pues algunos de sus integrantes lo utilizan como una forma de frugal entretenimiento, para enviar mensajes que nuestro estado de ánimo, en ciertos momentos, suele repeler.   

 

Desde hace un tiempo, sostengo con un amigo un conflicto, cuyo origen discutimos y logramos asentar, hasta dejar muy bien determinado. Su solución sin embargo, no es tan simple como reunirnos; discutir la causa; establecer la regulación de la relación a partir de ahí; dar el episodio por superado; y continuar como si nada con nuestra antigua relación. ¡No! ¡No es tan simple! Porque somos seres emocionales y contamos con carácter. Para afianzar nuestra amistad - desde nuestras diferencias – debemos negociar con franqueza - sin obsesivo temor ante un eventual fracaso, que es posible – hasta encuadrar la relación en el ámbito deseado, incluyendo en ese encuentro, nuestras diferencias de fondo y de forma, sin embargo, la prudencia dicta que antes de acudir a esa instancia, será bueno esperar a que el tiempo extienda antes, su veleidoso y misterioso manto de piedad. El efecto de reunirnos antes de apiadarnos del sufrimiento del otro o sin sacudirnos y desprendernos de las pasiones que causaron el conflicto, será estéril, pues faltará el esfuerzo previo y necesario para reconciliarnos.
 
Y aquel, es un tiempo que se incuba y decanta en el alma, y no es fijo, como el fraguado del hormigón que se alcanza en 28 días, pues es un tiempo que depende de cada una de las múltiples hebras que concurren a la sinuosa formación de nuestro carácter, teniendo en cuenta, eso sí, que siempre, para encontrar la armonía deberemos imponernos el esfuerzo de caminar contra la corriente, en la dirección opuesta al recorrido de las aguas, hacia la fuente porque ahí está siempre el origen de nuestro desencuentro.