Oh I'm just counting

Celebración: Por Jorge Orellana Lavanderos, ingeniero, escritor y cronista

Instantáneo, al coger su mano, acude a mí el irrefrenable sentimiento de nostalgia, y me sumo en la calidez del melancólico recuerdo. Igual que hoy, era un día viernes. Ahora, acabado el trámite de embarque, caminamos por el húmedo exterior del aeropuerto en espera de la hora para abordar un vuelo hacia Cleveland, Ohio. Entonces, vistiendo una falda escocesa verde salpicada de leves tonos rojos que yo adoraba, entraba apresurada al Juzgado de Las Condes, donde yo la esperaba.
 
Lo recuerdo como un día de agitación intensa, y su llegada puntual dio curso a la ceremonia de nuestro matrimonio. Como era común, a fines de los setenta las parejas padecíamos esa urgente necesidad del compromiso, y una vez obtenido el título profesional, era usual que viniera de inmediato el casamiento. Mi paso por la universidad fue dificultoso y se había extendido más de lo prudente, por lo que, alentado por alguien que de buena fe me aconsejó obtener el título antes de casarme, la invité a hacerlo seis meses antes de aquello, y ella aceptó. Desde hacía un par de años contaba con un trabajo constante, por lo que pensé: ¿Es necesario contar con un título profesional para casarse? - Precisamente, al transar por aquella seguridad ¿No se pierde acaso el extraño placer de sortear juntos los avatares de la vida y la complicidad obtenida al superar en conjunto sus permanentes incertezas?
 
¡Y fue así que nos casamos! El día era aún brumoso cuando nos paramos nerviosos frente al formal oficial, que insinuó valiosas palabras y se había iluminado cuando casados, admiramos los hojosos árboles de la Avenida Isidora Goyenechea. Sería un largo día, porque elegimos esa misma tarde para la celebración de la ceremonia religiosa. El cura llegó en bicicleta y he olvidado sus palabras, subsiste de aquel momento la permanente tos de mi padre aventurando su cercano alejamiento. Más tarde, en la casa de sus abuelos, cercana a la iglesia, con una moderada fiesta -que a diferencia de hoy abandonamos temprano cuando su rostro cansado me permitió justificar el apresurado retiro- terminó el agitado día.
 
Ahora en cambio será un día de apacible agitación. Hemos dejado el húmedo aeropuerto y volamos hacia Cleveland, donde después de registrarnos en el hotel, acudiremos por el pack de competencia de la media maratón que correré el domingo, ya que para el sábado hemos reservado otro panorama. A mi lado, descansa con los ojos cerrados y yo, que quiero hablarle, guardo silencio respetando su intimidad y en mis cavilaciones vuelvo al día del matrimonio.
 
Después de abandonar la fiesta, a eso de las once de la noche, a diferencia de la costumbre actual, nos dirigimos hacia el departamento en el centro en que habíamos decidido vivir. No hubo más que la abismante sencillez de dos seres que en su soledad se cogen de la mano, caminan desde la profunda noche y se internan en el lecho de un cuarto elegido, para unirse en la cálida tibieza de un abrazo ingenuo, cargado de cándidas dudas, que caerán una a una, fundidas por el calor del anhelado encuentro. Y… ¡Eso fue todo! ¡No requeríamos más!
 
Nuestro avión aterriza en Cleveland. En poco rato, bajo la grata tarde crepuscular que el sol ha llenado de reflejos plateados y fugaces destellos de fuego, caminamos hacia el Lago Erie, observando el centro de la ciudad, en dirección al Centro de Convenciones.  Admiro las anchas avenidas que transmiten el amplio sentido de libertad, imprescindible en una calle, y la inconfundible percepción de que los ciudadanos gozan de una excelente calidad de vida. Los edificios y las calles del Down Town me recuerdan a Denver, en el Estado de Colorado. El retiro del pack es rápido y ordenado, y concluyo que no se tratará de una carrera con aglomeraciones pues los inscritos en las tres categorías no superan los diez mil competidores. ¡Me gustan esas carreras! Además he elegido un hotel cercano a la salida y llegada de la carrera, por lo que no necesitaré bus de acercamiento.   
 
Cenamos y caminamos luego hasta la orilla del lago. La luna en delicada acción, posa sobre la apacible calma del agua, reflejos dorados que se extienden en línea recta y cuyos rasgos titilan levemente ante la tenue brisa de la suave noche. Nos internamos juntos en el recuerdo de la esencia de lo nimio de aquel primer fin de semana, hurgando en la trivial simpleza de nuestras banalidades, jardín en el que anida el secreto placer que impulsa el fortalecimiento de las relaciones humanas: Inagotables conversaciones sobre diversas materias que fluyen, se enredan confundidas, derivan hacia azarosas comarcas, sin extinguirse jamás; complicidad en silencios que se extienden por misteriosos intervalos de tiempo; descubrimiento de gestos y formas desconocidas, inspiradores o agobiantes, que habremos de superar. Como el alfarero amasa la arcilla, y la amolda hasta transformarla en vasija, ese fin de semana empezamos a amoldarnos hasta conseguir amalgamarnos en lo que hemos llegado a ser.
 
La noche helada confunde nuestro abrazo, y se me ocurre que al interior de la enorme cama lucimos como dos frágiles saltamontes reposando en la vasta planicie de un llano. Como es habitual, despierto varias veces durante la noche, solo para extasiarme con nuestro presente. La noche cede temprano, han pasado recién las cinco cuando los primeros rayos del sol se cuelan por el amplio ventanal anunciando que este sábado visitaremos un pueblo cercano que inspiró la colección de relatos de Sherwood Anderson, Winesburg, Ohio, que es el nombre de la novela en la que el autor describe magistralmente aspectos de la vida de algunos personajes de la pequeña comunidad.
 
El lunes siguiente a las ceremonias de nuestro matrimonio, con genuina sencillez, volvimos ambos a nuestro trabajo, actividad que yo alternaría con los pocos ramos que me faltaban para terminar mi carrera. En tres días, desde un estado individual, habíamos alcanzado otro de férrea unidad, en que, aun dueños de nuestra libertad, ahora nuestros destinos se definirían en conjunto. La pérdida de independencia, se compensaba con el apoyo mutuo que debíamos prodigarnos, y éste último concepto es un prodigio- pensé más tarde, cuando convocado a la oficina del gerente éste me informó que el trabajo- considerado tan seguro por mí -llegaba - por condiciones externas, ajenas y adversas – a su fin.  
 
El pragmatismo pudo más que el temor al repudio social en que vivíamos inmersos, y me acostumbré a esperarla en casa. Contaba las horas esperando su regreso y el tiempo libre que me dejaba la Escuela lo dediqué a la cocina, aprendí a preparar algunas cosas con las que la atendía a su llegada del trabajo, y ella, en cambio, con un sueldo que nos parecía generoso, cubría los gastos que nuestra vida demandaba. Los días en que recibía su sueldo, ella me invitaba a esperarla en Huérfanos con Miraflores y desde ahí caminábamos hasta el desaparecido restaurant Shanghai. Ella pagaba la cuenta y yo no me avergonzaba porque marchábamos unidos en la lucha contra el medio hostil en busca del mejor resultado para ambos. Es decir, conformábamos literalmente una sociedad conyugal.
 
 
 
Volvemos desde Winesburg, y curiosamente la visita me ha decepcionado, solo existe una calle central en la que la comunidad Amish - grupo religioso conocido por su estilo de vida sencillo, por su vestimenta tradicional y modesta, y que se resiste al uso de cierta tecnología -posee casas en las que han abierto tiendas orientadas al turismo.
 
No encuentro la Calle Mayor, ni reconozco, en las distantes casas modernas, el Hotel New Willard House y menos descubro las oficinas del periódico Winesburg Eagle. Frustrado, me interno en el cementerio con la esperanza de encontrar alguno de los nombres que protagonizan la historia. Nada. Concluyo que el autor usó otro pueblo para su historia y que desde aquí solo extrajo el nombre.
 
Volvemos a Cleveland ante la indulgente mirada de la confundida conductora, que no atina a comprender la razón de mi visita y menos aún el gasto que me ha demandado, me deleito con los campos hinchados de primavera y con las pintorescas carretas conducidas por los Amish.
 
Si, determino al interior del vehículo mientras me preparo a seguir celebrando nuestro aniversario, fue un dulce período aquel en que ambos dependimos financieramente de ella. Breve en todo caso, porque seríamos remecidos por sucesos tristes que nos obligarían a cambiar la forma en que seguiríamos enfrentando la vida. 
 
Continuará en la siguiente edición