Segunda parte
El domingo de la carrera el día amaneció horroroso. El cielo se había cargado de aterradoras nubes oscuras y desde el interior de la habitación - por la vestimenta de los numerosos transeúntes - pude adivinar que hacía mucho frío. Hay tiempo aun- pensé y volví a la tibieza de la calma donde permanecí silencioso, observando las acongojadas nubes que colmaban el cielo triste, y que parecían querer internarse hasta mi lecho.
Recordé la sencilla calidez de nuestros primeros días, cuando esperaba su llegada en el pequeño departamento que habitábamos. ¡Exiguo intervalo de tiempo! Una noche, cuando nos aprestábamos a vivir un fin de semana hogareño, sin excesos, porque en ellos no habita la felicidad, sino solo efímeros destellos de aquella, inconfundibles emisarios de muerte se apoderaron de mi corazón con un inexpresable mensaje de dolor. Conmocionado, reaccioné al llamado de la ineludible fuerza y ante su mirada de sorpresa y perplejidad, la dejé y corrí - con una angustia que crecía - hasta el lecho de mi padre, desde dónde provenía el llamado. En la soledad de su cuarto, con su maciza mano entre las delicadas mías, me habló con lucidez por un largo rato, hasta que la enfermedad, artera, lo atacó con inusitado vigor, y yo hube de observar impávido, el inevitable triunfo de la muerte.
Es hora de acudir al sitio de largada. Me visto. Despierta, ella me contempla desde el lecho. Me desea suerte. La beso. Me marcho, como si fuera a la aventura, como si fuera en busca del sustento, como si fuera a desafiar el día, como si fuera a un simple trote. Su mirada, que en la despedida recorre mi cuerpo como si quisiera bendecirlo, me alienta como ayer, me alienta como siempre. Me pierdo en dirección hacia los ascensores.
La muerte de mi padre, cuyo diálogo final tuvo el carácter revelador de una epifanía, me sumió en un inicial abatimiento que dio paso a un sentimiento de rebelión, primero al sentir que no pude compensar todos los arrumacos que la vida le negó, y luego, en la lucha por interpretar su mensaje postrero. Tuve la urgente necesidad de trabajar, y ella floreció con la más femenina condición de una mujer. La llegada de los hijos la elevó hasta el supremo umbral de la felicidad y descubrí que su amor por el trabajo le importaba poco, y que su amor hacia mí también decaía cuando sostenía en su regazo cada capullo de carne que la vida nos mandó.
¡Tropiezo amargo! Hachazo inesperado ¡Brutal! Inmisericorde. Una noche, la recuerdo bien porque había una protesta contra el régimen de gobierno, ella inició el trabajo de parto de nuestro tercer hijo. Intentando controlarme, manejé cruzando el centro durante el toque de queda hasta el hospital en que se encontraba el doctor. A la misma hora en que en una población del sur de la ciudad, asesinado por una bala loca, moría el Padre André Jarlan. Y en el hostil ambiente que, aunque apaciguado, mantenía la impronta trágica que viboreaba entre el ulular de sirenas y los aullidos desconcertados de los perros, me quedé esperando en la fría sala de hospital. Nuevamente el agobio intuitivo de la misteriosa fuerza que acude a anunciarme algo inquietante, y que cede cuando me indican que puedo pasar. Acostada, su mirada cansada, su rostro lacerado, sus facciones ajadas, sus ojos que brillan: de angustia, porque no pueden contener la emoción desbordada y de ilusión, porque a su lado descansa nuestra preciosa hija.
Regresa el doctor, todo quiere ser regocijo, la mañana clarea, la cordillera renace despejada por los vientos de septiembre que disipan los humos de la noche, y por leves instantes, el odio entre los hombres. Nos abrazamos, queremos erradicar la sombra de la duda, reímos. Antes de despedirse, el doctor realiza a Paulina, la pequeña, un último examen rutinario. Yo lo observo ansioso, deseando que concluya y se marche, que constate que todo está bien y se vaya. Frunce el ceño y un puñal aguzado penetra mi pecho. Preocupado, detecta un ruido extraño en su corazón y el puñal avanza. Habrá que hacer exámenes, pero algo anda mal, concluye y el puñal hiere mi alma. La mañana iluminada se oscurece de pronto y la primavera y el verano que vienen, pierden sus festivos tonos. Paulina, ha venido solo a saludarnos y nos acompañará no más que seis meses.
Al severo golpe, las parejas reaccionan uniéndose o distanciándose. Unidos en nuestra desgracia superamos el momento aciago junto a nuestros otros hijos, y solo me reconcilié con Dios cuando decidí que Paulina nunca estaría ausente, me acompañará siempre, atisbándome desde una foto en mi habitación, en la que la he visto crecer. Cambió nuestra forma de enfrentar la vida. Ella decidió que cuidaría a los niños, dejaría de trabajar hasta que ellos fueran independientes. Era la condición que mejor la realizaba, y yo acaté porque entendí que era la mejor opción.
Camino por las húmedas calles de la ciudad mientras una lluvia persistente y tenue cae con lentitud abrumadora. No me quito la doble capa que calzo, me lo impide el frío, y luego de escuchar The star spangled banner, en dulce voz femenina, iniciamos la carrera de 13.1 millas, que durante el recorrido no incluye la señalización de cada kilómetro, algo que me incomoda para el control de mi tiempo. Yendo y volviendo por las avenidas y las calles del centro de la ciudad cruzamos el río Cuyahoga, y continuamos hasta hermosos condominios habitacionales. Mesurado, el apoyo de la gente es espaciado, tal vez por la fealdad del día, o por la locación nortina de la ciudad que hace que los espíritus que la habitan sean más recatados que las bulliciosas almas sureñas.
Al casarnos, careciendo ambos de patrimonio, optamos por la sociedad de régimen conyugal, desechando la separación de bienes. ¿Qué íbamos a separar si no teníamos bienes? Trabajaríamos por tenerlos, y si el azar permitía que los lográsemos, veríamos modo de aprovecharlos. Al hacerse cargo de los niños ella quedaba desmedrada en el aspecto económico, lo que se compensaba si la ganancia obtenida por mí era destinada al grupo familiar, y en el entendido de que cualquier excedente resultante debería ser compartido entre ambos. En la sociedad sexista de la que formábamos parte, solo el cumplimiento de esa condición permitía a la mujer que optara por la noble actividad de hacerse cargo del cuidado de la casa y de los hijos, el resguardo de la independencia económica ante un eventual fracaso del matrimonio.
Sostuvimos una permanente lucha con nuestros gastos, y muchas veces tuvimos que recurrir al uso de créditos bancarios para equilibrar las menguadas finanzas familiares, hasta que un día, fortuitamente, sin que lo buscáramos, fuimos propulsados a formar nuestra propia empresa. Y a partir de entonces ¡Todo cambio! Nos dimos cuenta de que aquello que formamos con la sola intención de financiar nuestros gastos familiares, nos permitía lograr resultados que pudimos capitalizar, y lo hicimos a través de la creación de empresas de menor riesgos, y solo entonces, valió la pena separar nuestros bienes, repartiéndonos según el riesgo que involucraban, el patrimonio alcanzado en cada empresa.
Siempre bajo la lluvia, que al final se siente como un bálsamo, corremos las 13.1 millas de la carrera. Al llegar, mi tiempo me decepciona y busco una explicación en el sobrepeso de la ropa mojada con la que he corrido, para justificar las 2:09 que me he tomado en hacerla.
Nos encontramos en la meta, contrariamente a su costumbre, ha venido a buscarme. Caminando, volvemos al hotel. Me ducho, me alimento y en la tarde continuamos caminando bajo una leve lluvia.
Mientras despedimos la ciudad que se refleja enigmática en las quietas aguas del lago, pienso que la ley debe ocuparse de la mujer que asume el cuidado de los hijos, garantizando que si lo hay, el patrimonio obtenido en conjunto, se reparta en forma proporcional y equitativa. Aquello permite su independencia, y le evita la indigna condición de tener que subyugarse en ocasiones, a una convivencia no deseada.
Continuará en la siguiente edición