Cuarta parte
Domingo a la hora de almuerzo, New Orleans bulle. El tráfico en el Barrio Francés -donde he elegido alojar- es intenso. Estamos entrando a la última estación de celebración de nuestro aniversario de matrimonio.
Venimos desde Natchez, ciudad histórica que -siguiendo el curso del Misisipi- quisimos conocer. Fundada por los españoles a la orilla del río y sobre las ruinas de un bastión francés, hoy es una ciudad tranquila, ideal para el descanso. Aprovechamos sus apacibles tardes para leer, trotar y pasear por el centro, que con subsidios del gobierno ha protegido áreas que se han plagado de turísticas tiendas de antigüedades.
Por sus calles, nos internamos en un paseo que nos hace retroceder en el tiempo por más de cincuenta años, inmersos en la armónica presencia de hermosos y grandes árboles. Llama nuestra atención la austera elegancia del recinto carcelario y sus numerosas casas de arte.
En una de las tiendas, mi mujer -conocedora de mi debilidad- me indica que detrás de una pieza repleta de muebles hay un estante con libros a la venta, y yo advierto que desde la tapa de un libro surge seductora la imperturbable imagen de William Faulkner, tal vez el más profundo y célebre escritor del Misisipi. Se trata de una biografía de la familia escrita por su sobrina, y descubro que el escritor se hizo cargo de ella a la muerte de su padre, ocurrida antes de su nacimiento en una práctica de acrobacias aéreas, actividad a la que el mismo escritor lo había impulsado. Una joya que narra episodios desconocidos en la historia de los Faulkner, y que a través de misteriosas revelaciones me sitúa en el origen de sus novelas y me empapa del eterno sabor a reminiscencias de la guerra que invade la tierra regada por el majestuoso río, que aquí avanza gallardo.
Durante el período entre las guerras mundiales, florecieron aquí prodigiosos escritores de la literatura norteamericana, que trataron las características de la vida en la ciudad que se extendía monstruosa y las formas y costumbres de los hombres que las habitaban. Sarcástico, Sinclair Lewis, nacido en Minnesota, escribió la historia de Babbitt, que es el libro que he traído para leer en este viaje y que corresponde al nombre propio de un personaje que se encumbra en la sociedad de un pueblo imaginario hasta volverse un próspero hombre de negocios que goza de su auge en la creación de riqueza y disfruta del éxito que socialmente alcanza.
A veces, se enviste de ínfulas divinas, otras veces suele transformarse en demonio. El agobio de una vida insípida lo arrastra a una incierta modorra cruel, que lo atrapa y lo insta a huir, pero continúa huyendo sin lograr escapar, porque su lucha es consigo mismo y no es posible huir de uno mismo. ¡Tu sombra siempre te persigue! En la historia, Lewis registra indestructibles trazos de la condición humana, que en ciertos rasgos me identifica, pues aspectos de la vida de Babbitt tienen algo en común con quienes viven en permanente búsqueda de generar riqueza, padeciendo a diario su propio auge y caída.
Mientras conduzco hacia Nueva Orleans, observando el bosque que se acentúa en su fronda e intensifica en su verde, tengo tiempo para observar el perfil de su rostro, que ahora mientras escribo comparo con el de la foto que mantengo en mi escritorio. Han pasado casi cincuenta años desde que acudimos a un estudio para tomarla, porque yo necesitaba acompañar mi soledad con su presencia. No he advertido sus cambios, pero al observar la fotografía, detecto que físicamente, ellos son irrefutables.
En su pelo castaño, más corto que entonces y que ha decidido no volver a teñir, se han entreverado hebras canas que le confieren el otoñal tono del jaspe. En su inmaculado rostro, que mantiene el óvalo, han surgido surcos y fracturas que identifico también en el mío, y que nos unen en la comedia alegre de la vida y en la tragedia del dolor que padecimos juntos. ¿Cómo no amarlas si también están en el mío? Sus ojos mantienen el velado tono cándido y sus labios, entreabiertos, persisten en el gesto de ingenua sensualidad que nunca dejará de conmoverme. Ya no vienen candelillas a posar en sus mejillas los hoyuelos ladinos que me arrastraban a su lado, han pasado a ser flor perenne de almíbar, ayer de tenue luz, intensa hoy en sabiduría. Su boca, como el agua de un arroyo, vierte su inextinguible vertiente con inacabados mensajes de armonía que sostienen y sosiegan mi espíritu.
Llegando a Nueva Orleans, interminables puentes nos trasladan sobre sus pantanosas aguas. Me guía en el camino hacia el hotel y yo solo manejo, tengo hambre y la humedad me hace añorar la ducha.
Desembarazados del auto podremos visitar la ciudad; internarnos en el Barrio Francés y revivir sus secretos culinarios mientras desde sus tabernas brotan nostálgicos y gastados blues, como quejumbrosos susurros de insaciables noches de sudor y fatiga ultrajadoras de sueños e ilusiones; caminar hacia el río Misisipi, cuyas aguas después de un largo recorrido que serpentea frente a la Plaza Jackson, caen rendidas en el Golfo de México; nutrirnos con sus opíparos desayunos; recorrer la historia de la Avenida Charles, que ha cambiado su rostro en quince años porque la ciudad no es indiferente al paso de los años, al desarrollo inmobiliario, y al capricho de sus habitantes. Solo al llegar al Barrio Universitario, encontramos aquellas antiguas casas que lucen el esplendor de otrora, y que son las que queríamos reconocer.
Volvemos al French Quarter, el mismo que acogió el errar eterno de Faulkner y me parece distinguirlo entre los transeúntes, hurgando al fondo de una botella por una respuesta a cada pregunta implacable, asilado en el oscuro rincón de una taberna, solitario. Abrevan en el basto recipiente del delta, los demonios en el que se confunden los desperdicios del río con la decadencia del hombre, de redención fugaz con la presencia de la aurora para volver al desliz con el inexorable llamado del crepúsculo. Se vacía en sus calles todo el contenido de los infinitos claroscuros de la esencia humana y todo ocurre en fina y dulce agonía.
Hojeando la biografía de su familia, descubro sorprendido que Faulkner coincidió en la ciudad con Anderson, el autor de Winesburg Ohio, cuya lectura me inspiró a hacer este viaje. Mantuvieron una relación cercana y afectuosa - Tiene usted mucho talento, habría dicho Anderson a Faulkner cuando ambos vivían en Royal Street, a unos pasos de Jackson Square, en el lugar según ellos, más civilizado de los Estados Unidos.
Nuestro viaje llega a su fin, el cielo enrojece con destellos de fuego que lanza sobre el río que se engalana de visitantes que lo observan desde la plaza invadida.
Es hora de acudir a Toulouse Street, en busca del cálido refugio del lecho. Lo he contado antes, nuestro inicio fue sin “luna de miel”, algo que entonces no eché de menos y a ella tampoco pareció importarle. Simplemente, al unirnos, cumplimos el anhelo de estar juntos y no osamos desperdiciar los exiguos recursos con que contábamos, prefiriendo postergar tales placeres, para épocas más auspiciosas. Quiso la providencia que esas épocas llegaran y pudimos celebrar más aniversarios de los que alguna vez soñamos.
Sospechamos desde el principio que el verdadero placer subsiste en la esencia de lo simple, se refrenda en lo básico de lo cotidiano para aflorar a veces desde nuestros más primarios instintos. El resto, que puede parecer superfluo o de insustancial frivolidad, nos ha servido para volver a disfrutar repasando nuestros primeros encuentros, pero dos semanas nos bastan, y un período superior, en ausencia de lo verdaderamente nuestro, nos haría caer en el agobio del insuperable tedio. Atrás empieza a quedar una celebración más del día aquel en que -en aras de formar un cuerpo solidario- renunciamos con fruición a la pérdida de cierta libertad que curiosamente, ha aumentado con el paso de los años, tal vez por la fuerza de las férreas cadenas del amor.
Antes de volver al hotel, mientras contemplo los incandescentes trazos de cielo que invaden la tarde antes de internarse en las aguas del golfo, me voy pensando que la estabilidad de una pareja radica en la aceptación de la libre conducta del otro: Porque te amo, amaré todo lo que hagas, y tu felicidad, me hará feliz. Y… tengo la certeza de que solo tú… has llegado a amarme de esa manera