Estoy en un trote de despedida. Así es como llamo al trote previo a un viaje, por menor que este sea. Junto a mi hijo, correremos en Buenos Aires media maratón y estoy empeñado por intentar bajar las dos horas, por lo que esta semana haré solo trotes suaves, para no llegar cansado el domingo. Suele ocurrir que el ansioso deseo de entrenar confabula a veces contra el descanso necesario para enfrentar el día de la competencia.
¡Debo estar agradecido y feliz! Hace tiempo que no dispongo de un largo tiempo a solas con mi hijo y aunque solo son tres días, será sin duda, un regalo inapreciable de la vida. Estoy en cambio triste. ¡Acongojado! Algo empaña el frágil cristal de mi felicidad y corro malhumorado ¿Será la nostalgia por dejar esta rutina que he llegado a amar y que me provoca un intenso placer? ¡Qué sé yo! He llegado a ser un tipo extraño, y hasta yo mismo tengo a menudo dificultades para entenderme.
Durante el trote me he cruzado con un hombre calvo al que he visto muchas veces paseando con su perro. A lo largo de los meses, he detectado que el hombre ha ido adelgazando progresivamente, y su rostro, paulatinamente, se ha tornado macilento y demacrado, y pareciera que le ha contagiado su abatimiento al perro, el que antes lucía alegre y ahora me mira taciturno, como si el decaimiento de su amo se extendiera hasta los recovecos más íntimos de su ser. El encuentro con ellos aumenta mi tristeza, tal vez porque en la fragilidad de ambos, se esconde el reflejo de mi propia vulnerabilidad.
Además de la media maratón que correré con Sergio, voy a Buenos Aires para cerrar el contrato con una firma que editará y difundirá un libro escrito por mí, por lo que será un viaje agitado.
Repaso, tratando de ralentizar mi ritmo, uno de los permanentes conflictos que me han acompañado a lo largo de mi vida: cuando opté por la carrera de ingeniería civil - en una de esas difíciles decisiones que debemos tomar a los diecisiete años - lo hice sin convicción, porque me daba cuenta que las corrientes humanistas poseían en el íntimo círculo de mis vocaciones un dominio tan poderoso como el de las matemáticas, y aunque conviví a gusto con la ingeniería durante mucho tiempo, ahora, cuando se anuncia el ocaso y todo auguraba un veloz tránsito hacia una vejez pasiva, una fuerza inquietante, de ineludible impronta, me empuja con fuerza hacia las letras, y yo me dejo arrastrar como si cabalgara sobre un caballo desbocado hacia un destino incierto y desconocido, lo que me produce una inexplicable alegría.
Me doy cuenta que representa una curiosa contradicción que aprecie aquello que defino como mi amada rutina, mientras por otro lado, la vida me resulte agobiante sin los desafíos que alientan la incertidumbre del mañana.
¿Quién sabe cuál será el destino de mi vida? ¡Nadie conoce su destino! Y, sería osado y fastidioso conocerlo. ¿Cuánto de ingeniería y cuanto de literatura dispondré para el limitado tiempo que me resta?
Sigo corriendo, se hace de noche y brillan las luces del alumbrado. Las luces de los autos, como luciérnagas gemelas giran veloces entrando y saliendo de la rotonda. Bulle la actividad de vehículos que trasladan rostros cansados, anhelantes por llegar casa, donde las luces ya se han encendido y titilan como si quisieran ascender por los cerros en que se ubican, para encumbrarse hasta rozar las estrellas encantadoramente seductoras, y que también titilan en la bulliciosa armonía del ocaso. Cruzo la rotonda y continúo bajando por la ribera del río, sobre el que se vuelcan luces cuyos tenues reflejos simulan peces revoloteando sobre el sinuoso lecho.
Me conmuevo, divago y me sorprendo: ¡Tengo que encontrarlo! Tal vez no alcance a ubicarlo en este viaje, pero tengo que encontrarlo antes del lanzamiento del libro. Conservo sus señas, lo ubicaré y lo invitaré para que nos acompañe en la embajada, que con tanta gentileza han aceptado disponer para la presentación del libro.
¡Cumpliré con Luisito el compromiso que quedó pendiente!
Luis Manuel es un hombre sencillo y generoso, de aquellos que parecen encontrarse en extinción, porque la vida moderna inmersa en el tráfago mercantilista, los rehúye.
Un día, lejano ya en el paso del tiempo, la curiosidad por conocer su ambiente y algo de su nombre seductor, me llevó a visitar con mi mujer Santos Lugares, dónde Ernesto Sábato vivió y en el que por decisión propia se fue recluyendo en forma progresiva.
Atisbaba curioso desde el exterior, hacia la casa escondida tras añosos árboles - sin la esperanza de entrar en respeto del celoso aislamiento del escritor - cuando irrumpió en el lugar el bueno de Luisito.
¿Qué no los dejan entrar? –Se enteró, y bramó - ¡Déjenlos pasar! - pulsando con vigor el timbre, ante mi azoramiento por considerarme responsable del barullo que él amenazaba con armar. Pero, él insistió cuando conoció nuestra procedencia - ¡Vienen de Chile! – gritaba, incapaz de entender que nadie saliera a saludarnos.
Conflictos íntimos. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista
¡Por favor! – le instaba yo, intentando endulzar el tono de mi voz, estamos muy a gusto aquí afuera, nos basta con solo observar el entorno que envuelve al maestro. Pero él continuó frenético, y ante la insistencia de nuestro ocasional amigo, finalmente nos atendió una empleada, que a solicitud de Luisito nos dejó trasponer la puerta e ingresar al misterioso Túnel, del mundo de María y Juan Pablo.
Cuando nos retirábamos, Luis Manuel, desencantado aun, por lo que calificó como una inaceptable falta de hospitalidad, quiso desagraviarnos y nos pidió que lo siguiéramos un par de cuadras hasta su casa, para obsequiarnos su libro, “Memorias de un soñador”.
Contraje esa vez, una deuda de gratitud con él, por lo que un día quise agradecérselo, aunque precisaba para ello del apoyo de mi maestro. Pedí ayuda a éste, pero no me respondió, por lo que seguí en deuda.
Ahora – pensé mientras continuaba trotando, la ocasión del lanzamiento de mi libro es la oportunidad propicia para rendir homenaje a la generosidad de este hombre sencillo, que como pude constatar de la lectura de su libro, es un soñador aislado en un lugar del norte de Buenos Aires, anclado al mundo de sus propios sueños, ajeno a todo orden material y preocupado de los pequeños detalles que nos engrandecen, como es: atender a un visitante que solo anhelaba internarse por unos minutos, en el extraño mundo de Sábato.
El dulce recibimiento de mi mujer, termina de horadar la pátina de indeleble resentimiento que me invadía al inicio del trote, y su ternura, acaba por devolverme el júbilo por el maravilloso acto de vivir.