Oh I'm just counting

Cuento. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

La tórrida tarde de sol, moderada por oleadas de aire caliente que atenuaban el calor, me permitieron, a la hora en que la calle lucía solitaria y hosca, enfrentarme al trote que mi cuerpo reclamaba, mientras desde el asfalto subían hebras que enturbiaban las imágenes en respuesta al inmisericorde reflejo del sol sobre el cemento.
 
Habíamos quedado en encontrarnos en la rotonda dispuesta entre los cerros y el río ¡No era la mejor hora para el trote! Pero era la hora que habíamos acordado. Lo distinguí de pronto y noté que venía más encorvado que antes - envejece de prisa – pensé. Como era su costumbre, corría hasta el punto del encuentro para evitar conversar antes del trote ¡Vinimos a hacer deporte, no vida social! - Solía decir, y de inmediato, iniciaba la actividad. 
 
-¿Por qué elegiste esta hora de tanto calor? – Le pregunté.
-Porque a esta hora no tengo nada que hacer. La proximidad de las fiestas me sume en un deplorable estado de desinterés y desconcierto – contestó corriendo sin voltearse para mirarme.
-¿Siempre eres tan amargo? – lo hostigué.
 
-Hoy en la mañana – replicó sin atender mi comentario - acudí a una notaría para firmar un documento. Buenos días – saludé al llegar, y nadie contestó, por lo que repetí molesto el saludo. Después de un rato me atendieron, sin invitarme a tomar asiento, reclamé y una funcionaria me señaló con desdén una silla. Al rato, una vez concluida mi diligencia, quise pagar, pero hube de esperar sin que alguien me indicara el tiempo que debía hacerlo. Ironicé, alegando que pasaría las fiestas en el cuchitril, entonces, una vieja bastante menor que yo, chilló desde adentro: ¡Atiendan al Grinch para que se marche!
Espontánea, me brotó una sonora carcajada.
 
-¿Quién es el Grinch? – preguntó con esencia de ingenua culpabilidad.
-Es un villano que programa arruinar la Navidad para los residentes de una comunidad. – respondo burlándome de su perplejidad, pero se repone y contesta
-Suspendidas las actividades laborales y cuando todos marchan ajetreados a cumplir algo urgente, me ocurre que no encuentro qué hacer. ¿Trabajar? No es el momento. ¿Ir de compras? Cada vez se me hace más insoportable visitar un mall, lo veo como una horrorosa forma de perder el tiempo y solo entro para acudir al cine o para visitar una librería ¿Leer? No soy capaz de concentrarme con tanta algarabía flotando en el ambiente, de la que me gustaría ser parte si es que le encontrara algún sentido. ¿Caminar? Desearía ir por calles atestadas de rostros iluminados de gente que anhela ansiosa una sencilla noche buena, sin embargo, con los años, me he puesto torpe y me cuesta desplazarme entre la muchedumbre, lo hago inseguro, sufriendo el temor de recibir un golpe en el tobillo, parte de mi cuerpo en extremo vulnerable. En esta época, me aqueja un extraño vacío – remata y continúa - en que mis reflexiones se confunden entre la alegría general y el sentido profano de la fiesta – Y se refugia en un silencio mezcla de rubor y hosquedad.
 
-Pero… ¿Disfrutaste alguna vez las fiestas?
-Sí - contesta seguro, con el rostro iluminado, y mientras vemos como los autos se enredan a bocinazos en la rotonda en una estéril lucha por anteceder al otro, mi amigo, bautizado como Grinch, se evade a un mundo lejano, irrecuperable en apariencia, susurrando con voz trémula:
Sí, hace muchos años, hubo una Navidad que no he olvidado, mi padre me llevó con él al bosque, portaba un hacha con la que cortó un árbol enorme - cuya copa tocaba el cielo raso de nuestro living – lo cargamos en el Ford 47 celeste que tenía, y lo llevamos a casa, lo adornamos, y se desparramó por la habitación el intenso aroma del abeto que persistió por muchos días y que cada vez que vuelvo a sentir, me devuelve al maravilloso estado de aquella Navidad, en que fui intrínsecamente feliz, sin responsabilidades, en que mi preocupación era solo observar las bondades de los hombres y aprender e intentar imitarlos, porque la maldad, aun me era desconocida.
 
En mi mundo reinaba la armonía, que se extendía a la unidad de mis padres ¡Nada podía alterar mi felicidad! No había en mi horizonte nubes negras ni oscuros presagios. Imprevistos zarpazos de muerte no me eran aún conocidos y no sospechaba que las relaciones entre los hombres solían estar grabadas por la injusticia y la animadversión, e incluso las guerras solo formaban parte de mis juegos infantiles. ¡Estaba adormecido en la pureza de mi niñez! Abrí esa noche, un montón de regalos que dejó un misterioso señor desconocido y solo me dediqué a jugar con ellos…
 
Un día, súbitamente, todo se quebró, descubrí que la armonía era inestable e inicié un camino que me internó hacia un mundo hostil… Y se encerró en su mutismo, como si ya hubiera dicho suficiente, ruborizado por haber ido tan lejos en la intimidad de sus declaraciones.
-Es verdad que nuestra ingenuidad endulza la etapa de la infancia, y que la realidad descubre la verdadera esencia del hombre, y aunque ese despertar en ciertos casos es más brusco que en otros, es lo que en verdad somos, y así llegamos a conocernos.
 
-Sí, tienes razón, no hablo de perpetuar tal condición de infancia, solo que en estos días enfrento conflictos muy fuertes que me inducen a esquivar a la gente, rehuir ciertas conversaciones y a evadirme, ante lo insustancial del recurrente tema común. Con la mente en blanco, sin deseos de reflexionar, llevado por la imponente fuerza de los acontecimientos, me resigno y me aíslo en el trote, jugando a dialogar con la sombra que corre a mi lado, que me adelanta o se queda atrás y que se empequeñece y crece, según me llega la luz del sol.
 
Hemos corrido un largo trecho, de pronto, sin despedirse, tuerce en una esquina y continúa corriendo en dirección a su casa, y yo me dirijo en busca de mi auto para volver a la mía. ¡Qué extraño es el Grinch! – me digo y río a carcajadas, mientras su silueta se empequeñece en la lejanía.
Pasan los días, volvemos a reunirnos en el día siguiente a la Navidad. Estoy oyendo una hermosa canción de Navidad cuando lo veo acercarse trotando. Viene rápido, agitado y parece rejuvenecido. En su semblante advierto ignotos y fugaces destellos de alegría y regocijo.
 
-Hola Grinch le digo para molestarlo.
-Hola – contesta con expresión de vivaz jovialidad. Te va a costar seguirme el ritmo hoy, vengo cargado de ánimo y esperanza.
-¿Y qué fue del pesimismo que te inundaba el otro día?
-¡Lo he superado! Vengo pletórico de optimismo. Anoche, mientras abrían los regalos frente al árbol de pascua, he descubierto algo inédito, que antes no había percibido. Tal vez debo agradecerte – me dice con algo de convicción en la voz - fue importante la conversación del otro día. Anoche miraba, con mi eterno escepticismo el árbol cargado de adornos y luces titilantes, de cuyas ramas colgaban innumerables figuras de mazapán que mi mujer había dispuesto, y en el suelo, muchos regalos que alentaban la ilusión de los presentes.
 
¡Me conmoví! Porque en ese instante, ingresaron los niños a la habitación tenuemente iluminada Sus caras resplandecieron alumbrando el lugar  ¡Mis tres nietos! Pude ver en el reflejo de sus rostros la candidez de los pequeños a quienes no se les ha revelado aun el estigma misterioso del hombre y reconocí en cada ingenua perplejidad de sus gestos la misma expresión que yo había tenido cuando niño, frente al árbol que cortamos en el bosque con mi padre, y que renacía ahora en la imagen de los chicos. Me emocioné, y azorado, descubrí que un nudo atenazaba mi garganta.
 
-¡Ahora no podrás a ganarme! – Declaró ufano y salió disparado, sin que pudiera alcanzarlo, por mucho que me empeñé en lograrlo. ¡Simplemente desapareció! Y … no he vuelto a verlo.