Oh I'm just counting

Derecho y obligación . Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

Tenía 14 años, un sinfín de ilusiones y un cúmulo de temores cuando dejé Puerto Montt, y curiosamente, en la misma casa desde dónde partí entonces, me preparo ahora para iniciar un trote que estará cargado de reminiscencias de infancia. Cuando me alejé, lo hice convencido de la necesidad de ampliar el horizonte integral de mi formación, infinitos sueños de adolecente anidaban en mi mente y revoloteaban prestos en mi alma. ¡Tenía la certeza y la confianza de que al Estado le cabía la obligación de proveerme la educación para lograrlos!

¡Qué importante era, es y será siempre la educación!
Mientras salgo trotando - desde la que fue la casa de mis padres, y que fortuitamente - después de pasar por muchos dueños ha llegado a ser hoy la oficina de mi empresa – rememoro el recuerdo de mi partida hacia el colegio Santiaguino, que aún permanece anclado a mi memoria desde el episodio de la despedida, a comienzos del otoño de aquel convulsionado año 68: a un lado, mi madre, con el corazón encogido por la separación y al otro lado, mi padre, intentando ocultar su emoción, mientras en medio, yo me debatía trémulo de emoción, esperando la salida del tren, deambulando en la implacable lucha entre la nostalgia por el mundo infantil que dejaba y el orgullo por el nuevo mundo al que me arrimaba.
 
Desde la calle Baquedano bajo hacia el centro, paso por la esquina en que estuvo la tienda de mi padre y me interno hacia la costanera. Llego al Mall, hoy ícono de la ciudad, solo para recordar, mientras escucho el rumor del mar chocando con las rocas, que ahí estaba la Estación de trenes, y que fue escenario de tantas despedidas mías…
 
¡Cómo amo esta tierra! Solo por ser escenario de mis alegrías y penurias, de mis triunfos y derrotas, de mis virtudes y miserias ¡Aquí, siempre el cálido aliento del viento arrullará con inconfundible beso a mi tierra!
 
Del Liceo de Hombres de Puerto Montt, buen colegio de la zona, acudía al INBA, gran colegio Santiaguino, que a mi llegada me enseña desconocidas sorpresas: en el exterior del imponente recinto me deslumbran los jardines y los bustos de mirada señera de cada uno de los pocos rectores que el internado había tenido en sus largos años. Al interior, me impresiona el austero hall central custodiado por la atenta vigilia de Don Diego; la vastedad de su magnífica biblioteca; la piscina temperada olímpica, las canchas de tenis, basquetbol y fútbol, y la amplitud de sus gimnasios.
 
¿Qué más podía yo pedir? En ese privilegiado lugar, santuario del conocimiento y la sabiduría, cultivaría el crecimiento del cuerpo, la mente y el espíritu. ¡Todo dependía ahora de mí!
Complementaba lo anterior: excelentes profesores que en realidad eran maestros, juveniles y alegres inspectores, y compañeros que eran en realidad hermanos. ¡Aquí, me desarrollaría integralmente!

Ese fue el colegio al que me condujo la suerte al terminar la década del 60, cuando la educación fiscal tenía el mismo estándar que la educación privada. Tal vez la mayor deuda de la democracia haya sido la incapacidad de restituir la igualdad de estándares entre ambos sectores educacionales.
Se llega hoy al vergonzoso contrasentido - seguramente con numerosas y valiosas excepciones honrosas– de que todas las autoridades matriculan a sus hijos en colegios particulares.
 
Mientras corro hacia Pelluco - importante balneario de aquellos años - contemplo el insaciable mar eterno, que protegido por las desmembradas islas que se extienden hacia el sur, se instala pacífico, acariciando a las gaviotas que se mecen con suavidad sobre sus olas. Curioso, un pato emerge confuso, nada por un breve tiempo para perderse otra vez en el misterio de las profundidades. Alborozadas toninas lucen sus lomos pardos jugando muy cerca de la orilla. El viento fresco sacude con sensual caricia mi rostro, y yo continúo mi carrera de insaciable búsqueda…
 
La ancestral vista y la efímera paz de la bahía, traen a mi cuerpo fatigado mi propia imagen de niño, espoleando con vigor mi vergüenza: ¡El Estado debe garantizar el derecho a una educación equitativa y de excelencia para todos los ciudadanos!

En la asignación de los limitados recursos, se debe priorizar desde la sala cuna, estableciendo equidad y calidad para la educación primaria y secundaria siempre a partir de la menor edad. La gratuidad de ambos niveles depende de los recursos, debiendo exigir del aporte de los alumnos más acomodados - si ello es imprescindible - para el logro de ese objetivo.

¡Otra cosa es la educación universitaria!
Las nubes batallan con el viento, que en la altura, se agita imprevisible. ¡Augurios de lluvia! Las nubes escapan como ovejas perseguidas por el viento que actúa como el lobo, ahuyentándolas y trayéndolas de vuelta, irascible. Las islas se pierden, ocultas tras el velo difuso y pardo de la lluvia que allá se ha desatado. ¡Voy a mojarme! Me alcanzará la lluvia y yo extenderé mi trote para recibir jubiloso su abrazo húmedo y nutricio.
 
¡Efectivamente! En el caso de la educación superior - Universitaria o Técnica - ella demanda un costo insoslayable que idealmente debe asumir el Estado, sin embargo, la escasez de recursos en otras áreas, impiden desde una perspectiva ética, la viabilidad de esa opción.
 
Eso no significa que alguien con méritos para recibirla y que no cuente con los medios para costearle, pierda por ello el acceso. ¡De ninguna manera! En ese caso, el Estado debe ofrecer al alumno un crédito sin interés, el que puede ser incluso mayor que el costo de la carrera elegida, y que permita cubrir condiciones de precariedad del alumno, cuando éste es proveedor del hogar. Una vez titulado, el joven reintegrará al Estado - de acuerdo con sus posibilidades - los dineros adeudados, permitiendo de esa forma la continuidad en el círculo virtuoso del financiamiento de la educación.

Mientras corro bajo la deliciosa presencia de la lluvia voy recordando que una de las causas que me llevó a cambiarme desde la Universidad de Chile a la Universidad Católica. Fue que en esta última, me otorgaron un crédito para pagar la carrera, pero además, me prestaron recursos para solventar mis gastos.
 
¡Cómo me avergonzaba entonces pedir dinero a mis padres!  Había elegido la carrera de Ingeniería porque anhelaba devolver a mi familia el perdido esplendor de otrora. Entonces: ¡Claro que lucraría con mi título! ¿Por qué exigir al Estado un compromiso que para otorgármelo, éste debía financiar hasta con el impuesto de todo asalariado? ¿Era yo merecedor de aquello? O era función del Estado atender requerimientos de aquellos que estaban imposibilitados de alzar la voz por su propia condición de vulnerabilidad.
 
Imponiendo la fuerza de la razón, única fuerza válida en democracia, el Estado debe convencer a los estudiantes de la generosa solidaridad que la comunidad espera de ellos, porque son ellos quienes cuentan con vigor, carácter y lucidez para contribuir con la sociedad que más adelante dirigirán.
 
Es obligación del Estado otorgar el derecho a la educación, y es obligación del ciudadano, que obtiene un título con el que lucrará, devolver al Estado ese costo para garantizar el derecho de otro a educarse. 
 
Llego a la casa de ayer transformada en nuestra actual oficina. Mientras la ducha del agua caliente recorre vivificante mi cuerpo, recuerdo un día de hace medio siglo, cuando desde aquí partí a mi primer baile, llevaba en el bolsillo de ayer una cajetilla de cigarrillos Astor, que me transmitían seguridad y todo el poder para vencer cualquier situación adversa que surgiera en mi horizonte.
¿Qué podría echarme al bolsillo hoy para alcanzar aquella certeza?