Oh I'm just counting

ESTADOS DE ÁNIMO. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

Saliendo de una visita a una obra, ingreso a mi auto mascullando aún mi molestia por la tensión de las reuniones celebradas.

Automáticamente, al encender el motor se inunda el reducido espacio con las gratas notas de un concierto que reconozco y no logro identificar, pero que activan de inmediato un lento y gradual mecanismo de descompresión y relajo en mi cerebro.

Acelero por Corona Sueca, un estrecho pasaje de asfalto confinado entre débiles solerillas de hormigón y emplazado en la comuna de Pudahuel. Buscando la autopista hacia mi casa tuerzo a la derecha en Serrano y observo que un auto que viaja harto más adelante, en vez de abrirse hacia la otra pista que está despejada, pasa sobre una caja de cartón, haciendo saltar la basura que contiene y a un cachorro que se aleja entre aullidos aterradores y con el cuarto trasero izquierdo colgando. La fugaz imagen y el auto continuando impávido su recorrido me violentan y, aguijoneado, reacciono como un animal herido en el vientre por el lacerante filo de la espuela.  Enfurecido, piso el acelerador del vehículo que irrumpe veloz y me estaciono en el semáforo frente al oscuro personaje, ocupando la pista que viene en sentido contrario.

Bajo el vidrio y mi mirada desafiante se enfrenta a la hosquedad de la suya.  –¡Atropellaste a un perro!– le grito. ¡¿Qué perro?!– pregunta cínico. -¿Qué no viste el perro que estaba en la caja?– le digo. Ahhh– responde  con un mohín de desprecio, alza el brazo izquierdo hasta pasar la palma de su mano por detrás de la oreja y, raudo, se marcha hacia la derecha mientras yo salgo hacia la izquierda peleando con los conductores que veían ocupada su pista.

Entro a la autopista y me sumerjo en la conducción intentando recuperar la compostura, y aunque me persigue el terrorífico aullido del perro, la música logra imponerse. Identifico la pieza, es la Pastoral de Beethoven, y sus notas fluyen hasta mi alma en misterioso y reconstituyente viaje, arrojando  ternura en ella como cuando una dueña de casa ejerce la noble función de sazonar una cazuela, incorporándole sabrosas pizcas de sal.

Armonizan mi espíritu, pero no logran sosegar mi cuerpo, que se debate inquieto, sacudido por el tránsito a través de tan diferentes estados de ánimo. Disminuyo la velocidad y ante la impaciencia de los otros conductores viajo lentamente, porque no quiero llegar a casa antes del término de la sinfonía.

Llego a casa, la tarde mustia me incita a ir en busca de la armonía ausente y me siento como si fuera un  trípode al que flaquea una de sus patas, mientras el instrumento que descansa en él -igual que yo- permanece expectante, en incómodo e inestable equilibrio. Corro de prisa, como si me persiguiera el siniestro tío del perro. La lluvia que cae y que se impregna a mi cuerpo limpia la atmósfera y cada vestigio de mugre y miseria que la vasija de mi cuerpo contiene. De a poco los pasos que resienten mis muslos fatigados y la lluvia que los friega con su balsámico aliento van mitigando los dolores que me afligen.

El río fluye oscuro, baja con determinación en su indeterminado destino, sus aguas se observan achocolatadas por el sedimento que arrastran y yo, mientras mis zapatillas chapotean en los charcos, pienso en mi reciente visita a la obra de construcción y en el vínculo que  me une a las personas que forman el núcleo de nuestros colaboradores.

Facilita mi gestión una mayor permanencia de ellos en la empresa, porque eso implica un mejor conocimiento de ellos, lo que me permite calificarlos en forma más certera cuando su rendimiento decae. Decido en esos casos si la situación amerita que los sancione o los apoye, lo que me sitúa en el plano de un juez, generando un permanente conflicto respecto de mi propia escala sobre la ecuanimidad y justicia. También ellos podrán llegar a conocerme mejor, lo que puede serles tentador y proponerles, cada vez con mayores probabilidades de éxito, la posibilidad de engatusarme.

¡Esto es construcción!... Hurgar al interior de un hombre para conocerlo y ayudarlo -sancionándolo o estimulándolo- hasta potenciar sus capacidades. Al profundizar la relación con un ser humano se accede hasta las insondables miserias que cobija el alma o hasta luminosos páramos de paz que residen al reverso de la misma alma. Descubrir el misterio que subyace al interior de un hombre en un cierto momento es lo que un buen jefe debe develar para alentar el sentimiento positivo o corregirlo cuando no lo es. Solo de esa forma se logrará la satisfacción del trabajador y, para beneficio del grupo, su mejor rendimiento.

Aquello que parece tan simple es complejo y para implementarlo con éxito debe contarse con delicada sutileza y con un buen criterio; y al aplicarlo, deben superarse invasivos pudores. ¡Aunque solo se busque el objetivo de vaciar el contenido del alma! Ese simple ejercicio marcará el inicio de la superación de cualquier problema.

Otra cosa, de distinto origen y que igualmente altera mi estado de ánimo, es mi permanente conflicto personal con el legado que a través de la sangre me han transferido mis abuelos y que,  soterrado por muchos años, reinicia la encarnizada lucha por definirme entre empresa y literatura y, aunque siempre pensé que algún día debería optar por una de ellas, la indulgencia de mi trote me permite esbozar la idea de que puedo llegar a convivir con ambas.

¡Ambas disciplinas pueden cohabitar en mi alma! ¿Por qué debo tomar partido por alguna de ellas? ¿Si es precisamente con la concurrencia de ambas la forma en que alcanzo el efímero estado en que se aloja la pizca de felicidad que a veces llega a rozarme? ¿Debo sentirme un impostor por no ser capaz de optar por una de ellas o debo aceptar la esencia que me guía  hacia ambas disciplinas? ¿Cuánto más habré de trotar para descubrir la respuesta a estas interrogantes?

Sábado, ha llovido intensamente y despierto temprano, me alegro, tengo mucho que hacer y aprovecharé mejor el día si corro temprano. Percibo que el día aún oscuro se encenderá luminoso. Salgo a encontrarme con el río, lo cruzo  y me interno hacia Santa María de Manquehue. Llego a una calle corta llamada “Camino del cazador” y veo que hermosos árboles se elevan hacia el cielo, como si quisieran tocarlo, y escucho  sus ramas que al golpearse en la altura emiten susurros tenues, indescifrables para mí.

El cerro, imbuido del ancestro altivo y corajudo de la raza que le dio su nombre y coronado con el blanco penacho que la lluvia le ha dejado, contempla imperturbable la ciudad que amanece, como si quisiera entregarme a través de su atronadora voz su delicado mensaje: Al hacer feliz a una persona, se reflejan desde su alma jubilosos destellos que tu alma recoge y que te contagian su felicidad.  Sigo corriendo, pensando que con sabiduría la naturaleza dispuso los cerros para que recojamos los mensajes que ellos suelen entregarnos. ¡No podemos mancillarlos!

Se inicia una nueva semana, visito la obra nuevamente, giro por la misma calle en que lo hice la semana pasada, me acuerdo del cachorro de inconfundible silueta, poblado de un nutrido pelaje amarillo, robusta estampa y hocico puntudo y negro, y me aqueja una nostalgia por el destino del quiltro. De pronto -como la visión de un ángel, desde el mismo lugar en que lo vi alejarse cojeando entre dramáticos alaridos, caminando ahora con  cuidado y totalmente recuperado- surge la presencia serena del bendito cachorro.