Oh I'm just counting

Gratuidad y vulnerabilidad. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

Complemento
Mi columna de la semana pasada terminó de la siguiente forma: Regreso de inmediato porque para mí, la felicidad, se ha tornado algo inalcanzable.
Acababa de recibir un mensaje de mi nieta que me mantenía en éxtasis, cuando, con rasgos de congoja, se acerca una amiga portando una mirada sombría, para preguntarme: ¿Eres feliz Jorge?
Sí – respondo sonriendo– Suele afligirme el temor a perder la felicidad que hoy me embriaga, y empaña mi felicidad el destino aciago y trágico que acompaña a nuestra frágil condición humana.
 
Hace unos días – le cuento – alguien compraba un regio par de zapatillas. Aunque disponía del equivalente al valor de muchos pares, el pudor lo inhibió de la compra, porque, me confidenció, volaron a su mente muchos, que como él, requerían la prenda, pero que nunca podrían tenerla.
 
La intrínseca felicidad habita libre y jubilosa entre nosotros, solo en la primera etapa de la infancia, luego despertamos…, y ya nunca vuelve…
Cada hombre es una unidad del todo que conforma la humanidad, cuando un hombre muere, algo de la humanidad muere con él. Cuando un hombre sufre, otro hombre es incapaz de alcanzar la jubilosa felicidad de ayer…
   
Mayo es el último mes - previo al invierno - hermoso en Santiago. Llueve, y el día mantiene su belleza. El prado y el sendero de hormigón, mullidos por las hojas muertas que lo cubren, crujen a mi paso, mientras la lluvia, con melancólica armonía, refresca mi rostro ajado. El cauce turbulento remueve el fondo, oscureciendo el tono de las aguas, que bajan con los mismos bríos que animan a un niño en su primera lucha contra la vida.
 
El sudor de mi cuerpo se confunde con la lluvia y mi alma, vacía al viento su contenido, sin encontrar eco en el sendero solitario y entre las aves y liebres vulnerables, que empujadas por el ansia expansionista del hombre, han debido buscar refugio en el lecho del río. Un perro se lanza atolondrado hacia el nido de un queltehue y éste, olvidando la diferencia de fuerzas, en un sublime acto defensivo - que recuerda el arrojo suicida de un kamikaze japonés - bate las alas y lanza un aterrador graznido que detiene al perro, hasta que recuperado, amenaza con volver a la carga, cuando otras aves, solidarizando con su compañero, elevan el vuelo en círculo, y el perro prudente, opta por la retirada.
Los rayos solares, pierden fuerza en mayo, y solo por un breve momento, durante los persistentes días luminosos, es posible cogerlos - como se coge una cereza de un árbol en primavera - apropiarse de ellos y absorberlos, para enfrentar el invierno cercano. Esa imagen íntima, regresa a mí en cada otoño, trayéndome el recuerdo de mi época de interno en el noble colegio, y los momentos en que acudía a coger rayos de sol a un patio de luz solitario, ausente de escrutadoras miradas.
 
Me eduqué en un gran colegio fiscal, similar a los particulares pagados de la época, y sostengo que la educación - hasta el nivel de secundaria - debe ser gratis y de igual calidad. Todos deben tener acceso a ella, pues, ahí se teje la base de la convivencia y el futuro desarrollo del país. 
 
Corro con vigor, y aunque es cierto que con los años buena parte de éste se ha disipado y comienzo ya a olfatear el aroma amargo de la vejez - aun palpitan encendidos rescoldos que me alientan.
 
Tenía diez años cuando veía a mi abuelo - que entonces tenía la edad que yo hoy tengo - como un anciano. Guardo preciosos recuerdos de mis veinte años, porque ahí germinaron - sin que todos florecieran - los anhelos más nobles que me han inspirado. Desafiante, disponía entonces de la fuerza avasalladora necesaria para afrontar cualquier desafío. ¡Nada iba a detenerme en mi afán de iniciar una empresa o emprender un proyecto! ¡Nada! Nada más que los golpes de Vallejo:

               Hay golpes en la vida tan fuertes… ¡Yo no sé!
                      Golpes como del odio de Dios…
                               Son pocos, pero son…

Versos que, junto con los años, morigeraron paulatinamente mis bríos.
Mi ritmo no ha mermado, y mi mente, independizada de mi cuerpo, inicia un camino propio:
Me pregunto - ¿Por qué los jóvenes universitarios hoy reclaman gratuidad en la educación universitaria? Yo debí pagar un crédito para obtenerla y he lucrado después con mi título de ingeniero civil.

De igual forma, en que a través de mi trote he palpado la vulnerabilidad de las aves, alcanzando a palpar la presencia de mi propia vulnerabilidad y me aflige la vulnerabilidad en otros seres:

Ancianos incapaces de vivir con una pensión indigna, que alguna vez lo dieron todo, y que hoy derraman sus últimas energías en defensa de la dignidad perdida que se apaga en la lucha de un reclamo estéril…
Enfermos que mueren antes de ser atendidos, ante la indolencia del Estado que propicia un ignominioso sistema de salud que hace diferencia entre la salud que ofrece a sus hijos…
 
Madres que - como el queltehue en el río al inicio de este trote - defienden en soledad el cuidado y la educación de sus hijos, sin que nadie recuerde su abnegado esfuerzo, más que en las campañas políticas…
 
Jóvenes que deambulan perdidos en la droga, que en la mejor etapa de sus vidas perdieron el cielo de la esperanza, único antídoto capaz de recuperarlos, para insertarlos en un rumbo nuevo…
 
Presos que hacinados en miserables e indignas cárceles no saben de sol ni luminosos días. ¡Cada día posee la horrorosa oscuridad del anterior! ¿Bajo qué circunstancias llegaron hasta allí? Solo podrán rehabilitarse y recuperar la luz del camino del hombre, si se asigna recursos a su causa.
 
Niños que cruzan la frontera de la adolescencia al interior de fríos muros de organismos dependientes del Estado y que alcanzarán la integración que nuestra sociedad está obligada moral y constitucionalmente a proveerles, solo cuando se destinen los recursos y el compromiso que esta noble y delicada función requiere.
 
¿Podremos sentirnos orgullosos de pertenecer a una sociedad que no es capaz de ayudar a quienes padecen estas aflicciones? El país jamás alcanzará la integración plena si los requerimientos de los estamentos vulnerables de una sociedad, no se atienden oportunamente.
Nuestros jóvenes, dotados en la mejor etapa de la vida, de una mente lúcida y un cuerpo vigoroso, no pertenecen a un grupo vulnerable. Distinto es que - teniendo la capacidad - ninguno de ellos puede quedarse sin educación universitaria, obligación que debe garantizar el Estado. Empero, la dignidad, y las múltiples necesidades de otros ciudadanos en real condición de vulnerabilidad, exige que ellos deban pagar por una educación - por la que un día – van a lucrar. ¡Al revés! Son los estudiantes quienes deben ir en ayuda de los débiles, y yo creo que si el debate se presenta con franqueza y compromiso por parte de las autoridades, ellos asumirán el desafío ineludible que hoy enfrentan, porque al interior de las almas jóvenes habita siempre, candente, el germen de la solidaridad. Las sociedades que no acuden a ese llamado se condenan al inicio de un gradual proceso de degradación.
 
La lluvia cae delicadamente, mi trote va llegando al final, me alienta saber que en unos días más volveré al querido colegio, y recorreré de nuevo sus patios, sus salas y sus árboles, que igual que yo, tendrán un año más, en un rito de celebración que forma parte de la belleza del mes de mayo. Vuelvo a casa, mi perro, remolón, me mira desde el suelo en el que apoya su mentón, mi perra, cariñosa, sale a mi encuentro y juega a coger mi brazo que aprieta levemente entre sus fauces. Es un juego de complicidad y confianza entre nosotros, ella necesita que yo adquiera la certeza de que jamás me morderá, por eso le entrego mi brazo convencido de que no me atacará, y ella, mientras yo ingreso a mi casa, se retira feliz porque sabe que estoy seguro de su lealtad.

La relación de confianza entre los hombres suele ser más compleja.