Persiste la soledad en mi barrio cuando aún faltan unas horas para el regreso de las hordas de automóviles que lo abandonaron la ciudad en este largo feriado.
Grietas. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista
¿Por qué deben regresar? –me pregunto- celoso de la destrucción del apacible orden que su vuelta acarreará. La temperatura ha caído y una lluvia refrescante y fina acoge mi presencia en la calle vacía. No correré, una lesión me lo impide, solo caminaré festejando la esencia de aromas que inunda el encendido ambiente primaveral.
Septiembre es impredecible, en el clima y en la convivencia política, las celebraciones y conmemoraciones del mes permiten sopesar el estado de nuestras relaciones. Hace unos días recibí de un filósofo río platense un artículo titulado “La Grieta” y la palabra, me incita a cavilar sobre ella, con el rumor del río de fondo crecido por los deshielos cordilleranos.
Tenía apenas seis años cuando la naturaleza rugió con inusitada fuerza. La tierra se sacudió con violencia iniciando una danza escalofriante que fue en aumento gradual, descontrolada. Las nubes se alborotaron y los árboles emitieron ininteligibles susurros de muerte. Expectantes, nos entregamos al ineludible destino que la providencia nos había preparado. Un sordo y extraño ruido desde el interior de la tierra abrió una grieta indeterminada y mi casa crujió por última vez, colapsando pesadamente. ¡Dios se había olvidado de nosotros! Cuando el macabro rito finalizó, se extendió sobre el abatido Puerto Montt una sensación de derrota y un sepulcral silencio. Aterrado, observé entre el árbol al que nos asimos y mi morada caída, la grieta, que aterrado, supuse conducía directo al infierno.
Comencé a llorar aquejado por un llanto histérico, me tomó mi padre y observé que sus ojos habían perdido el brillo enajenado de animal furioso, y que, opacos, poseían en cambio una forma de templada resignación.
Concluí que no había poder superior al de la naturaleza y que se lo debía combatir con humildad y unidad. Con el tiempo la grieta fue cubierta de tierra hasta desaparecer y yo nunca volví a habitar ese lugar.
El parque se extiende solitario y silencioso y los pájaros no huyen ante mi presencia, apenas se mueven para darme paso. La mañana, extrañamente hermosa, me permite concentrarme en la observación de los detalles más cercanos, porque el velo de la lluvia me oculta los cerros vecinos y las montañas nevadas.
Había cumplido recién los veinte años cuando, súbitamente, un extraño irrumpió en la clase, se acercó al profesor y le comunicó algo al oído. Conmocionado por la aparición de una imagen premonitoria, éste se dirigió al curso, instándonos a volver de inmediato a casa.
Desde nuestro departamento en calle Mosqueto había caminado hasta la Facultad, ubicada en Blanco con Beauchef. Pasé frente a La Moneda a las siete y media de la mañana y me extrañó el silencio reinante en las calles y la nutrida presencia de militares en tenida de combate, pero no me alarmé, vivíamos días tan raros e inciertos. Caminé, como si lo hiciera por el interior de un cuadro surrealista, desplazándome entre imágenes que concurrían hacia el fatalista destino que los acontecimientos sugerían y que derivaría en una profunda grieta que dejaría a unos y otros a cada lado de ella.
Al poco rato de recibir la orden del profesor, un camión me dejó en la Avenida Providencia con Carlos Antúnez, desde donde, cortando el aire enrarecido, caminé hacia el poniente, enfrentándome al mar de gente que huía del centro. En Plaza Italia noté que la muchedumbre había mermado y me embriagó un silencio aterrador, alterado solo por el zumbido de irreconocibles ruidos lejanos. Corrí por el Parque Forestal a todo lo que daba, sorteando balas invisibles que venían del Palacio de Bellas Artes. Sudando copiosamente y temiendo recibir un impacto llegué a Monjitas, entré por Mosqueto y subí raudo la escalera hasta el quinto piso del departamento; ahí mi madre me abrazó, distendiendo el enrojecido rostro ante la satisfacción del nido completo.
Desde una pequeña pieza del departamento, junto a mi padre, vi a los aviones dejar caer bombas sobre La Moneda. Unas horas después me enteré que el Presidente había muerto y eso -habiendo sido yo uno de los que anhelaba el fin del régimen- me produjo un feroz sentimiento de agobio, tal vez porque intuí que la grieta que los acontecimientos habían forzado sería profunda y se instalarían a cada lado de ella fuerzas opositoras irreconciliables.
Desde entonces, cada mes de septiembre vemos como algunos insisten en perpetuar la grieta que en un momento aciago surgió del quiebre de la institucionalidad. Avivarla parece ser función de cada bando -que no claudican- empecinados en sostener la lucha que solo favorece a sus mezquinos y desvergonzados intereses. Impiden la cicatrización de la herida y la ciudadanía, adormecida por una resignación mansa, observa indolente el renacimiento de la estéril división.
Es nuevamente sábado y mi trote me devuelve al parque, que se abre luminoso. Mientras corro pienso en aquellas grietas que nos imponen la vida o la naturaleza y que enfrentamos a través del espíritu unitario y solidario; y en las otras, aquellas que germinan al interior de nuestra alma y maduran al calor de nuestros más innobles sentimientos. Mientras pienso en ello me agrede una imagen fustigadora:
Al frente de un Centro de Salud que estamos construyendo en Pudahuel -en una caseta fabricada con materiales sobrantes de mi propia obra– pasa sus días una joven que expelida de su hábitat -de igual forma en que las olas arrastran a la orilla los desperdicios marinos- ha llegado hasta ahí por la incapacidad de superar su adicción y por la insensibilidad de su entorno para acogerla en sus afectos y materias.
La conocía de oídas, pero en mi última visita, al abandonar la obra, la observé desde el auto en el íntimo rito de su aseo personal. Vistiendo un short ceñido que descubría sus piernas bronceadas y atléticas, tenía a su lado un balde desde el que, con una jarra, extraía agua que dejaba caer sobre sus pechos por el interior de una polera roja que completaba su indumentaria. Ante la indiferencia de una funcionaria que a su lado regaba el prado, cogió la jarra, se levantó por detrás el short y dejó caer bajo su espalda un flujo de agua hacia el interior de su cuerpo que comenzó a fregar con fiereza, evitando la exposición hacia una mirada intrusa.
Debió ser linda –balbucee conmovido-. Al avanzar con el auto distinguí la dignidad que el paso del día destruiría y que brotaba de sus ojos achinados, perdidos en el rostro deformado por los excesos de la noche. ¡Nacía de día y moría de noche! ¿Cuánto restaría para el inevitable triunfo de las sombras que conllevaría la destrucción de su cuerpo?
Mientras corro su imagen se antepone clausurando el escenario que trae sosiego a mi vida. Su silueta aparece en cada pliegue del cerro, sus rasgos se reflejan sobre las aguas del río, las nubes juegan a dibujar las formas de su rostro y el trino de las aves se apaga con su voz dulce y cantarina. Me aflige su abandono y su destino vuelca sobre mí un lóbrego desasosiego. Fuerzo el ritmo de mi trote, más no logro sacudirme de la angustia que me invade. Hosco y silencioso llego a casa exhausto.
La mayor de las grietas surge de nuestra indiferencia ante el padecimiento ajeno. ¡Promueve el antisistema! Y… alimentada por nuestra cobarde indolencia crece sin fin. Pertenece a nuestra condición humana y para vencerla debemos luchar contra nuestra esencia, ya que en su interior navega el germen que la origina y que permite que, cuando algo no nos afecta en forma directa, observemos sin rebelarnos a las injusticias que advertimos.
Septiembre es impredecible, en el clima y en la convivencia política, las celebraciones y conmemoraciones del mes permiten sopesar el estado de nuestras relaciones. Hace unos días recibí de un filósofo río platense un artículo titulado “La Grieta” y la palabra, me incita a cavilar sobre ella, con el rumor del río de fondo crecido por los deshielos cordilleranos.
Tenía apenas seis años cuando la naturaleza rugió con inusitada fuerza. La tierra se sacudió con violencia iniciando una danza escalofriante que fue en aumento gradual, descontrolada. Las nubes se alborotaron y los árboles emitieron ininteligibles susurros de muerte. Expectantes, nos entregamos al ineludible destino que la providencia nos había preparado. Un sordo y extraño ruido desde el interior de la tierra abrió una grieta indeterminada y mi casa crujió por última vez, colapsando pesadamente. ¡Dios se había olvidado de nosotros! Cuando el macabro rito finalizó, se extendió sobre el abatido Puerto Montt una sensación de derrota y un sepulcral silencio. Aterrado, observé entre el árbol al que nos asimos y mi morada caída, la grieta, que aterrado, supuse conducía directo al infierno.
Comencé a llorar aquejado por un llanto histérico, me tomó mi padre y observé que sus ojos habían perdido el brillo enajenado de animal furioso, y que, opacos, poseían en cambio una forma de templada resignación.
Concluí que no había poder superior al de la naturaleza y que se lo debía combatir con humildad y unidad. Con el tiempo la grieta fue cubierta de tierra hasta desaparecer y yo nunca volví a habitar ese lugar.
El parque se extiende solitario y silencioso y los pájaros no huyen ante mi presencia, apenas se mueven para darme paso. La mañana, extrañamente hermosa, me permite concentrarme en la observación de los detalles más cercanos, porque el velo de la lluvia me oculta los cerros vecinos y las montañas nevadas.
Había cumplido recién los veinte años cuando, súbitamente, un extraño irrumpió en la clase, se acercó al profesor y le comunicó algo al oído. Conmocionado por la aparición de una imagen premonitoria, éste se dirigió al curso, instándonos a volver de inmediato a casa.
Desde nuestro departamento en calle Mosqueto había caminado hasta la Facultad, ubicada en Blanco con Beauchef. Pasé frente a La Moneda a las siete y media de la mañana y me extrañó el silencio reinante en las calles y la nutrida presencia de militares en tenida de combate, pero no me alarmé, vivíamos días tan raros e inciertos. Caminé, como si lo hiciera por el interior de un cuadro surrealista, desplazándome entre imágenes que concurrían hacia el fatalista destino que los acontecimientos sugerían y que derivaría en una profunda grieta que dejaría a unos y otros a cada lado de ella.
Al poco rato de recibir la orden del profesor, un camión me dejó en la Avenida Providencia con Carlos Antúnez, desde donde, cortando el aire enrarecido, caminé hacia el poniente, enfrentándome al mar de gente que huía del centro. En Plaza Italia noté que la muchedumbre había mermado y me embriagó un silencio aterrador, alterado solo por el zumbido de irreconocibles ruidos lejanos. Corrí por el Parque Forestal a todo lo que daba, sorteando balas invisibles que venían del Palacio de Bellas Artes. Sudando copiosamente y temiendo recibir un impacto llegué a Monjitas, entré por Mosqueto y subí raudo la escalera hasta el quinto piso del departamento; ahí mi madre me abrazó, distendiendo el enrojecido rostro ante la satisfacción del nido completo.
Desde una pequeña pieza del departamento, junto a mi padre, vi a los aviones dejar caer bombas sobre La Moneda. Unas horas después me enteré que el Presidente había muerto y eso -habiendo sido yo uno de los que anhelaba el fin del régimen- me produjo un feroz sentimiento de agobio, tal vez porque intuí que la grieta que los acontecimientos habían forzado sería profunda y se instalarían a cada lado de ella fuerzas opositoras irreconciliables.
Desde entonces, cada mes de septiembre vemos como algunos insisten en perpetuar la grieta que en un momento aciago surgió del quiebre de la institucionalidad. Avivarla parece ser función de cada bando -que no claudican- empecinados en sostener la lucha que solo favorece a sus mezquinos y desvergonzados intereses. Impiden la cicatrización de la herida y la ciudadanía, adormecida por una resignación mansa, observa indolente el renacimiento de la estéril división.
Es nuevamente sábado y mi trote me devuelve al parque, que se abre luminoso. Mientras corro pienso en aquellas grietas que nos imponen la vida o la naturaleza y que enfrentamos a través del espíritu unitario y solidario; y en las otras, aquellas que germinan al interior de nuestra alma y maduran al calor de nuestros más innobles sentimientos. Mientras pienso en ello me agrede una imagen fustigadora:
Al frente de un Centro de Salud que estamos construyendo en Pudahuel -en una caseta fabricada con materiales sobrantes de mi propia obra– pasa sus días una joven que expelida de su hábitat -de igual forma en que las olas arrastran a la orilla los desperdicios marinos- ha llegado hasta ahí por la incapacidad de superar su adicción y por la insensibilidad de su entorno para acogerla en sus afectos y materias.
La conocía de oídas, pero en mi última visita, al abandonar la obra, la observé desde el auto en el íntimo rito de su aseo personal. Vistiendo un short ceñido que descubría sus piernas bronceadas y atléticas, tenía a su lado un balde desde el que, con una jarra, extraía agua que dejaba caer sobre sus pechos por el interior de una polera roja que completaba su indumentaria. Ante la indiferencia de una funcionaria que a su lado regaba el prado, cogió la jarra, se levantó por detrás el short y dejó caer bajo su espalda un flujo de agua hacia el interior de su cuerpo que comenzó a fregar con fiereza, evitando la exposición hacia una mirada intrusa.
Debió ser linda –balbucee conmovido-. Al avanzar con el auto distinguí la dignidad que el paso del día destruiría y que brotaba de sus ojos achinados, perdidos en el rostro deformado por los excesos de la noche. ¡Nacía de día y moría de noche! ¿Cuánto restaría para el inevitable triunfo de las sombras que conllevaría la destrucción de su cuerpo?
Mientras corro su imagen se antepone clausurando el escenario que trae sosiego a mi vida. Su silueta aparece en cada pliegue del cerro, sus rasgos se reflejan sobre las aguas del río, las nubes juegan a dibujar las formas de su rostro y el trino de las aves se apaga con su voz dulce y cantarina. Me aflige su abandono y su destino vuelca sobre mí un lóbrego desasosiego. Fuerzo el ritmo de mi trote, más no logro sacudirme de la angustia que me invade. Hosco y silencioso llego a casa exhausto.
La mayor de las grietas surge de nuestra indiferencia ante el padecimiento ajeno. ¡Promueve el antisistema! Y… alimentada por nuestra cobarde indolencia crece sin fin. Pertenece a nuestra condición humana y para vencerla debemos luchar contra nuestra esencia, ya que en su interior navega el germen que la origina y que permite que, cuando algo no nos afecta en forma directa, observemos sin rebelarnos a las injusticias que advertimos.