Oh I'm just counting

Impertinencias. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

De sobria belleza y dulce expresión, la recepcionista me dirigió hasta la imponente puerta de la oficina y se devolvió, dejándome en su interior con el gerente y una colaboradora. Con paso tímido pero resuelto, caminé por el enorme y amedrentador recinto y me acerqué a los colombianos.
 
Tendí la mano al hombre y besé la cálida mejilla que me ofreció la administradora del proyecto. Mi presencia obedecía a una cita a la que me convocaron para firmar el mayor contrato de construcción que nuestra empresa había celebrado a esa fecha, por lo que iba contento, optimista y algo nervioso.
 
Mientras corría - y la helada mañana me atenazaba el alma, que en cambio la luminosa armonía matinal distendía – estaba recordando esa anécdota acaecida hacía más de diez años - porque mantiene plena vigencia - cuando una ráfaga de viento acarreó hasta mí, el inconfundible aroma primaveral que anunciaba festivos y renovados aires, y yo… seguí recordando.
 
Locuaz, el gerente exageró la cordialidad del saludo, a diferencia de ella que lució una templada moderación, y fue entonces que, como queriendo fijar con claridad las normas que regularían el servicio que se nos contrataba - ante nuestro estupor que crecía con sus palabras - comenzó a emitir expresiones soeces, groseras y vulgares. Proveniente del ramo de la construcción, no le temo al garabato, pero detesto la vulgaridad, por lo que mi molestia se intensificó a medida que él continuaba hablando y se tornó en un insostenible agobio al percibir la estupefacción de ella, sumamente incómoda, y ver que se acentuaba con notoriedad.
 
¡Las reglas han de quedar claras desde el primer momento! - continuó agregando improperios que se me hicieron inaceptables. Intenté controlarme, pero una fuerza iracunda y corrosiva se acumuló en algún lugar de mi cuerpo y supe que ante la urgente necesidad de expulsarla perdería el contrato que había venido a firmar, pero, ni esa lógica pudo detenerme.  
 
-Señor - le dije, luchando por moderar el tono de mi voz - no es frecuente en nuestras relaciones comerciales el tono que utiliza y las ofensas que profiere en contra de la dignidad de una mujer, por lo que le anuncio que no firmaré el contrato, y me levanté para despedirme.
 
Como la mía fue una reacción espontánea, no pensé en otra consecuencia que la pérdida del contrato, por lo que me sorprendí de sus reacciones. Ella, me miró con la mirada que se le dedica a un ángel, es decir, con el reconocimiento liberador hacia quien acude a salvarla de la abusiva fuerza opresora. Azorado en extremo, él se puso instantáneamente de pie, balbuceando explicaciones en disculpa a su conducta. Reconoció su torpeza, y ante su insistencia para que firmara el contrato pude concluir que tenía severas instrucciones superiores de lograr mi firma, y que seguramente mi oferta era más conveniente. Recuperado el aplomo, ¡Firmé el contrato! No volví a verlo, pues unos días después regresó a Colombia, y con ella desarrollé durante la obra una relación de cálida amistad, que se diluyó hasta perderse con el implacable paso de los años.
 
Mientras percibo ahora que la naturaleza inicia su proceso de renovación, y yo, incapaz de renovar el vigor de mi cuerpo sostengo apenas el ritmo de mi trote, que inexorablemente el tiempo hará decaer, creo que lo vulgar - si no forma parte de una íntima complicidad – daña el espíritu, por lo que debe estar sujeto a censura, la que en tal caso debe aplicarse sin temores y aceptando las consecuencias que de aquello se deriven, ya que forma parte de un límite que nunca debe transgredirse.
 
Villegas, a quien saludé en una oportunidad - cuando visitó el teatro que yo tenía y en el que nunca censuré nada más que aquello que tuviera un carácter vulgar – se expresó entonces con una mirada huidiza, que recorría en forma evasiva los elementos distractores que surgían desde el pasillo en que sostuvimos nuestra breve conversación.
 
¡Podrá caer bien o mal! Sus posturas pueden ser compartidas o rechazadas, pero… ¿Quién puede dudar de sus méritos y capacidades para polemizar en televisión? Pero… ¡A no confundirse! Aquello, no lo faculta para dar rienda suelta a su diatriba vulgar, que se me ocurre nace en un estado de timidez que lleva a ciertas personas a ufanar en público sobre conductas íntimas que transmitan claras insinuaciones, con la secreta esperanza de dejar en manos de la otra parte la iniciativa de seducción, y no exponerse al rechazo ante una propuesta franca, ya que eso podría inducir un fracaso que para tal ego resulta insoportable.
 
La concurrencia de los rayos solares, hace resplandecer en las montañas, la nívea cresta de sus cumbres, mientras concluyo mi aceptación de que entre los hombres, temprano se derrite la pátina blanca de nieve que cubre protectora el alma, y por eso me resisto de aplicar tolerancia cero al juzgar ciertas conductas humanas, pero aun así, me cuesta entender la soberbia de que hace gala el comentarista para defenderse, aduciendo que ha incurrido - ni más ni menos - en la conducta típica de la mayor parte de los hombres. Tal argumento, resulta falaz, porque el apoyo de la mayoría no basta para justificar una conducta abusiva, y tan ignominioso como las mismas vejaciones de que se le acusa.
 
¿Puede ser aceptable que una compañera de trabajo evite compartir un ascensor con alguien? No pretendo ser moralista, pues - me imagino que como otros - vibro con la sutil inteligencia de una mujer y me estremezco cuando esa condición se acompaña por hermosura, pero el respeto por la dignidad de una mujer y mi propia percepción, me obliga a conocer los límites en que puedo dirigirme a ella sin motivar su molestia o incomodidad. Algunos hombres se acercan de manera inconveniente a una mujer en los atiborrados vagones del Metro, pero…el que lo hagan muchos: ¿Justifica tal acercamiento?  ¡Categóricamente, no!
A medida que continúo corriendo, un electrizante circuito se extiende por mi cuerpo al sentir que, aunque mis argumentos pueden ser equivocados, a mí me parecen correctos, y aquello renueva bríos que me inyectan vigor y que aceleran mi ritmo. El parque se llena de trinos, pululan las aves que saltan entre los arbustos o se desplazan a mi paso de un árbol a otro. Algunas descienden a beber al río y persisten en su rutina ancestral.
 
Algo que me sigue preocupando es la actitud que ante el hecho asumen personas que compartieron con él en Tolerancia 0, programa que alguna vez contó con mi simpatía, que gradualmente cedió, en forma directamente proporcional al sesgo surgido en alguno de sus periodistas. En defensa del acusado, uno de ellos señaló que sus comentarios le parecieron siempre inofensivos, porque al fin y al cabo, el hombre ladraba pero no mordía, como si ello no representara la vulneración de un derecho.
 
Sin embargo, apesadumbrado, al día siguiente expresó su arrepentimiento, pero… otorgo más credibilidad a su primera reacción, porque refleja mejor un estado emocional, que habita en la cultura machista imperante y que es lo que se debe erradicar. Otro periodista, consultado también, expresó que presenció comentarios subidos de tono de parte del escritor, pero nunca sintió que se cruzaran los límites, como si la recurrente impertinencia de un individuo investido de una importante cuota de poder, no bastase para ser una vejación hacia sus compañeras y colaboradoras.
 
Llego de mi trote y me sumerjo al interior de una cuba de agua caliente para recuperarme del frío, en un acto contrario a la recomendación deportiva que sería someter mis músculos a un baño de agua helada, pero, esto me provoca un intenso placer.
 
Unos años atrás, conversando sobre las sensaciones que nos deja un esfuerzo intenso y prolongado, un destacado futbolista chileno me señaló que: “Mientras el agua de la ducha corría por su cuerpo, alcanzaba una condición placentera, motivada por un estado de inusitada fragilidad que le generaba un indescriptible júbilo”, y… ¡A mí también me ocurre algo así!: Al internarme en la cuba, me pasa algo difícil de describir, pareciera que iniciara un viaje misterioso y fugaz que me deja expuesto al designio de una mano superior, como si el agua tuviera el cristiano sentido de la sanación…
 
En tal estado, alcanzo a cavilar una final conclusión. El límite de lo que no se puede transgredir en el trato de un hombre hacia una mujer, se define por la vulneración de la dignidad que nunca aceptaremos se imponga a las mujeres que amamos.