Oh I'm just counting

Letra C. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

Súbitamente, la invitación para trotar con un par de amigos endulza la agria mañana. Me cambio de prisa y en breve interrumpo el agitado día que se abatirá por un rato en un apacible remanso. Sacudo el agobio de las cuentas y me integro al diálogo que ambos sostienen.
 
-¿Qué es de Pedro, el contador? – pregunta uno al otro, cuando hemos dado apenas unos pasos, y me doy cuenta que la pregunta lo desconcierta.
-Le tienes mucho afecto – insiste, y ahora creo que lo importuna.
-Ya no está con nosotros… ¡lo despedí el mes pasado! – replica el otro apesadumbrado, y percibo que su respuesta posee el dolor incisivo que corroe a un jefe cuando debe desvincular a una persona por la que siente afecto, pero que carece de condiciones para el cargo.
 
-¡¿Cómo?! – insiste sorprendido, mientras esquivamos los puestos de la feria que se instala los viernes en la esquina en que cruzamos.
-La historia es larga – contesta amodorrado el otro, mientras yo corro en silencio, curioso por el desenlace del asunto.   
-Pero tenemos tiempo – persiste el majadero, y remata – recuerda que vamos a correr una hora.
Como van las cosas, me temo que el trote acabará pronto, pero el inquirido se resigna, aspira profundo, y aborda el relato.
 
-¡Está bien! – resopla y prosigue con lentitud, macerando las palabras.  Es verdad que Pedro ocupaba desde hacía mucho tiempo un alto cargo en la empresa, pero con el paso de los años, paulatinamente - al sentir que contaba con derechos adquiridos y tal vez, aquejado por la cruel modorra que en ciertas ocasiones juega con nosotros - perdió el rigor hacia la labor que desarrollaba, que fue asumida en mayor y menor grado por sus dos colaboradores, quienes, en el natural interés por aumentar su salario, agudizaron el conflicto extendiéndolo hasta el campo emocional. Exigían ambos, distintos incrementos de sus remuneraciones, pues, aunque uno, reconocía el mayor mérito del otro, los dos coincidían en oponerse al liderazgo de Pedro, sin que él hubiera detectado la pérdida de ascendencia en que había caído ante sus colaboradores.
 
Aquello gatilló - y tal vez mi responsabilidad fue no haber previsto tal escenario – una situación injusta y mi obligación de intervenir. Incrementé, en distintas proporciones el sueldo de ambos y despedí en buenos términos a Pedro, con el consiguiente dolor que tal proceso me ocasionó.
 
Nos mantenemos en silencio mientras cruzamos la calle para continuar el trote hacia el oriente por Pocuro. Uno, medita sobre su íntima declaración que parece haberlo liberado de un fastidioso fardo, y curiosamente, sus palabras inducen conjeturas muy distintas en quienes lo escuchamos.   
- ¡No lo puedo creer! – intercede el otro ante mi incredulidad. - ¿Lo echaste aun conociendo el estado de su mujer? – Y mi incredulidad aumenta, ahora accionada desde otro flanco.
 
Consciente de que el asunto escala peligrosamente, ataco al vehemente.
-¿Has contratado a alguien alguna vez en tu vida? ¿Conoces el sentido del fracaso que se padece al tener que despedir a una persona honesta, a la que aprecias, y que por diversas razones - a veces atingentes a ella, y otras, al simple motivo de no ser capaz de pagar la remuneración comprometida - debe continuar su vida laboral en otra compañía?
 
El empresario sonríe complaciente y el otro masculla su respuesta.
-Tienes razón, es cierto que en mi actividad nunca he contratado a nadie, y que es una función que detesto, pero eso no otorga el derecho de vulnerar ciertos principios básicos como el de despedir a un tipo cuya mujer ha sufrido un accidente que la tiene postrada y en estado vegetal.
 
- Es curioso – responde el aludido– como algunas personas se dejan llevar por sus emociones, aun desconociendo el ámbito en que intervienen. El accidente al que aludes ocurrió hace varios meses y, aunque lamentable desde todo punto de vista, no incidió en el comportamiento de Pedro, el que había decaído hacía ya largo rato. Lo que él ha sufrido, es y ha sido motivo de preocupación mía, pero no puede arrastrar iniquidades, ya que, para operar en armonía, la empresa exige la presencia de un jefe capaz de regular las faltas de ecuanimidad que puedan surgir en su interior.
 
Por último, tu exigencia de mantener a Pedro excede los méritos de nuestra compañía y limita los de él, que al iniciarse en otra empresa enfatizará las virtudes que le conocimos y recuperará la dignidad en su trabajo. 
- Pero… - cediendo ante la fuerza de los argumentos – ¿No es conveniente aplicar cierta generosidad en tales casos?
 
- ¡Por supuesto! – replica el hombre de empresas - ¿Qué te hace pensar que no lo he asistido en su aflicción? Lo que no puedo es reprimir ni frustrar el ímpetu avasallador de sus colaboradores que al fin de cuentas son los que poseen la fuerza que nutre a una empresa.
 
Continuamos corriendo en silencio, ahora por la Avenida Tobalaba hacia el norte, ha decaído la intensidad del tráfico y de las casan brotan aromas apetitosos de almuerzo. Una chica adolescente cautiva con celo entre sus brazos un hermoso cachorro, y solo a unos pasos, un famélico perro hurga en un tacho de basura su alimento entre los desperdicios.
 
Después de un rato de silenciosa meditación, el empresario irrumpe.
-El aspecto social debe ser una motivación constante en la agenda de la empresa, y el remedio de la equidad siempre pasa por la armonía y unidad entre trabajadores y empresarios, sin olvidar que éste, es uno más de quienes trabajan en la empresa, solo que en su caso apuesta con su patrimonio al éxito de la compañía, algo que no siempre prospera porque muchas empresas mueren antes de cumplir cinco años.
 
-Me apenarás si sigues hablando – responde con risueña ironía el aludido y el otro le aplica el golpe final
-Es importante contar con regulaciones claras y acotar de alguna forma el crecimiento de las empresas para humanizar las relaciones al interior de ellas, y a ti lo único que debe apenarte es tu propia ignorancia, que debes superar para no emitir juicios injustos.
- Mi modesta experiencia – intervine antes de que se interrumpiera el pesado silencio reinante – es que en este caso el liderazgo fue perdido por responsabilidad del propio Pedro, que no supo mantener en el tiempo las condiciones que la función exigía y que yo establezco con la regla de las cuatro C, y que se refieren a la posesión de ciertas virtudes que empiezan con esa letra:
 
Capacidad, para abordar una función en la que se debe contar con el conocimiento requerido y se esté dispuesto a actualizar para no caer en obsolescencia y además, responder con suma honestidad a la pregunta sobre si se tiene el interés real para asumir el desafío que la labor demanda.
Criterio, para enjuiciar a una persona con la totalidad de los antecedentes que permitan hacerlo en forma ecuánime – y dirigiéndome a quien promovió el tema – que concluyo, por lo expuesto en este diálogo, es algo que te ha faltado.
 
Carácter – continúo acabronado - sin permitirle responder - dirigiéndome ahora hacia el otro lado – que es imprescindible para evitar el abuso en un grupo, y que a ti a veces te sobra, lo que puede ser contraproducente al motivar – más aún en temperamentos sensibles – desavenencias irreconciliables.
 
Y por último, Compromiso, algo que deliberadamente he dejado para el final porque es la fuerza capaz de alentar cualquier desafío. ¡Nada se logra sin la convicción del compromiso para llevarlo a cabo! Ayer – junto a mi mujer – veíamos un programa que conmemoraba – el 25 de agosto – los 100 años del nacimiento de Leonard Bernstein. Mi mujer impresionada, comentó: ¡Trabajaba sin descanso!  Claro – respondo, lo hacía con la desesperación del que lucha contra el tiempo que se extingue imperturbable.
 
Tuerzo por Francisco de Aguirre hacia mi oficina, me separo de ambos, que se alejan murmurando por Pocuro hacia el poniente. Medito en los últimos pasos de mi trote, sobre el compromiso y vuelvo pensando que el mayor compromiso de un hombre será siempre con sus hijos y con la mujer que se los ha otorgado, porque no existe para el ser humano un mayor legado que aquel.