Como tantas veces, y en tantos otros lugares, seducidos por la grata noche, nos dejamos atrapar por el misterioso secreto de sus calles, y caminamos…, asidos de la mano, como si de esa forma, nos mantuviéramos suspendidos, levitando sobre los antiguos adoquines de piedra, gastados por el contacto de infinitos pasos ansiosos por encontrar una respuesta…
Acompañado por mi mujer, estaba aquí para correr media maratón por la ciudad que habíamos visitado una vez - muchos años antes - y a la que ahora, el recuerdo nostálgico de su belleza, nos traía de vuelta. Caminábamos desde hacía un largo rato, desde que un taxi nos había dejado en las murallas del Castillo de San Jorge, alguna vez el corazón de la ciudad, y desde cuyas colinas quienes detentaban el poder, obtenían la seguridad para prevenir arteros y frecuentes ataques foráneos. Desde ahí la ciudad creció, extendiéndose hasta las orillas del río Tajo.
Es viernes, y en la carrera del domingo atravesaremos el legendario río por el puente 25 de Abril, por lo que debo cuidar mis pasos. Cada paso en exceso de hoy, repercutirá negativamente en mi desempeño del domingo, pero…, la verdad es que al internarme de su mano por las ancestrales calles, dejo de preocuparme por el tiempo que haré.
¿Cuántas veces más nos ofrecerá la vida la oportunidad de caminar de la mano por estas callejas estrechas que han visto nacer y morir la vida desde tiempos inmemoriales?
¿Cuán distantes viajarán en un puñado de años más nuestras manos, hoy tan férreamente unidas? Me afanaré por disfrutar la carrera y procuraré grabar en mi memoria todos los detalles de la hermosa ciudad, pero… no me privaré de caminar esta noche, ni en ninguna de las próximas.
Acudimos hoy en la mañana, en busca del kit de competencia hasta el barrio en que se ubica el Parque de las Naciones. Ahora, desde el Castillo, descendemos caracoleando por entre las enigmáticas callejuelas, sorteando los desniveles que las gradas de piedra - al asentarse, buscando su acomodo en el suelo limoso - han producido con el paso del tiempo.
Al bajar, nuestros pasos nos obligan a pasar de oscuras y estrechas callejas a otras más amplias e iluminadas. Las calles que se abren luminosas y se cierran oscuras, ofrecen la misma melancolía de un bandoneón que al abrirse y cerrarse nos entrega sus notas añejas de amaneceres y ocasos, son las mismas en que los romanos rindieron culto a la diosa Cibeles, y las mismas en donde siglos más tarde, los árabes desplegaron su cultura, extendiendo en las fachadas de las construcciones, fantásticos zócalos de azulejos.
Seguimos bajando, nos perdemos en pasajes que no tienen salida y que nos obligan a devolvernos, subiendo de vuelta las escaleras para buscar otra opción. Reímos…
La posterior conquista de los cristianos, respetó buena parte de los edificios existentes, los que permanecen hasta hoy, por lo que es posible observar los distintos estilos que impusieron las culturas dominantes, dejando cada una su legado como vestigio de su paso por la ciudad.
Hubiera preferido llegar mejor preparado a la carrera, pero no he logrado acomodar mi cuerpo al peso que más le conviene, por lo que correré pesado, y además, he cogido un resfriado que ciertamente, tampoco me ayudará. Antes de partir, me resigno a que tendré un desempeño magro, y lo acepto, porque en definitiva, mi objetivo, a mis 63 años, radica en mantenerme activo para correr todo lo que se me antoje, sacrificando a cambios, los tiempos. Eso es algo que no todos entienden - menos mi entrenadora - pero que a mi edad, tengo muy claro que de otra forma, la anticipación de lesiones me impedirá seguir disfrutando del placer que la actividad me ofrece.
Al retirar el número esta mañana, he advertido que después de dejar el puente 25 de Abril, más o menos en el kilómetro cuatro, seguiremos corriendo por la ribera del río Tajo hacia su desembocadura en el Océano Atlántico. Nos encontraremos, un poco después de dejar el puente, con el imponente Monasterio de los Jerónimos, construido por la orden hace más de 500 años. He averiguado además, que el día de la competencia se presentará primaveral y con una agradable temperatura.
Terminamos de bajar de la colina del Castillo, y luego de caminar un rato, por la peatonal Calle Augusta, llegamos a la Plaza del Comercio, en la que los inmigrantes se establecieron en sus inicios. Continuamos caminando, tenemos hambre, y aunque no hacemos comentarios, nos negamos a cenar en uno de los tantos locales turísticos de esta zona. Optamos por el Barrio Alto, y hacia allá nos dirigimos, por lo que deberemos subir y bajar las innumerables colinas que ofrecen encanto al caminante, pero que no me ayudarán a obtener un mejor resultado el domingo.
Aunque nos negamos a confesarlo, cuando estuvimos aquí hace ya muchos años - en una de las tantas tabernas - disfrutamos de una placentera cena que permanece grabada en nuestra memoria, y que en nuestro fuero íntimo anhelamos repetir. Llevamos mucho rato caminando, la fatiga se impone sin que demos con un local adecuado, por lo que entramos por la última calle para buscar un taxi y marcharnos, cuando detectamos, antes de la próxima esquina, unas luces que emergen y que tienen algo especial, indefinible, extrañamente insondable, y que ante nosotros, las distingue del resto. Nos atraen misteriosamente. Caminamos en esa dirección y entramos. El ambiente nos empuja hacia el interior. Nos acomodamos y permanecemos en silencio, extasiados, contemplando los detalles del local, analizando las propuestas del mozo y escuchando el melancólico fado que brota de la voz de la cantante.
El silencio se interrumpe, se extiendo en nuestra mesa un hálito de complicidad. Sí, nos asiste la convicción de que es el mismo lugar en el que estuvimos la vez anterior. ¡Repetiremos la cena!
¿Qué fuerza misteriosa ha guiado nuestros pasos hasta el mismo lugar en el que queríamos estar?
¿Será esa fuerza capaz de reunirnos otra vez, cuando la materia se halla disipado, en un puñado de años más…?