Oh I'm just counting

Luces y sombras. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

Día domingo, mañana fría y la ciudad duerme. Abrigado, mientras corro, observo los cerros que rodean el valle y el sol que se desliza por sus laderas, dando paso a esos misteriosos retazos de luz y sombra que se agitan con la mañana. Es el mismo y perenne juego de luces y sombras que persigue la vida de un hombre.
 
Pasan tres corredores jóvenes, me saludan, cruzamos unas palabras y siguen, como si huyeran, para siempre. Me detengo para guardar una foto del cerro parcialmente iluminado, que contrasta con el prístino cielo azul y el prado de reseco verde. Persisten en el aire, las quimeras y anhelos de los tres corredores que se pierden en el recodo, y que alguna vez pasaron, y quizás, me hablaron.
 
Habitualmente, el domingo troto con un grupo en el que participan algunos políticos activos. Hoy, celebraremos en mi casa el cumpleaños de alguien del grupo, y me visitarán dentro de un rato. Es la razón por la que he salido a trotar más temprano. Es bueno trotar solo, se elige el rumbo, optando al azar en cada esquina por un camino, como en una vida soñada: levantarse y enfrentar la calle sin saber hacia dónde te guiarán tus pasos. Llego en mi trote hasta una pendiente fuerte, jadeo, pero continúo hacia la cima, solo a contemplar por un instante el valle aun dormido. 
 
Admiro a mis amigos políticos, que teniendo opciones, se esmeran en una constante lucha por mejorar el país, y se enredan en una infructuosa lucha por proponer una buena imagen, a una ciudadanía hostil. Escuché hace uno días, blasfemar a un taxista contra toda la clase política y alegar contra los abusos extendidos hacia los más débiles. Reclamaba sobre la vergonzosa forma en que asignaban cupos en un colegio infantil. Ante mi oído atento, continuó, burlándose del inoperante sistema de salud que no garantiza cobertura a todos los ciudadanos. Ignorándome, se preguntaba, ¿Aceptaría un padre de familia que solo uno de sus hijos gozara de un oportuno acceso a la salud? ¿No es obligación de un estado garantizar igualdad en salud a todos sus ciudadanos? Dejo el taxi, y continuamos cada uno con su vida, pero coincido con él en que ciertas prioridades deben establecerse desde una perspectiva cristiana. 
 
Mientras me esfuerzo por llegar a la cúspide, voy pensando en políticos de indiscutida grandeza y sobrados méritos, que aparecen hoy, injustamente evaluados. ¿Será prudente degradar a toda la clase política? ¿Serán los políticos personas que sienten un ineludible llamado por servir al resto? O ¿Serán simples vendedores de ilusiones que embaucan a la ciudadanía? ¡Habrá de todo! masculla misterioso, alguien dentro de mí.
 
Alcanzo la cumbre, mi mirada sin embargo, no va muy lejos, una densa masa oscura se cierne agorera sobre la ciudad. Detesto el invierno, de hermosura efímera y solo después de la lluvia, cuando la montaña se yergue blanca, inmaculada y gallarda.
 
¡Con tanto problema en la ciudad deshumanizada! ¿Por qué querer gobernar? Es grandioso que algunos, con méritos, deseen  dirigir el país. De nuevo, ataca la impertinente voz interna: ¡Solo es fiebre de poder!  
 
Desciendo entre hermosas casas rodeadas de altos árboles. Desde sus chimeneas brotan columnas de humo, que ensucian la ciudad que dormita sobre el valle, encajonada entre cerros, mientras pienso en encrucijadas terribles que han cruzado la vida de importantes hombres…
 
Temprano, detecté la habilidad de ciertas personas por soslayar responder ante materias éticas complejas, sin eximirse después de criticar la resolución adoptada. Ante una aterradora duda, me preguntaba hace unos años - en un trote por estos mismos lugares - sobre la legitimidad de un hombre por dejar caer una bomba atómica en una ciudad indefensa con la justificación de poner fin a una guerra. Justo entonces, leí una invitación para concurrir a dos maratones en Japón. Me decidí de inmediato, pues, aunque creí tener una opinión, mi visita, la ratificaría o revertiría. El viaje - a correr sendas maratones en Tokio y Kioto - me permitiría develar el misterio que un día desveló al desafortunado Presidente Truman.
El cielo había bajado hasta casi tocar las copas de los árboles y una fina y persistente lluvia regaba las colinas de Nagasaki. Desde la ventanilla del tren, en que viajábamos, apreciamos que nuestro arribo a la ciudad se producía en un día que evocaba un devastador sentimiento de tristeza, si hubiéramos podido hurgar entre el nuboso cielo negro, seguramente, habríamos descubierto a Dios llorando. 
 
Primero fue una brillante luz, como el destello amplificado infinitas veces del reflejo del luminoso sol de ese día. Luego pareció una apocalíptica bola de fuego que competía en energía con el sol, y más tarde, cayó una intensa lluvia de cenizas, cubriendo y quemando todo a su paso. Nuestra inteligencia, única en el reino animal, permitió la creación de un elemento capaz de ejercer semejante daño a individuos de la misma especie.
 
El horroroso cuadro de padres tratando inútilmente de apagar la sed de hijos quemados por su interior, que morirían debatiéndose antes, entre espantosos estertores de dolor. Hijos incinerando los restos de los padres con los que esa mañana habían desayunado. Hijos buscando a sus padres y padres que buscaban desolados a hijos que nunca aparecieron porque sus cuerpos se disiparon con la fuerza del impacto.
 
Al interior del Museo de Historia y Cultura, un anciano japonés se acerca a mí, intuye que busco respuestas. No es común ser abordado por un japonés, necesita transmitirme algo, lo acojo, y en entrecortado diálogo, apoyado en un inconfundible lenguaje de dolor, me cuenta su experiencia del bombardeo. Tenía entonces ocho años… inicia, y me doy cuenta que en el registro de su memoria permanece intacto el horror de las imágenes. Una vez expuestas las secuelas físicas que el episodio le impuso, abre las compuertas inaccesibles de su sensibilidad, y el relato de su testimonio fluye conmovedor.
 
Su recuerdo y el contacto estrecho de sus manos, que tengo entre las mías,  me conecta con el instante fatídico, y alivia mi alma del horroroso agravio que una parte de la humanidad le infligió a otra desproporcionadamente desvalida, y que frente a mí queda representada por este anciano, al que solo la interminable y repetida narración de su vivencia, le permite continuar purgando el inacabado dolor de aquel día.
 
Surge la noche, intento dormir, logro un sueño fragmentado, acosado por fantasmas. Igual que la ciudad en el día aquel, mi pasión se ha reducido a cenizas. Renace el día con la luz del amanecer y la tibieza de su abrazo remueve los rescoldos y enciende las cenizas que aun se agitan vivas. Me refugio en ella y llorando, me hundo en su cuerpo para amarla, con la pasión desesperada de un animal herido de muerte.
 
Dentro de poco, largará la maratón. Desde el salón del desayuno, observo la fuerza del viento que arremete con violencia contra los arbustos, que se retuercen furiosos, en una escena angustiosa que se opone a la íntima placidez del ambiente que me rodea, en el que no detecto el ruido del festival exterior, que acude a mi vista como una película muda, insonora.
 
Corriendo maratones en Japón y ahora, mi mente se confunde, nunca ordenaría el lanzamiento de una bomba atómica, pero eso no me hace mejor, porque mi intelecto carece de la respuesta capaz de determinar la legitimidad de aquello, en tales circunstancias, por lo que en definitiva, no sé si mi actitud es producto de un acto cobarde, o habita en ella el coraje. Extrañamente, la voz interior se ha quedado en silencio.  
 
Como el torero, que en su vida deambula entre luces y sombras, en nuestros actos emitimos luces y sombras, y en resoluciones mayores, las luces brillarán con más fuerza, y las sombras serán más oscuras.
 
Igual que en Japón crucé la meta tiritando de frío y agobiado por la fatiga y el hambre, cruzo hoy la puerta de mi casa. Sujeto el llanto que amenaza por irrumpir, y me pregunto por el sentido de la bomba y de mi trote. Sin respuesta, me debato en una extraña mezcla de desolación y triunfo.