Oh I'm just counting

Lucho Gatica. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

¡Veleidosa primavera! Nubarrones oscuros se instalan amenazantes sobre las montañas del oriente. -Anda de prisa- aconseja mi mujer mientras termino de vestirme – que no te sorprenda la lluvia, que ella detesta, y que a mí, cuando se prolonga por persistentes períodos me agobia también, pero además me reconforta como bálsamo sanador que se recoge en la grata temperatura de la estación. Lava las culpas, limpia los pecados y pacifica el alma. Salgo y al cruzar el portón un viento arremolinado me ataca agresivo. ¡Veleidosa primavera!
 
Ha partido Lucho Gatica, informa el comunicado periodístico, eludiendo el verbo morir que nuestra cultura occidental evita, por el incómodo temor a lo desconocido y a la incerteza que encierra. ¡Extendemos el impudor hasta el lenguaje! Cierto es que cuando un hombre muere, algo de la humanidad muere con él, y ésta nunca vuelve a ser la misma. La muerte constituye un enigma que la ciencia no ha podido develar, ni la religión demostrar, por lo que no sabemos lo que ocurre con alguien a partir de ese momento. En este caso, sin embargo, sospecho que el aludido traspasó una puerta que lo hará trascender.
 
Su prodigiosa interpretación de canciones que no componía y susurraba con voz melódica deslizada con insuperada seducción, se seguirá oyendo con insistencia por largo rato en las emisoras. Paulatinamente se atenuará, pero persistirá la impronta que lo eternizó ¡Imperecedera búsqueda del artista! Y… ¿Quién sabe por cuantos años más el público se interesará por él y por sus canciones? Aun después de su muerte hay incertidumbre sobre su éxito y su fama: ¿Continuará descendiendo en el tiempo con el decaimiento que venía? O misteriosamente: ¿Florecerá rejuvenecida, como ha ocurrido en tantos otros casos?  
 
¡Veleidosa primavera! Me sorprende un precoz y luminoso relámpago, que en la tarde aun clara, inicia una desvergonzada fuga hacia las montañas. ¡Tiembla la tierra con el estruendo del trueno! Solapado, irrumpe hasta hacer llorar al perro que sin captar lo que ocurre, mira al río - crecido y oscuro por el sedimento de los limos que afloran a enturbiarlo – con la misma humildad y desconcierto con que el hombre se para ante la muerte. ¡Veleidosa primavera!
Como ocurre con algunos libros, en que el lector alcanza una condición de amistad con el autor o de complicidad con el protagonista, también se llega a esa cercanía con ciertas canciones, porque su audición agita la flama melancólica que reposa en el alma y que resucita para devolvernos el placer del recuerdo amado.
 
A veces, en busca de un inexplicable contacto, he precisado ese vínculo. Sin que fuera para mí, un intérprete predilecto - con la magia que poseen las palabras - la irrupción de su nombre me devuelve de inmediato a un instante atrapado en mi memoria desde la infancia: Noche de invierno sureño, la lluvia golpea con furia desatada los cristales de la ventana que mira hacia el mar encabritado, más allá de la tétrica y oscura caverna en que se ha convertido la noche. Refugiado en el living, mi padre permanece inmóvil, instalado ante la chimenea en la que se consumen con lentitud gruesos troncos de ulmo, que entibian la casa, que cruje ante las arremetidas del viento, como se estremece un vapor surcando el Golfo de Penas, ante las embestidas del mar. Lo que controla la ansiedad de mi padre ante el rugido amedrentador del viento - junto con el encantamiento de las llamas que en frenéticas contorsiones se pierden a través de la garganta de piedra – son los armoniosos sones de una canción que humedece sus ojos.
 
En aquella ocasión, yo no atendí a la letra, y solo me preocupó que una noche como aquella sorprendiera a una barca en aquel mar tenebroso. La escuché muchas veces, siempre intentando recuperar la melancolía que con el tiempo naufragaba en mi memoria, y en una oportunidad, descubrí fortuitamente – tal vez porque puse atención - el valor de su contenido, que me deslumbró, pues describe el verdadero sentido del amor: ¡La distancia no es olvido! Viajo cautivo y soy esclavo de tus caprichos. ¡Ahuyentas mis dolores! Hoy me amargo porque ansías otros mares de locura. ¡Ve! ¡Anda!  Y a la hora del crepúsculo ¡Cansada de vagar! Piensa… ¡Que yo esperaré por ti, hasta que decidas regresar!
 
¿No es acaso aquel grado de generosidad, el que involucra el amor? ¿Existe en la vida un sentido superior a esa expresión de entrega? En esta ocasión el bolero - con la contundente simpleza de su letra - entrega una lección completa, porque jamás podrá descubrirse algo que supere en felicidad y regocijo, a la íntima comunión entre dos seres humanos.
 
¡Veleidosa primavera! Primero se insinúa un par de gruesos goterones que - con inhabitual e inusitada fuerza – se transforman de prisa en una intensa lluvia, el cielo cubierto de oscuras nubes vierte su contenido en las calles mojadas, que reflejan como hebras incandescentes las luces de los autos que se desplazan sorprendidos, y de cada árbol del parque continúa bajando hasta mí una apacible y silenciosa paz, se enmudece el canto de las aves, y se ocultan los zorzales y las tórtolas ¡Veleidosa primavera!
 
Me visita un amigo, y como suelen hacerlo las personas cuando fallece alguien famoso, nos referimos a su vida, y percibo que mi amigo - mayor que yo - a través de la conversación ve recorriendo en las canciones que estoy escuchando, pasajes de la vida de ambos, y Lucho Gatica se incorpora a la conversación que pasa a ser de los tres.   
 
Temprano – dice mi amigo - cuando se insinuaba el prodigio de su voz y en una época en que solo algunos osaban hacerlo, prefirió la ventura a la calidez del hogar, e inició un camino errante hacia un mundo desconocido y lejano, en el que subsistiera flotando la magia de lo incierto y donde la vida pudiera sorprenderlo cada día, siempre distinto uno del otro ¡Desasirse de la rutina atosigante! ¡Sacudirse de la vida predecible!  Y… - Agrego yo - temprano también se inició la pérdida de su voz, y aquello debió deprimirlo, porque, aunque puedo escuchar cada una de sus interpretaciones con mejor resolución a la de las mismas canciones que mi padre oía en viejos discos de vinilo, se perdió su vínculo con el público, algo siempre triste y doloroso para el artista.
 
– No era muy querido en Chile – dice mi amigo – mientras se escucha la canción “Contigo aprendí” de Manzanero, que a mí me remece con atisbos de dulce nostalgia por un delicioso tiempo ido que jamás regresará.  – Tal vez porque nunca regresó – insiste mi amigo – y yo continúo flotando en la década del 60, sorprendido de que todo hoy sea tan diferente. - Pero nunca se nacionalizó, aunque dicen que algunos creían que era mexicano – sigue mi amigo. - ¡¿Y a quién le importa que fuera chileno o mexicano?! – replico molesto, cansado de sus interrupciones. – Supongo que a nadie - responde – y añade con un dejo en el que leo algo de resignación - Vivió 90 años, edad bastante razonable - y lo advierto apesadumbrado.
 
Noto que ha perdido agilidad y que solía desplazarse con mayor facilidad y que la solución de los problemas que su mente superaba sin dificultad ahora parece agobiarle, y cada contrariedad se empina hasta la altura de una montaña cada vez más ardua de sortear, pero no ha perdido la sensibilidad perceptiva y mantiene intacta su perspicacia, algo muy ingrato en la vejez, pues nos permite advertir que los demás descubren nuestro decaimiento. Detecto entonces que él está pensando de mí lo mismo que yo estoy pensando de él, es decir, ambos hemos percibido los síntomas del deterioro en el otro, y como mantenemos intacto - al menos eso creemos – algo importante de nuestro intelecto, debemos concluir que la decrepitud en el otro es la misma nuestra. ¡A esto nos ha llevado la audición de las canciones de Gatica! Parece ser lo que intuimos, cuando el diálogo oral ha dejado de importar, nos miramos sonriendo con indulgencia y ambos sabemos que la conversación ha terminado, cavilaremos ahora en forma individual, por separado. Al retirarse, me hace una solicitud.


-¿Me dejarías llevar el disco de Gatica?

- Es el único que tengo – contesto compungido ante el peligro de perderlo.
- Quiero oírlo con mi mujer que ha estado medio enferma – Me extorsiona.
-Te lo devolveré – insiste ante mi demora – aunque sabemos que miente.
 
- Sí, llévalo – respondo después de pensarlo y apelo a un último recurso – porque recurrir mucho a esta música termina deprimiendo, y a ésta edad no es bueno abusar de la melancolía. Veo que mis palabras y el desenlace de nuestra anterior conversación le hacen dudar, mientras en la portada del disco que media entre nosotros, Gatica, con una sonrisa desde la eternidad, se burla de la situación que enfrentamos.