Oh I'm just counting

Luna: Por Jorge Orellana L., escritor

Me visita el extraño sueño de un hombre, que teniéndolo todo, motivado por su desmesurada ambición, y tal vez para combatir en parte el pavoroso tedio que lo aquejaba, decidió ascender la montaña más alta de la región, solo porque en su fuero íntimo aspiraba poseer la vista de Dios. ¡Ver lo que Él veía! para intentar tal vez ¡Sentir lo que Él sentía! Y de esa forma intentar competirle. ¡Vano afán! Sin embargo, nada detuvo su avidez por lograrlo; ni el consejo de su mujer, que temió no volver a verlo; ni los racionales argumentos de sus hijos, que esperaban aún, aprender mucho de él; ni el riesgo de perder la vida en el reto temerario que emprendería, como había ocurrido con otros expedicionarios. ¡Nada lo detuvo! Y… ¡Nadie logró persuadirlo!
 
Con parte de la fortuna que había acumulado durante provechosos años de trabajo, contrató un grupo de ayudantes y asistentes que lo apoyarían en su aventura. Por diferentes motivos, el día de la partida, la gente se agolpó en la plaza del pueblo para despedirlo; los más, para desearle éxito en la intrépida aventura; los menos, esperando verlo fracasar, pero coincidían todos en la curiosidad que despertaba su gesta, superior al amor o al odio que los movió, al considerar que el hombre tenía todo aquello que la mayoría de ellos codiciaba alcanzar como irrefutable logro de la felicidad.
 
Durante la lenta travesía sortearon muchas dificultades; la nieve que a poco andar cubrió el camino dificultó su avance; el implacable viento filoso que desgajó sus rostros; el enrarecido aire de la altura que embotó sus ideas; la lluvia que traspasaba sus ropas corriendo con libertad por sus cuerpos sudados de fatiga; pero, por sobre todo, el persistente repaso del confortable mundo pasado conspiraba sin misericordia contra su lucha, lacerante, como daga arañando su corazón…, pero entonces, como siempre que el hombre se enfrenta a espantosas privaciones, su determinación vino a salvarlo, y luego de superar múltiples infortunios, en la vigésima noche alcanzaron la cima, cuando caía el ocaso y se gestaba en el cielo la amenaza de una poderosa tormenta.
 
-¡Aquí era dónde soñaba estar! – Alardeó el arrogante ante sus servidores, pero aterrados ante la presencia imponente de la naturaleza, quienes habían sobrevivido hasta allí, se devolvieron de inmediato, y solitario, el hombre se instaló en la cúspide, y se preparó, al borde del abismo, para cumplir su anhelo, pero descubrió que la cerrada oscuridad cubría la comarca y hubo de conformarse con la mezquina contemplación de las tenebrosas sombras de la noche. Sobrevino entonces un viento artero, que sopló altivo y sorpresivo, empujándolo al vacío. Aterrado, se encontró bajando en caída libre y en sus lamentos se arrepintió de haber despertado la ira de Dios, y clamó por su clemencia, y Dios lo atendió, y con atronadora voz que nació en la montaña, le perdonó la vida; con la condición – exigió, de que seas capaz de contener tu altivez, y antes de que llegara abajo, amortiguó su caída, haciendo que se posara delicadamente en el suelo en el momento en que en el horizonte, las formas de la tierra teñidas de azul índigo, anunciaban el amanecer.
 
Reflexionaba sobre su experiencia cuando vio que se le acercaba una turba emancipada. Temió por su vida, y se tranquilizó al advertir que pasaban a su lado, pero el pánico se apoderó nuevamente de él al observar sus miradas extraviadas, desesperanzadas, viajando sin destino ni rumbo fijo, arrastrando en las cuencas de sus ojos cavernas huecas, lúgubres y opacas, vacías de luz, como zombies huyendo de la peste.    

Desperté atribulado, sudando copiosamente. Vi que el reloj daba las 2:30 de la madrugada. Había descansado cuatro horas y el sueño me había dejado tembloroso, pasaría un largo rato antes de que volviera a dormir, disponía de cuatro horas más, pero mi cuerpo continuaría agitado, perturbando a mi mujer que dormía en serena y dulce paz, por lo que me escabullí sigiloso hasta la habitación contigua.

El cuarto, atiborrado de estantes con libros tiene dos ventanales que dan al jardín y está infiltrado con el mágico secreto que abunda en los libros, por lo que de inmediato, mi agitación se apaciguó, alcanzando un delicioso páramo de placer, al que se incorporaron numerosos escritores que acudieron a revertir mi congoja y a pacificar mi espíritu.

Rodeado de la sabiduría y el conocimiento que flotaba en la sala, cavilé con libertad y los astros de la noche me apabullaron con el dulce sopor de mi fragilidad ante la inconmensurable bóveda celeste, y me interné, sin límites en el campo amargo de mis reflexiones: ¡Como mejoró mi conocimiento del alma humana en el último tiempo! En mi vida – calculé, había construido hartos edificios y viviendas para mucha gente – pero había perdido la curiosidad por seguir haciéndolo; había corrido con mucha gente, en muchas maratones, pero había perdido la curiosidad por seguir haciéndolo; Había viajado a muchas ciudades, y visitado maravillosos lugares, pero había perdido la curiosidad por seguir haciéndolo.

Nunca, me aburrí sin embargo, de incursionar al interior del corazón humano, el ajeno y el propio. ¡Aquello nunca acababa de sorprenderme!

¡Despertar! A los seis años enfrenté mi despertar…, El luminoso día fue ensombrecido con oscuras nubes sureñas, y reinó un sobrecogedor silencio que grabó un mensaje premonitorio de inconfundible agonía. La incertidumbre se apoderó de los hombres y el temor se asentó en las mujeres. Los árboles emitieron susurros inentendibles que se convertirían luego en pavorosos gemidos de muerte. Con un ruido sordo, la tierra se abrió en un dantesco suceso que se repetiría en varias ocasiones, el suelo dejó de ser estable y obligados por una fuerza que nos zamarreó como muñecos, fuimos llevados a una danza indigna y espeluznante. Temí que si caía al fondo de la grieta, el demonio me atraparía, y sentí que Dios nos había olvidado. De súbito, el movimiento cesó, como si “algo” que no puedo definir, apiadado o avergonzado de nuestro temor, hubiera cedido en su afán de amedrentarnos. ¡Supe así de mi feble condición!

¡La vida es riesgo! Y los seres que - con rostros desencajados - huyen de la peste al final de mi sueño enfatizan en la nimiedad del hombre y en nuestra incapacidad por controlar aquellos aspectos que hacen de la vida un permanente estado de riesgo. ¿Acompaña a la enfermedad un mensaje soterrado pero ineludible de atender? ¿Lucen ante el mal, los hombres, más motivos para la admiración que para el desprecio?

Implacable, ante la imposibilidad de impedir que se extienda, el mal se propagará hasta condolerse - por ternura o vergüenza - de las miserias de los hombres; habrá consecuencias económicas y la incerteza en las bolsas hará perder fortunas; el dinero acumulado se esfumará en la lucha por combatir la aflicción; las empresas despedirán gente; ¡habrá pobreza! ¿No obligan estos acontecimientos a pensar en el sentido de la vida?

De la misma forma en que buscamos un mensaje en el rumor de las aguas, en el silbido del ave, en el susurro de un árbol, o en el murmullo del viento, tal vez el mérito de la plaga sea el de recordarnos que la felicidad habita en nuestras raíces, en lo cotidiano, en lo simple, en lo trivial, en la insipidez, en aquello a lo que nos aferraremos durante el claustro de la enfermedad. Conmovido - a través del cristal – desde el lecho en que yazgo acurrucado y sumido en el placer de la apacible noche me regocijo con la luna que se posa entre las ramas del árbol y que ha venido a dejarme - en boca de un Ruiseñor - el mensaje de estos versos

                               Suave es la noche

                               Y por azar la Luna Reina se haya en su trono

                               Rodeada de sus hadas rutilantes.