Detesto la soledad, suele resultarme devastadora, sin embargo en ciertas ocasiones me obliga a hurgar al interior de mi alma para reconciliarme con materias que reposan ahí pendientes y que en el avatar de la vida solemos postergar.
Maratón y personajes. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista
A riesgo de parecer huraño, busco el trote solitario, porque me permite alcanzar aquel estado.
Solitario -aunque hubiera preferido estar acompañado- espero en la habitación de un hotel en Buenos Aires el paso de las horas para correr una vez más el maratón de la ciudad.
No he logrado superar una lesión contraída hace un mes, y que rebelde, se niega a claudicar. El médico garantía de excelentes manos me ha autorizado a correr, y se lo agradezco, aunque siento que sin haber podido entrenar y con la molestia que persiste en mi pierna, el resultado de mi participación es incierto y terminar mi maratón número 40 pasa de ser una ilusión lejana de cumplirse.
Para no alentar la lesión, caminaré poco, y aprovecharé de celebrar sendas reuniones con un par de escritores que trasuntan el misterio inherente a algunos hombres que -como una nuez- ocultan al interior de una coraza dura, una materia blanda, cargada de sensibilidad y desatadas emociones, que desbordan cuando se tiene la destreza para horadar tal dureza.
Acudo a retirar el número y polera de la competencia y ansioso, espero…
El día de la competencia, antes de las seis de la mañana, constato que el taxi que he solicitado el día anterior no llegará, y como mi airado reclamo no conmueve al recepcionista, salgo a la calle iluminada por el majestuoso sol, paso por entre unas chicas que con desenfado lucen su belleza ofrendada a la noche que termina, y me introduzco al interior de un taxi sin dar al chofer la posibilidad a desatenderme.
Me lleva por la autopista sobre la villa miseria que los gobiernos no han podido erradicar y que en cambio crece con el paso del tiempo hasta desembarazarse de mí en el estadio de River Plate, desde donde camino unas cuadras al lugar de largada, al que se integran corredores alegres que confluyen hacia el punto desde todos lados. Cuando a las 7 de la mañana, escucho el disparo de largada, salgo despacio, corriendo con cautela y temor, alerta ante cualquier aviso de la pierna lesionada.
Mientras nos dirigimos hacia el centro por los Bosques de Palermo, pienso en mi visita al editor, que me ha entregado una clara cuenta de las ventas de mi libro, y sobre la conversación que sostuvimos, en la que he buscado descubrir las causas del pesimismo que lo envuelve y que disfraza con un contenido de permanente ironía y con la inapelable sentencia de sus inobjetables decisiones.
Tenemos mucho en común, pienso mientras veo que han pasado catorce minutos de carrera y he avanzado dos kilómetros. El editor se abre, perteneció a la vieja guardia de la izquierda, visitó la Unión Soviética y Cuba en los años sesenta, apenas un par de años después de la Revolución. Alentó los sueños románticos de quienes se ilusionaron por cambiar el mundo con el proyecto generoso de igualdad, y hoy con cierto grado de fastidio, reconoce que la mitad del mundo más uno mira a la derecha, y su decepción se constituye en el reconocimiento del fracaso de la epopeya de sus ideales juveniles. Subyace en él la sensación de haber destinado la mejor parte de su vida a una causa muerta. Anclado a la burocracia de un sistema -que ha descubierto no cambiará jamás- porque pertenece a la esencia del hombre, su resignación lo induce al hundimiento, aquel que aqueja a quien descubre que su apuesta, cargada de generosidad y entusiasmo, no puede prosperar porque atenta contra la indolencia del hombre, algo que viene incorporado a nuestros genes.
La carrera continúa su curso, en la esplendorosa mañana estoy gozando de la íntima soledad de mi trote. Abstraído del resto que me produce un alegre jolgorio, viajo en un ritmo lento, en el que pude hacer fotografías de lugares emblemáticos de la ciudad. Registro mi paso por el Monumento a la Carta Magna, conocido como el de los españoles, por el Obelisco y por el estadio de Boca. Así, festivo y jubiloso, con mi cuerpo resistiendo, llego hasta el kilómetro 21 en 2:29, pero me doy cuenta que mis piernas se endurecen y que extrañas molestias y pinchazos surgen atacando mi pierna derecha. Cruzamos puerto Madero, hermoso testimonio de armónico crecimiento urbano en la ciudad y nos internamos por la reserva ecológica en torno al Río de la Plata, y yo advierto que la carrera adquiere otra dimensión para mí, ¡Ya no la disfrutaré! ¡Ahora la sufriré! Y aquello, inexplicablemente, constituye para mí una forma de deleite.
En el dolor y la determinación por terminarla que ahora se apodera de mí, pienso en otro hombre, todo un personaje que se ha acercado a mi vida. Se presentó en el lanzamiento de mi libro y desde ahí me ha hecho llegar sus escritos, descubriendo en ellos aspectos a los que en su forma adscribo, porque muestran caminos que deben atenderse. Pleno de coraje, defensor de sus convicciones no transables, se opone- como un Quijote ante los molinos de viento– a toda forma de sistema. Sus estudios en Cambridge y su origen aristocrático no le han servido para evitar la censura a la que lo han condenado los diferentes regímenes. Ha vivido en permanente busca del amor, deambulado en soledad de relaciones y ahora, en el ocaso de su vida, parece haber alcanzado el éxtasis del amor.
En su rebelión hay algo de Bukowsky, que señala: “Me gustan los hombres desesperados, los hombres con los dientes rotos… Con los vagabundos consigo relajarme porque yo también soy un vagabundo… Odio que esta sociedad intente moldearme”. Me alcanza una tarjeta que lo sindica como parte de una familia en situación de calle, y su aspecto luce como el de un aristócrata que ha dilapidado su fortuna. Sus ideas, surgidas al alero de su distinguida familia, se traducen en sus textos que están impregnadas del germen del pesimismo que nace en la incredulidad por la bondad humana,lo que ha percibido desde el interior mismo de las fuentes del poder. Coincido con él en sus conclusiones sobre el destino del hombre y su abuso del hombre y en su desmedido intento de obtener provecho frente a la naturaleza, aunque no adhiero a su forma de combatir esos actos. Su perspectiva, valiosa, debe ser atendida, pero él sabe que en la destemplada lucha por el poder, eso nunca podrá ser posible.
En el dolor que voy padeciendo en mi trote que con suma lentitud va dejando atrás cada kilómetro, tal vez se encuentre la explicación a mis tan oscuras conjeturas, o tal vez, al alcanzar esa situación extrema puedo visualizar con mayor claridad las tribulaciones que aquejan al ser humano. Continúo con desesperación y determinación, pero… aún estoy tan lejos de llegar. Alcanzo aeroparque, me restan solo 7 kilómetros y veo que a mi lado corredores de ambos sexos replican mi condición, corren y caminan, resistiendo, sin poder encontrar una causa que lo explique: sufrimiento y dolor, tal vez como una razón para justificar la culpa que, como el pecado original, aqueja al hombre por el simple hecho de ser y arrastrar con ello todo lo que su esmirriada condición le transfiere.
Aparece el estadio de River, queda poco, solo dos kilómetros, entonces una fuerza nueva y piadosa, surgida desde algún lugar recóndito del cuerpo, acude a socorrerme. No será un tiempo digno me digo, pero tendré la dignidad de pasar la meta corriendo frente a un reducido grupo de personas que me aplauden y que me hacen sentir como si fuera el ganador de la carrera.
La medalla que una chica hermosa cuelga de mi pecho, alienta y gratifica mi esfuerzo, que compensa la presencia de un amigo argentino que la vida me ha dispuesto y que me lleva de vuelta al hotel. Mientras caminamos y mis piernas claman por el anhelado descanso, yo me distraigo pensando en cómo nos sensibilizamos ante un hombre cuando conocemos su historia; cómo nos encariñamos con un hombre cuando lo escuchamos hablar sobre las luchas que inspiraron las acciones de su vida y cómo nos apiadamos de un hombre cuando conocemos los sufrimientos que ha debido padecer.
Solitario -aunque hubiera preferido estar acompañado- espero en la habitación de un hotel en Buenos Aires el paso de las horas para correr una vez más el maratón de la ciudad.
No he logrado superar una lesión contraída hace un mes, y que rebelde, se niega a claudicar. El médico garantía de excelentes manos me ha autorizado a correr, y se lo agradezco, aunque siento que sin haber podido entrenar y con la molestia que persiste en mi pierna, el resultado de mi participación es incierto y terminar mi maratón número 40 pasa de ser una ilusión lejana de cumplirse.
Para no alentar la lesión, caminaré poco, y aprovecharé de celebrar sendas reuniones con un par de escritores que trasuntan el misterio inherente a algunos hombres que -como una nuez- ocultan al interior de una coraza dura, una materia blanda, cargada de sensibilidad y desatadas emociones, que desbordan cuando se tiene la destreza para horadar tal dureza.
Acudo a retirar el número y polera de la competencia y ansioso, espero…
El día de la competencia, antes de las seis de la mañana, constato que el taxi que he solicitado el día anterior no llegará, y como mi airado reclamo no conmueve al recepcionista, salgo a la calle iluminada por el majestuoso sol, paso por entre unas chicas que con desenfado lucen su belleza ofrendada a la noche que termina, y me introduzco al interior de un taxi sin dar al chofer la posibilidad a desatenderme.
Me lleva por la autopista sobre la villa miseria que los gobiernos no han podido erradicar y que en cambio crece con el paso del tiempo hasta desembarazarse de mí en el estadio de River Plate, desde donde camino unas cuadras al lugar de largada, al que se integran corredores alegres que confluyen hacia el punto desde todos lados. Cuando a las 7 de la mañana, escucho el disparo de largada, salgo despacio, corriendo con cautela y temor, alerta ante cualquier aviso de la pierna lesionada.
Mientras nos dirigimos hacia el centro por los Bosques de Palermo, pienso en mi visita al editor, que me ha entregado una clara cuenta de las ventas de mi libro, y sobre la conversación que sostuvimos, en la que he buscado descubrir las causas del pesimismo que lo envuelve y que disfraza con un contenido de permanente ironía y con la inapelable sentencia de sus inobjetables decisiones.
Tenemos mucho en común, pienso mientras veo que han pasado catorce minutos de carrera y he avanzado dos kilómetros. El editor se abre, perteneció a la vieja guardia de la izquierda, visitó la Unión Soviética y Cuba en los años sesenta, apenas un par de años después de la Revolución. Alentó los sueños románticos de quienes se ilusionaron por cambiar el mundo con el proyecto generoso de igualdad, y hoy con cierto grado de fastidio, reconoce que la mitad del mundo más uno mira a la derecha, y su decepción se constituye en el reconocimiento del fracaso de la epopeya de sus ideales juveniles. Subyace en él la sensación de haber destinado la mejor parte de su vida a una causa muerta. Anclado a la burocracia de un sistema -que ha descubierto no cambiará jamás- porque pertenece a la esencia del hombre, su resignación lo induce al hundimiento, aquel que aqueja a quien descubre que su apuesta, cargada de generosidad y entusiasmo, no puede prosperar porque atenta contra la indolencia del hombre, algo que viene incorporado a nuestros genes.
La carrera continúa su curso, en la esplendorosa mañana estoy gozando de la íntima soledad de mi trote. Abstraído del resto que me produce un alegre jolgorio, viajo en un ritmo lento, en el que pude hacer fotografías de lugares emblemáticos de la ciudad. Registro mi paso por el Monumento a la Carta Magna, conocido como el de los españoles, por el Obelisco y por el estadio de Boca. Así, festivo y jubiloso, con mi cuerpo resistiendo, llego hasta el kilómetro 21 en 2:29, pero me doy cuenta que mis piernas se endurecen y que extrañas molestias y pinchazos surgen atacando mi pierna derecha. Cruzamos puerto Madero, hermoso testimonio de armónico crecimiento urbano en la ciudad y nos internamos por la reserva ecológica en torno al Río de la Plata, y yo advierto que la carrera adquiere otra dimensión para mí, ¡Ya no la disfrutaré! ¡Ahora la sufriré! Y aquello, inexplicablemente, constituye para mí una forma de deleite.
En el dolor y la determinación por terminarla que ahora se apodera de mí, pienso en otro hombre, todo un personaje que se ha acercado a mi vida. Se presentó en el lanzamiento de mi libro y desde ahí me ha hecho llegar sus escritos, descubriendo en ellos aspectos a los que en su forma adscribo, porque muestran caminos que deben atenderse. Pleno de coraje, defensor de sus convicciones no transables, se opone- como un Quijote ante los molinos de viento– a toda forma de sistema. Sus estudios en Cambridge y su origen aristocrático no le han servido para evitar la censura a la que lo han condenado los diferentes regímenes. Ha vivido en permanente busca del amor, deambulado en soledad de relaciones y ahora, en el ocaso de su vida, parece haber alcanzado el éxtasis del amor.
En su rebelión hay algo de Bukowsky, que señala: “Me gustan los hombres desesperados, los hombres con los dientes rotos… Con los vagabundos consigo relajarme porque yo también soy un vagabundo… Odio que esta sociedad intente moldearme”. Me alcanza una tarjeta que lo sindica como parte de una familia en situación de calle, y su aspecto luce como el de un aristócrata que ha dilapidado su fortuna. Sus ideas, surgidas al alero de su distinguida familia, se traducen en sus textos que están impregnadas del germen del pesimismo que nace en la incredulidad por la bondad humana,lo que ha percibido desde el interior mismo de las fuentes del poder. Coincido con él en sus conclusiones sobre el destino del hombre y su abuso del hombre y en su desmedido intento de obtener provecho frente a la naturaleza, aunque no adhiero a su forma de combatir esos actos. Su perspectiva, valiosa, debe ser atendida, pero él sabe que en la destemplada lucha por el poder, eso nunca podrá ser posible.
En el dolor que voy padeciendo en mi trote que con suma lentitud va dejando atrás cada kilómetro, tal vez se encuentre la explicación a mis tan oscuras conjeturas, o tal vez, al alcanzar esa situación extrema puedo visualizar con mayor claridad las tribulaciones que aquejan al ser humano. Continúo con desesperación y determinación, pero… aún estoy tan lejos de llegar. Alcanzo aeroparque, me restan solo 7 kilómetros y veo que a mi lado corredores de ambos sexos replican mi condición, corren y caminan, resistiendo, sin poder encontrar una causa que lo explique: sufrimiento y dolor, tal vez como una razón para justificar la culpa que, como el pecado original, aqueja al hombre por el simple hecho de ser y arrastrar con ello todo lo que su esmirriada condición le transfiere.
Aparece el estadio de River, queda poco, solo dos kilómetros, entonces una fuerza nueva y piadosa, surgida desde algún lugar recóndito del cuerpo, acude a socorrerme. No será un tiempo digno me digo, pero tendré la dignidad de pasar la meta corriendo frente a un reducido grupo de personas que me aplauden y que me hacen sentir como si fuera el ganador de la carrera.
La medalla que una chica hermosa cuelga de mi pecho, alienta y gratifica mi esfuerzo, que compensa la presencia de un amigo argentino que la vida me ha dispuesto y que me lleva de vuelta al hotel. Mientras caminamos y mis piernas claman por el anhelado descanso, yo me distraigo pensando en cómo nos sensibilizamos ante un hombre cuando conocemos su historia; cómo nos encariñamos con un hombre cuando lo escuchamos hablar sobre las luchas que inspiraron las acciones de su vida y cómo nos apiadamos de un hombre cuando conocemos los sufrimientos que ha debido padecer.