Oh I'm just counting

Marcela. Por Jorge Orellana Lavanderos escritor y maratonista

(Viene de la semana anterior)


Luego de la revelación sobre el terrible destino de Marcela, el abatimiento se esparció entre ambos hombres y mientras, con gradualidad el bar se iba desocupando, en silencio, dieron pausada cuenta de la segunda botella que diligente el mozo había puesto frente a ellos.
En el intertanto, uno se hizo preguntas que le respondió solo su misteriosa voz interna: ¿Existe la felicidad que nos promueve el dinero y el amor? Su amigo había tenido la suerte de hallar lo que a él le fue tan esquivo. ¿Cuál sería el secreto del que había obtenido tanta autoridad y bienestar? No le cupieron dudas: su amigo fue un favorecido por la fortuna. ¿Cómo había hecho para mantener distancia con los horrores de la vida? Estaba seguro de que le ocultaba algo y que no era más que era otro desdichado sufriente. Pero… ¡No se atrevió a preguntarle! Se asiló en sus mezquinas conclusiones y con sonrisa irónica y amarga, se concentró en el instintivo movimiento de llenar y vaciar su copa, rumiando su dolor y culpando a la vida del destino que le había impuesto.
Prefirió hablar de lo lista que en su juventud había sido Marcela; de su eterna bondad y de su enorme generosidad; de sus tiempos de estudiante cuando se insinuaban en ella precoces rasgos de hermosura; de la vida feliz que por largo tiempo vivió en el pueblo; de la holganza de la familia, sin preocupaciones por el futuro ni lamentaciones por el pasado.
Volvió luego al silencio, y lo distrajo lo salvaje e impúdico que contiene la vida, y la fiereza de su pensamiento hizo que su rostro se cubriera de lágrimas; y el otro, aun sabiendo lo que sufría, sin contener su curiosidad, lo emplazó con crueldad.
-¿Cómo le permitiste caer en esa depresión? ¿Cómo te hundiste tú mismo en el pozo en que te encuentro?- lo acosó sin piedad y se deleitó con la mueca que su acción dibujó en su rostro Porque… ¡Quería agredirlo! Pues lo culpaba del destino de Marcela.
-Vivía feliz con mis padres – contestó. A diario, lo acompañaba al trabajo, hasta que cansado de vivir un día decidió morirse y desde ahí, seguí yendo solo. La casa, antes llena de alborozo, se ahogó en oscuridad y se impregnó del pueril silencio de un sepulcro, tan distinto al contemplativo silencio de un monasterio. Sin una mano que velara por su mantención, la casa cayó en deterioro y la congoja se descolgó de sus muros. La oscuridad, aviesa y sutil, se desplazó por las habitaciones y en la noche, palpable, el viento azotó las paredes trayendo, en lúcidos murmullos, la presencia de seres misteriosos y secretos aullidos se entreveraron con los gemidos del viento. Mis hermanas se casaron y se alejaron del hogar y del pueblo en que habían crecido. Acongojada, mi madre se desprendió de sus funciones y perdió el interés por vivir. ¡Nunca volvió a reír! No mucho tiempo después, el médico decretó su internación en un sanatorio y solo dos otoños más tarde, exhaló su último suspiro.
Reposó junto a mi padre y a la salida del cementerio, con brutal egoísmo, determiné que su muerte había sido una suerte, porque le evitó el dolor de atender a la fuerza pública que vino a desalojarnos, cuando el juicio seguido por el banco desembocó en un remate que, terminó con la adjudicación de la propiedad a un inversionista. De ese golpe, Marcela no se repuso, al día siguiente me reveló que durante la noche la había agitado la presencia de horrorosos demonios y había sentido pánico ante aterradores remolinos de viento. Consternado, le confidencié que me ocurrió lo mismo.
-¡Debió ser difícil!– replicó conmovido el afuerino, y añadió: Interesado en la lectura visité muchas veces vuestra librería, pero te confieso que prefería la del gallego, porque encontraba allí los libros de aventuras que me hacían soñar. Eso sí, reconozco que tu padre, de trato habitualmente arisco, siempre se dirigió a mí con especial delicadeza, y yo, me divertía con los suspensores que usaba para sostener sus pantalones.
- No hay meses ni inviernos crueles –replicó ¡La vida es cruel! Cumplía mi función y mi padre la suya, cuando no estuvo, seguí con la mía pero nadie vino a hacer la de él. Sospeché que algo malo sobrevendría, pero fui incapaz de evitarlo. Impávido, seguí haciendo lo mismo que antes había hecho. De la misma forma como decayó la casa con el ataque de la cruel serpiente del desalojo, declinó el negocio, extendiéndose sobre los libros de la tienda la cruel serpiente de la miseria.
-¿No pensaste en vender la librería?- preguntó, apesadumbrado de no haber estado ahí para aconsejarles, y conjeturó: ¿Cómo es que, indolente, el mundo te mira caer sin hacer nada por contener tu caída?
- ¡Todo regresa en la tierra! – respondió el alcohólico. Con el día, regresa la luz y al marcharse, vuelve la noche. Se aleja el sol que, sustituido por la luna, volverá. Las hojas que el invierno ha arrasado reverdecerán en primavera y el otoño las retornará. ¡Vuelven a parir las hembras! Renace el misterio de la vida. Vuelve a germinar el campo y brilla otra vez la nieve eterna. ¡Todo vuelve! ¿Por qué había de suponer que mi padre nunca regresaría? ¡Esperé! Y esperando, oí aullar al viento entre los árboles, escuché los pasos sigilosos de la lluvia en el tejado, sentí el rugido de las aguas turbulentas del río en su inacabado curso hacia el mar. Y esperando… ¡Vi acumularse las deudas! Y así, supe que mi padre no volvería y que la vida que habíamos conocido juntos, nunca volvería, y solo me quedó la esperanza que un hijo jamás pierde: ver un día nuevamente el semblante de su padre.
- ¡Cómo hubiera querido estar aquí para ayudarles!- se lamentó el amigo.
-¡Pamplinas! Nadie se acerca al perdedor, como si portara la enfermedad de la pobreza o la vejez ¡Te aíslan! Paulatinamente, pierdes en un mundo que premia el éxito y optas por ocultar tu fracaso.
El día después al desalojo, perplejos, no sabíamos que haríamos. La ayuda vino de un familiar lejano, eterno adversario de mi padre que, condolido y arrogante nos tendió una mano. No estábamos para regodeos. Marcela lo asistió en variadas funciones y a mí, sagradamente, me concedió un estipendio que me permitió vivir tranquilo, dádiva que recibí con la carga humillante que traía la mano del que había vencido a mi padre.
Desde ahí en adelante, nuestras vidas se internaron en delirante caída. En nuestra degradante inopia, por años, nos encontrábamos a diario en este local, en donde, perdida toda ilusión, vivimos la desesperanza conviviendo con Germán, el mozo, que durante esta larga etapa de la vida, se transformó en nuestro confidente y apoyo.
Creo, musitó apenas, -y permíteme la infidencia- que llegó a ser uno más de los amantes de mi hermana, rio lleno de sarcasmo y luego de pronunciar una extraña frase que grabó en el otro, se dirigió al baño, y el mozo, intrigado, se acercó para entablar diálogo con el afuerino.
- Fue cruel la vida con Fernando y su hermana – dijo el afuerino, intentando descubrir en la expresión del garzón la veracidad del comentario que sobre Marcela había hecho su hermano.
- Sola como estaba, pasaba mucho tiempo aquí y fuimos amigos, pero con la muerte de su único hermano, Marcela se derrumbó y murió un par de meses después – expresó el mozo, dejándolo atónito, porque entendió que Fernando nunca regresaría, y caviló entonces sobre su última frase:
- ¿Cómo no entienden los hombres que una vez que el cuerpo se despoja de su espiritualidad, no queda más que un amasijo de huesos y carne, que ha iniciado ya su horroroso proceso de descomposición?