Oh I'm just counting

Mundial. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

Por alguna razón que aún no logro desentrañar, buena parte de mi niñez la viví corriendo detrás de una pelota, y solo el implacable clima sureño era capaz de controlar mi ansiedad y devolverme a la lectura. A la lluvia debo agradecerle las páginas que llenaron mis días con princesas, duendes e impávidos soldados de plomo que brotaban desde balones de fútbol encausando mis ilimitadas fantasías en aquella deliciosa época de la infancia.
 
Viajando diariamente entre el colegio y la casa y sin otra preocupación que la lectura y el fútbol, me sorprendió en junio del 62 la mayor fiesta deportiva que jamás conocimos: nuestro mundial de fútbol, en el que veinticuatro selecciones acudieron a disputar el cetro. En la tienda de mi padre – ubicada en Antonio Varas con Talca – en pleno centro de Puerto Montt, entre piezas de géneros de diversas calidades y texturas, y toda clase de confecciones, disfruté las narraciones radiales del inolvidable Darío Verdugo.
 
¡Nada sería fácil! De los cuatro campeones mundiales que la historia registraba enfrentaríamos a tres. ¡El episodio subsiste inalterable en mi cerebro! Con riguroso celo, subyace cautivo en un apacible reducto de mi memoria la plácida tarde inaugural, en que hubo que vencer a Suiza para empezar a soñar.
 
Alentado por el resultado frente a Italia, el sueño creció vertiginoso, y entre cazuelas chilotas que mi madre adornaba con piures y navajuelas y que nublaban con sus vahos los cristales sobre los que dibujábamos extrañas figuras, continuó adelante el torneo.
 
¡Dolió la derrota con los alemanes! A solo diecisiete años del término de la Segunda Guerra Mundial - de tristes recuerdos en la región por la impronta de la colonización germana– costó asumir el traspié, que no impidió la clasificación a la ronda siguiente.
 
-¡¿Arica?! ¿Dónde queda eso? – Pregunté a mi padre, temeroso de la fama que precedía al legendario Yashín. ¿Cómo hacerle un gol a la araña negra? Eladio se llamó el desequilibrio y jugaba en el mediocampo.
El júbilo se extendió por el país. ¡Estábamos en semifinales! Se engalanó la noche santiaguina con el jolgorio del baile y la serpentina, y la bebida regó los paladares. El desenfado del éxtasis se instaló en la ciudad y el desenfreno excedió nuestro exacerbado recato.
 
Pero… consignó mi abuelo con lapidario pesimismo - mientras jugábamos una partida con una baraja de naipe chileno que atesoraba con especial celo - ¡Con Brasil no hay caso! Y… como siempre que le vi aventurar un vaticinio ¡Acertó! Nuestra mejor selección de todos los tiempos sucumbió ante la selección de Garrincha y Pelé: ¡La mejor de la historia!
 
Rota la ilusión, nos aferramos a la epopeya de alcanzar el podio, y… ¡Lo lograron! En emotivo partido, Yugoeslavia cayó superada. Y sucedió así, que cuando el fútbol aún respondía a una expresión deportiva distante de la motivación del dinero: ¡Fuimos terceros del mundo!
 
El horario de nuestro trote se ha adelantado, han pasado 56 años, y en un rato más se disputará una nueva final del Campeonato Mundial de Fútbol,  y millones de ciudadanos distribuidos por el mundo, transitan apresurados para acomodarse oportunamente frente a la pantalla del televisor. ¡Nadie quiere estar ausente! 
 
En la vasta y extraña Rusia - se cierra otro ciclo del fútbol, y los ciudadanos del mundo, desesperanzados, mastican con desazón la obligación de tener que esperar cuatro años por la repetición de la fiesta, poseedora de un peculiar encanto: ¿Deportivo? ¿Social? ¿Comercial? ¿Político? O… ¿Todas las anteriores? ¡Se trata de un evento que integra al mundo! - Concluyo con ironía, pateando una piedra mientras divagando, continúo mi solitario trote: ¿Qué clase de fiebre es la que sume al mundo en este letargo, y que lo induce a observar atónito por un par de horas, como 22 futbolistas tratan de meter la pelota en el arco adversario?
 
Escucho una voz: ¡Es la nueva forma de la guerra! Pero yo no veo que estas hayan terminado. Otra voz, citando a un gran pensador del siglo XIX, hoy extemporáneo e inoportuno, anuncia: ¡Es el opio de los pueblos! Y yo… que tampoco quiero perderme detalles, apresuro el tranco para instalarme a tiempo frente al televisor, sin tener una razón que explique el sentido de mi interés, y que incluso, me lleva a descubrir que en ciertos pasajes del partido mis manos sudan, temeroso sin duda, de que no se produzca el resultado deseado.
 
Atraído por el embrujo de sus escritores, por la curiosidad de su aventura política, y por mi desprecio hacia las prácticas represivas utilizadas por el régimen - junto a mi mujer - visitamos ese país hace unos años, Extasiados, recorrimos la Plaza Roja y su entorno, mientras nuestra guía llamaba Zar Boris, al gobernante. Nos sorprendió la belleza de sus ricos museos y las esculturas que adornan el Metro. Llamó nuestra atención la carencia de mercancías en los almacenes estatales y las coloridas cúpulas que rodean la Plaza, mudo escenario del padecimiento del pueblo ruso, de mirada triste tallada con silenciosas formas de melancolía que los hacen ver huraños. Regresábamos de un paseo al cementerio, caminando por la Avenida Nevsky en San Petersburgo, cuando desde un callejón, cual energúmenos, emergieron dos rusos de enorme talla golpeándose sin misericordia. El grotesco espectáculo incidió seguramente en mi impresión de que en el pueblo ruso no reina la felicidad, y Pushkin - quien tampoco fue feliz - acompañó con su poesía nuestras caminatas bañadas por las aguas dulces del Báltico y pudo compensar aquella imagen brutal.
 
Volví a Rusia unos años después, para correr junto a mi hijo la maratón de Moscú. Las autoridades, deambulando entre el desconcierto de sistemas económicos opuestos, impusieron a la carrera un trazado por la ribera del poderoso río Moscova, desaprovechando el recorrido histórico que la ciudad ofrecía. Maratón pobre – me hizo recordar los sórdidos ambientes que invaden la obra de Gorki – con abastecimiento deficiente, despertaba una piadosa solidaridad hacia los atletas rusos que, carentes de adecuados implementos, compitieron en términos de austera precariedad. No guardo un buen recuerdo de la carrera, el que supongo, cambiaría hoy.
 
Último día en Moscú. El reloj apunta las 14 horas. Por una monería, compro en ruso Crimen y Castigo de Dostoyevsky, el libro precursor del psicoanálisis que habla del aquejo de la conciencia y que pareciera que los rusos llevan impreso en el alma. En el Paseo Arbat, un aviso ilumina el inconfundible logo de McDonald’s, y una larga fila de ciudadanos se instala esperando por una mesa que les permita disfrutar de las desconocidas hamburguesas. ¡Los tiempos cambian! Las empresas foráneas, observan con apetito el enorme mercado ruso. ¡El aire se enrarece en el oscuro día! Apurados, hacemos las últimas compras. ¡El taxi acelera peligrosamente! ¡Dejamos el hotel! El reloj del aeropuerto señala las 19 horas.
El trámite de inmigración y embarque es lento y enfrentamos la odiosidad del funcionario. ¡Una extraña sensación se cierne misteriosa! Requisan el violín de nuestro amigo y he olvidado si lo recuperó más tarde. ¡Nos separan! Ingresamos por turnos. ¡Abordamos! Nos acomodamos relajados. El piloto se dirige a los pasajeros indicando escuetamente que en Nueva York dos aviones han impactado las Torres Gemelas, y segundos después, conmocionados aún por la noticia, dejamos Rusia.
 
Lucen hermosas las ciudades rusas en los despachos de la televisión. Han cambiado su aspecto gris y parecen haber adoptado con desenfado un nuevo sistema económico, cercano al detestado capitalismo. En breve se jugará la final del mundial entre Francia y Croacia y el balance del gobierno ruso es merecedor de orgullo ante el mundo.
 
Francia gana a Croacia el 15 de julio, he disfrutado el encuentro y ahora vuelvo a las cavilaciones del trote: En dos días más, se cumplirán exactos 100 años del abominable asesinato de la familia Romanov.
 
¿Soterrará el bullicio resonante de la final del mundial el recuerdo del triste evento?  Con arresto domiciliario desde su destitución en marzo de 1917, el crimen se explica por la intención de las autoridades de prevenir un posible intento de liberación de la familia por la Legión Checoslovaca. Conducidos a Ekaterimburgo, paulatinamente habían perdido privilegios y dado que la guerra civil continuaba, el temor de que el zar se convirtiera en un símbolo de la lucha contra los bolcheviques motivó el fusilamiento de los monarcas y sus hijos.
 
¿Por qué los hijos? – Me pregunté en mi juventud, cuando una simpatía preñada de sospechas me alentaba aún hacia el régimen. En mi trote, me aferro a Solzhenitsyn, y me voy con la imagen del último gran escritor ruso, y su consistente y valiente condena a las aberraciones y contradicciones de que, a través de la historia, hicieron permanente gala ciertos gobernantes rusos.