Oh I'm just counting

Nietos. Por Jorge Orellana Lavanderos escritor y maratonista

Impostergable, el registro del tiempo indica que la Tierra - en Movimiento de Traslación - ha girado una vez más en torno al Sol. Anclado a ella por la Fuerza de Gravedad y sin haberlo notado, he descrito una completa órbita elíptica en el mismo período en que mi vida ha avanzado un año.

-¡Que complicada forma de decir que tuviste cumpleaños Jorge! – Argüiría mi nieto de solo cuatro años si se lo explicara en tales términos, reclamando con su voz rasposa de hombrecito fuerte y de apasionado temperamento, aunque de fácil control para su hermana mayor en dos años, que en cambio, observaría nuestra discusión con mirada señera y dulce en la que incubaría importantes reflexiones, para luego desviarnos con sutil delicadeza hacia otra materia. 

Ya no los tengo conmigo para intentar adivinar sus fascinantes reacciones, sus padres - que nos los encomendaron por diez días, han venido ayer por ellos - justo el día de mi cumpleaños - y me he quedado cavilando acerca de lo ingenuo y encantador que suele ser el ser humano durante el paso que antecede a su abrumador despertar.

A su edad, inocentes y frágiles son seres humildes, y tal característica, que aflora en cada uno de sus tímidos gestos, derrama ternura y encanto, pues reconoce la vulnerabilidad que gobierna nuestra feble condición. ¿En qué momento llegamos a ser los arrogantes seres en que con frecuencia nos convertimos? Algo de mí - que he cumplido 66 años - medita al verlos alejarse, y se apodera de mí la inquietante pregunta inversa: ¿En qué momento, desde la arrogancia, recuperamos el frágil mundo de ternura que invade la niñez?

Era mi obligación, cada día de los que permanecieron conmigo, conducirlos al colegio. Ellos dirigían el camino. Primero dejábamos a Ignacia, que después de bajar del vehículo, se despedía y caminaba con seguridad hasta girar el cuerpo en la entrada al colegio para dedicarnos un delicado adiós y perderse luego entre sus compañeros. La turbadora ceremonia del adiós, en que un rayo de incertidumbre atraviesa cruelmente nuestra levedad, ocurre a cada rato en la incierta vida de un hombre, ¿Cuántas veces nos cruzamos en un día con rostros que desconocemos cuando, y si alguna vez volveremos a ver? A continuación, llevaba al hermano menor, y para él, el proceso de separación era algo más duro, por lo que se iniciaba entre nosotros una suerte de negociación, cuya tardanza en el acuerdo, dependía de mi capacidad para ayudarle a lograr el control de su razonamiento sobre su emotividad y vencer el trauma de la despedida.

Cuando no tuve que llevar más a mis hijos al colegio, entre los que estaba el padre de estos niños, me alegré, al suponer que disfrutaría de una mayor holganza en el lecho. Me equivoqué, no solo porque acabé llegando más temprano a la oficina, sino porque además me asedió un implacable sentimiento de vacío. ¡Se marcharon las festivas risas que engalanaban mi mañana! Me despedí del borbotón de ideas descontroladas que remecen el universo y pueden cambiar el destino del mundo. Me tratan por mi nombre propio, y lo he querido así con la ilusión de ser para ellos más un amigo que un abuelo, pensando que lo mejor de nuestra naturaleza se preserva mejor en un delicado trato de informalidad.    

La mañana del sábado nos fuimos de excursión, ascendimos por una ladera empinada, Vicente gozó con la acción temeraria que demandaba la subida, pero ella, prudente, pensó que a la bajada rodaríamos, y esa idea se asentó en su cabecita restándole placer al paseo. Él quería seguir, ella quería volver. ¡Debía dirimir! Después de contemplar desde el cerro la agitada actividad de Santiago, convencimos a Vicente, que bajó de la mano de una hermosa chica, que al advertir nuestras dificultades acudió en nuestra ayuda.        

En uno de los días que pasaron con nosotros, el frío de la tarde se había intensificado, y compartíamos con Vicente la habitación calefaccionada, cuando de improviso, impulsado como por un resorte, se levantó y caminó hasta el baño, deslizando la puerta de corredera solo para observar hacia el interior. Se devolvió y reclamó que le daba susto, sin preocuparse de la puerta que dejó abierta y de la corriente de aire helado que fluía desde ahí hasta nuestra habitación.

-Vuelve y cierra la puerta – ordené enojado.

-¡No! ¡Me da susto! – refutó altanero.

-¡Vuelve y ciérrala! ¡No seas caprichoso! – repliqué con tono imperativo que retumbó en la pieza. 

Para mi sorpresa, en un acto de sumisión, y cuando pensaba una vez más en resignarme a su rebeldía, se levantó y deslizó la hoja, deteniendo el flujo de aire. En silencio, recuperó su lugar, dedicándome una mirada en la que navegaban inequívocos trazos de genuino amor. ¡Me desarmó!

-Perdón Vicente – fue mi culposo comentario.

-Te perdono Jorge – contestó con ronca seriedad.

-Te quiero mucho Vicente – fue mi emocionada respuesta.

-Yo también te quiero mucho Jorge – replicó con calma, y se acercó a mí en busca de refugio hasta dormirse entre mis brazos, mientras los dedos de mi mano divagaban, hurgando en su cabellera.

Al oscurecer, apagaba el televisor temprano. ¡No nos concentramos Jorge! Reclamaban sin conciliar el sueño. Al dormirme temprano, despertaba alrededor de las cuatro de la mañana, y en esa misteriosa hora de confusión y desvelo, destinaba el tiempo a la observación de sus rostros dormidos, cuando entre el sueño y la vigilia se acrecientan angustias nimias que el amanecer mengua, y en cambio se extiende - como los astros que iluminan la noche - la aceptación de dolorosas agonías gobernadas por designios superiores que nuestra condición no alcanza a dimensionar.     

Una mañana, mientras me lavaba los dientes, Vicente irrumpió en el baño y de un prodigioso salto se apoyó en el vanitorio cortando el flujo de agua que provenía del grifo. - ¡Hay que salvar el planeta Jorge! – sentenció y salió corriendo pleno de energía.

Acurrucada a mi lado, Ignacia me exigió una tarde - con el tono enfático que suelen usar los niños que dista de la soberbia o la arrogancia - que le contara un cuento. Estaba preparado, había elegido un maravilloso libro de Andersen del que tomé el cuento “El Duende y el Abacero”, que contiene muchas palabras que evocan…, y que plantea el conflicto humano de la comodidad de aferrarnos a aquel de quien obtenemos sustento, aun cediendo al consejo de nuestro corazón. Escuchó atenta, y me hizo varias preguntas, pero buscaba algo más: ¡Los duendes no existen Jorge! ¡Cuéntame una historia real! – Exigió.

La había visto recién reclamar a su abuela al verla fumar un cigarro por lo que le respondí – De acuerdo, voy a contarte una historia real: Hubo un tórrido verano, un cálido mes de enero en Santiago en que, en vez de ir a clases, me dirigí a un centro recreativo en un refugio cordillerano. Estando ahí, quise encender un cigarro.

Me miró con sorpresa y me di cuenta que escuchaba con suma atención.

- Caí en cuenta – continué, que no tenía fósforos, y en ese lugar no había donde comprarlos, por lo que miré en todas direcciones, como hacemos cuando buscamos la solución en el río, el viento, o en el mismo cielo que queda entre las nubes. ¡Y la solución se posó frente a mí! ¡Irrumpió tu abuela! No la conocía y solo tenía apenas 17 años.

-¿Y tú cuantos tenías?

-Diecinueve – repliqué y seguí - Tenía ella un cigarro en la mano, como el que le reclamaste hace un rato. Me acerqué, esbocé un saludo, y como estaba en traje de baños, le pedí que me permitiera encender mi cigarro con el suyo. - Por supuesto – contestó, y yo me interesé de inmediato en los hermosos hoyuelos que con su sonrisa - como esquivas mariposas - se posaron en sus mejillas, y observando más, aprecié otras facciones suyas que me hicieron gracia y advertí que era muy linda.

-¿Te enamoraste Jorge? – inquirió en forma directa Ignacia.

-Sí – repliqué riendo. Con el tiempo me enamoré, pero te anticipas, primero la invité a bailar, le dije que me gustaba y que quería pololear con ella.

-¿Y que dijo la omi?- Preguntó chinchosa refregándose contra mí.

-¡Que sí! – Conclusión: Un pucho permitió que estemos ahora aquí.

-¿Y…? ¿Le diste un beso?

- ¡Claro! – Cuando ella aceptó, nos besamos

-¿En la boca? –Preguntó agitada por la risa.   

- ¡Por supuesto! – contesté riendo.

- Huuaaaa, ¡Qué asco! – Intervino Vicente, aferrado a mi otro costado, que se había acercado en silencio y estaba atento al relato.