Oh I'm just counting

Nimiedades. Por Jorge Orellana Lavanderos, ingeniero y escritor

Las altas nubes, arracimadas, cubren por completo el cielo y se observan inmóviles, atentas al camino que el viento les tiene destinado, pero éste, desdeñoso, parece ocupado en otros menesteres. Sopla la reconocida brisa fresca de antaño y todo permanece en la placentera quietud de la espera de hace medio siglo. Han pasado varias semanas desde mi última visita, por lo que sabores sureños, aconchados en alguna recóndita celda de mi memoria, resucitan fogosos y me agitan el alma con briznas de felicidad.
 
Salvo un básico bolso de mano no cargo otro equipaje, por lo que bajo de prisa, como si quisiera embeberme voraz del prodigioso portento de aire azul. Su imagen, imponente sobre el resto, me recibe con cálido abrazo y me ilustra acerca de los últimos acontecimientos. El contundente plato de curanto cierra el círculo que me ancla con la tierra amada.  
 
Acudo a visitar el frondoso bosque. En el río, crecido a media altura, se ha formado un pozón profundo en cuyo fondo me sorprenden desconocidos salmones, flotan dejándose llevar por la corriente, y luego, obedeciendo a su instinto, se devuelven, oponiéndose a la leve corriente de la poza. Se entretienen y su juego me sume en honda cavilación y al retirarme ya no pienso en verlos servidos en el plato de una mesa.

La mantequilla endurecida se derrama sobre el pan caliente, amasado por sus manos dulces, y baja chorreando. ¡Lo devoro! Las gallinas cacarean y ufano, el gallo se afana por mantener un riguroso control sobre ellas. Los perros corren exultando aires de libertad y ladrando a todo aquello que se mueve. La madre que anida a futuros gansos me observa con desconfianza y yo paso a su lado cauteloso. – Si nacen, será la primera vez – me cuenta – Pollos y patos nacen a cada rato, pero nunca han nacido gansos… Jóvenes patos - inexistentes en mi anterior visita - nadan presuntuosos en la fuente, exhibiendo la belleza de sus plumas y ostentando su gallarda juventud. ¿Y las hortensias? – Preguntó – Paciencia – repite con sabiduría la misma voz ¡Ya vienen! – En tu próxima visita podrás verlas.

Los árboles, mecidos por el suave viento susurran en silencio su eterno mensaje que la algarabía de las aves profana. ¡La granja que merodea en el jardín habita al interior del bosque! Conviven felices entre la vegetación, los animales con los hombres.

Apuro mi trabajo en la apacible tarde para refugiarme en el aislado espacio de mi trote. Mi cuerpo se resiste a algo que mi alma y mi mente reclaman con urgencia. Acato, cojo el ascensor y bajo, alguien que ingresa me sorprende, porque en el edificio en proceso de ocupación es raro coincidir con alguien. Con empática cordialidad, desde su juventud, me saluda e inquiere

- ¿Vas a trotar?

- Si – respondo

- ¿Hacia dónde irás?

- Hasta Pelluco.

- ¡Es lejos! – Comenta sorprendido y halagador.

- ¡Diez kilómetros! – respondo, y agrego: Y lo peor será la subida al regreso – Y ante lo último, distingo apenas su expresiva sonrisa que se evade ya en la oscura penumbra del estacionamiento.

Bajo por calle Ejército, controlando la inercia de mis pasos ante el fuerte impulso de la gradiente que amenaza con botarme. Una familia de cisnes de cuello negro que nada sobre el borde de la playa se aleja de mi paso por la marea inusualmente baja. Conozco a esa familia y me reconforto con la impresión de advertir que su número ha crecido. De sendos agujeros que han surgido entre las nubes, emergen haces resplandecientes que viajan paralelos, rompiendo el aire, hasta caer sobre las reposadas aguas del océano, se sustentan como dorados senderos dispuestos por misteriosa mano sobre el mar plateado, y agitados levemente por la brisa, palpitan destellando infinitas escamas de oro y plata.
 
Balsámica, la lluvia se desliza con suavidad por mi cuerpo reseco y pesado que continúa con su airado reclamo. Siento el deseo de volver antes de llegar a mi destino, pero entonces restalla una peculiaridad de mi extraño carácter. Recupero el diálogo del ascensor. ¡Anuncié que llegaría hasta Pelluco! Y percibo aquello como un compromiso ¡Pero si ni siquiera le conoces! –Arguye una voz interior – ¡Tal vez nunca vuelvas a verlo! – reitera, pero yo no atiendo. ¡Sigo mi camino! Cumpliré con lo planificado. Aunque carezca de importancia para el resto, inexplicablemente, para mí la tiene.
 
Saludaré el pequeño arroyo al que solía acudir con mis hermanos para depositar en sus aguas barquitos de papel que competían por llegar primero al mar, y miraré, viendo solo en mi recuerdo, la casa demolida, en la que un español siempre alegre, ofrecía el mejor curanto de la región, mientras la casa crujía al peso de los parroquianos, o al paso del tren que traqueteaba cercano. El piso estaba inclinado, los marcos descuadrados y la casa parecía un barco meciéndose ante el movimiento de un extraño mar oculto, subterráneo.
 
Al día siguiente debo regresar a la ciudad catastrófica. Acompañado, cojo el ascensor que alguien detiene, y para mi sorpresa, como ayer, se repite la misma persona -¡Me acordé de ti cuando se puso a llover! – Saluda y ríe ante mi desconcierto de volver a encontrarle, en un hecho tan poco probable.  ¿Llegaste hasta Pelluco? -  Insiste, y caigo en cuenta de que mi esfuerzo no fue en vano. De no haber llegado hubiera debido soportar la vergüenza de reconocerlo – Si – Respondo orgulloso, y agrego que me costó hacerlo y que me tomó exactos setenta minutos pero que terminé satisfecho. Mi acompañante nos presenta, me tiende la mano, nos saludamos y vuelve a evadirse en las penumbras del oscuro recinto, y yo me quedo con la extraña certeza del agradable y misterioso sabor de las palabras, que a partir de un efímero encuentro nos conectan, quedando en ambos la ineludible presencia del otro.

En breve vuelo que paso dormido, aterrizo en Santiago. No voy a la oficina, pero llamo para preguntar cómo han ido las cosas –¡Bien! me transmite su conocida voz y esa expresión que puede tener múltiples interpretaciones - luego de treinta años - puedo descifrar en su pleno contenido, porque hemos llegado a formar una unidad, y lo humano se hace sagrado cuando somos una cosa, por lo que confiado, sigo a casa.

Sacudo la modorra del viaje con un trote crepuscular en torno al río. Una chica - que corre a un buen ritmo - me rebasa, y yo me resigno pues no puedo ir más rápido. Observo de pronto que ella se encarama sobre los gaviones que nos separan del río y que continúa corriendo por la cúspide. Su ritmo decrece, al correr sobre la malla de alambres que contiene las piedras del gavión, por lo que me acerco a ella, al pasar a su lado le advierto del peligro, temiendo que puede tropezar con las hebras de la malla y caer al lecho, distante a no menos de seis metros, y suponiendo que lo hace solo para tener una vista más amplia del cauce, – sonríe y desliza una mueca que traduzco como – tranquilo, todo está bajo control.
 
Continúo, y advierto en el lecho una pareja de patos que me son familiares, no están solos, les acompaña el grupo de sus polluelos. Que maravillosa escena. ¡Quiero compartirla! Miro hacia atrás, la chica ha desistido de su intento de correr sobre el gavión, lo hace ahora por la vereda. Me detengo y la espero. Mira – le digo, ha nacido en el río una nueva familia. ¡Qué lindos! – Reacciona y agrega complacida – ¡Muchas gracias! Hasta pronto – se despide risueña, vuelve a su inicial ritmo, y se aleja en dirección al sol, que en el ocaso se pierde tras los montes del poniente.

-¿Cómo te fue? – Me aborda mi mujer al llegar a casa.

- ¿En el trote o en el sur?

- En el trote.

- Bien.

- ¿Y en el sur?  

- ¡Bien!

Y cada “Bien”, diferente y sujeto a muchas interpretaciones, es entendido cabalmente por ella, en su pleno sentido, porque en los casi cincuenta años que llevamos juntos hemos adquirido un lenguaje propio, de gestos, tonos y miradas, que nos ha llevado a ser un solo cuerpo, sagrado, porque la humanidad se hace sagrada cuando somos solo una cosa.