Oh I'm just counting

Niño. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

Ayer, la casa se llenó de amigos que acudieron a la celebración de mi cumpleaños número 65, en un festejo al que no he estado acostumbrado, pues he sostenido hasta hoy que cada año que pasa nos recuerda con crueldad que nuestra vida se extingue, entonces… ¿Cómo celebrar aquello? Sin embargo, la alegría reinante al interior de la carpa emplazada en el patio de mi casa - en que nos reunimos – me forzó a meditar y a olvidar el motivo de la celebración, llevándome a replantear mis argumentos anteriores y a decidir celebrar en el futuro cada nuevo año que pueda cumplir, tal vez porque siento que en el tiempo vivido ya hice lo que me estaba encomendado, y el bien recibido tiempo que me reste será un regalo de la providencia, y por tanto, algo que deberé agradecer: ¿Porque?... ¿Cómo no deleitarme en el almuerzo de ayer con la presencia de mi madre y mi suegra, ubicadas con sus 89 años en un extremo del rango etario, y la presencia de mis nietas en el otro, mellizas de tan solo 8 meses? Y entre ellas cuatro – aunque lamenté ausencias – estaban representados todos los vínculos de afecto creados a lo largo de mi vida.
 
Sí, a partir de ahora: ¡Seguiré celebrando cada nuevo año de vida!
La mañana oscura me incita a buscar en el trote la reflexión que alumbre el misterio de mi vida, con igual simpleza a la de un pescador que acude al vasto mar en busca de sustento. He presenciado muchas veces el proceso del amanecer en las más de veinte mil veces que lo he vivido, y como siempre, el milagro diario vuelve a maravillarme. Mientras la serena luz del día vuelve a sorprenderme, en la soledad de mi trote reflexiono en torno a una materia de permanente presencia en el debate: ¿En qué momento un niño es eso: un niño? Amo la discusión porque el debate orienta nuestra reflexión y luego nuestro crecimiento, sin embargo, en torno a esta materia los especialistas tienen posturas distintas, que a veces me confunden, pues desde mi perspectiva, se trata de una pregunta que nace en el alma y por ello para responderla me ampararé en una vivencia que alteró mi postura y cuya narración comparto con ustedes…
 
La veo venir desde lejos, su figura esbelta y fina se acerca con paso que aparenta seguridad. Su acostumbrada prisa y sus trancos acompasados, la llevan a cubrir rápidamente el espacio que nos separa. Le beso en ambas mejillas y la abrazo con fuerza, como queriendo arrebatarle el dolor que he sabido anticipadamente que su alma encierra. El día es triste y gris, y en el suelo aún se aprecia la humedad de la reciente lluvia, que reiterativa, vuelve a ratos cayendo fina y persistente, como la ambigua garúa matinal.
 
Camino con ella hasta mi nueva oficina - que aún no conocía - y recorremos una a una cada dependencia. Saluda en silencio a las personas con que nos encontramos, extendiendo siempre esa sonrisa bañada de dulzura que nunca le abandona, como si formara parte de ella. Nos retiramos pronto, con la extraña fugacidad del que teme ser sorprendido, porque ansiamos estar solos, para abordar la conversación que vendrá. Nos dirigimos a un restaurante cercano en el que hemos estado antes, ordenamos de prisa y cuando el mozo se retira, ella rompe el silencio.
 
-Estoy tan angustiada… Creí que la distancia me devolvería el cariño que yo sentía haber ido perdiendo, que lo extrañaría, que echaría de menos su presencia, pero con incredulidad, he descubierto que no ha sido así – dijo con un acento investido de sombras melancólicas, en un hilo de voz apenas audible que reflejaba lo difícil que le resultaba exponer en profundidad las intimidades de su alma herida.
 
-Su alejamiento – continuó – me ha servido mucho, honestamente, lo he disfrutado, lo que me ha transmitido un sentimiento de culpabilidad que me aterra y me tiene sumamente confundida.
 
Extendí mi palma sobre la suya. Estaba helada - ¿Cuánto tiempo llevan casados? – pregunté por ganar tiempo, sin querer sacar yo la cuenta, mientras asimilaba sus confidencias.
-Cuatro años – y se calló bruscamente, en la antesala – intuí - que precede a una revelación importante, por lo que, con la inmovilidad del que no quiere hacer nada que pueda alterar el normal curso de los acontecimientos, esperé expectante.
-Estuve embarazada - declaró alzando la barbilla, y continuó - cuando eso ocurrió, pensé que se iniciaba una etapa muy dulce en mi vida, la de la maternidad, pero con casi dos meses de gestación perdí la guagua y sentí con eso que mi vida se derrumbaba.
-¿Cuándo?- pregunté intentando ocultar mi  desconcierto y percibiendo que una inconfundible pesadumbre se extendía corrosiva por mi pecho, y me pareció que a ella  le  quedaba la impresión que en mi cultura varonil  yo no había sido capaz de  dimensionar  el hondo contenido del hecho que me acababa de revelar.
 
-En febrero – contestó, sumida en un estado de honda y desolada tristeza.
Hubiera querido abrazarla, pero permanecí rígido a su lado, sacando cuentas de que si todo hubiera andado bien, estaríamos en torno a la fecha del parto.
-Para los hombres no tiene tanta importancia, pero para mí ha sido devastador – concluyó - mientras yo advertía la tenaz lucha que estaba librando por impedir que una mueca deformara la línea de sus labios, desbordando su llanto y el dolor que, reconociendo, se negaba a exteriorizar.
 
Acudió a mi memoria una reciente discusión familiar en la que yo había estado envuelto. Sostuve entonces, el pueril argumento de que la vida de un ser humano parte al momento del nacimiento y no en el instante de la gestación. Por su dolor, reconocí de inmediato una íntima y brutal sanción a mi argumentación y me arrepentí de inmediato de mi anterior postura. Su expresión me reveló en forma irrefutable que la pérdida que ella sufrió fue la de un hijo y no la de un feto, y contra el dolor del duelo que en soledad ella había sufrido, mis argumentos cayeron a pedazos, insustentables.


-¿Porqué no lo comentaste, porqué te guardaste ese dolor? – Pregunté, pero recordé a su madre, y entendí que, en su caso, ese silencio opresivo la acompañaba desde los genes maternos.

 

-El no quiso, rehuyó el tema, se encerró en un extraño mutismo y me pidió que guardáramos el secreto, y yo le hice caso, opté por conservarlo como un secreto que no he compartido con nadie, ni siquiera con él volví a tocar el tema, y se ha mantenido conmigo, persiguiéndome fustigador, con la extraña sensación de que no me abandonará jamás.
 
Me di cuenta de la terrible carga que había debido soportar sola, injustamente sola, y me invadió un asfixiante sentimiento de pena, y solo atiné a tomar su mano, que no se había entibiado, como era el caso de su madre.
 
-Después – prosiguió- mi cuñada anunció su embarazo y ya no me atreví a tocar el tema, no me pareció pertinente.  Intenté olvidarlo, pero sentí que la extensión de mi pena desbordaba mi alma.  No tuve a quién recurrir, busqué la compañía de mis amigas y mantuve mi silencio. Perdí - al no contar con su apoyo - todo el interés por insistir en tener un hijo. Me sentí insulsa, vacía.

-¿Ahí es cuando él decide ir a trabajar al sur?
- Así es. O él no percibió mis sentimientos, o seguramente, también él requería estar solo. Cuando me lo propuso, yo acepté de inmediato; nuestra comunicación había decaído mucho, y sin expresarlo, ambos entendimos que el azar del alejamiento representaría nuestra única opción para encontrar el rumbo perdido. Como alguien que ha perdido todo lo material y en un intento desesperado - perdidas las facultades del razonamiento – se pone en manos de los milagros de la vida para recuperarse.

-Y, ciertamente, no ha sido así – repliqué melancólico.

-No, no fue así. ¡Al contrario! He disfrutado este distanciamiento. He vivido mi propio renacimiento. Me he divertido. He descubierto mis propios atractivos y he alcanzado un grado de seguridad en mí misma que no poseía. Cuando el fin de semana recién pasado me sorprendió con una visita repentina, no pude seguir callando, y acongojado, escuchó lo que él jamás imaginó que pasaría por mi cabeza. Con mucho dolor me dijo que está dispuesto a hacer lo que fuera por salvar nuestro matrimonio, y yo lo agradezco, pero ya es tarde.
¡Ya no lo quiero a mi lado!
 
Y cayó en un controlado silencio.
-Entiendo la crisis que estás enfrentando – le respondí con cautela -, y la decisión te pertenece solo a ti.   Siempre contarás con mi apoyo y solo puedo decirte que el corazón suele apoyarse en la razón para infundirnos coraje ante una decisión que no somos capaces de tomar, porque el alma, que juega con nuestra sensibilidad nos exige generosidad y nos impide dar el paso que nuestro temperamento reclama clamoroso. 
 
Es una lucha permanente en nuestra conciencia, que nos acosa incesante a lo largo de la vida.
 
-Es verdad- reconoció ella, es el conflicto en el que estoy confundida. No he tomado la decisión de separarme, pero necesito tiempo para reflexionar, tal vez decida durante el próximo año realizar un curso de postgrado en Europa, es algo que siempre he querido hacer y creo que no tendré otra oportunidad – concluyó con sabiduría.
 
Al separarnos, a medida que el tiempo transcurría, el germen que había permanecido como una mancha incómoda en mi pecho, se extendió devastadora por mi cuerpo, encausándome hasta un páramo de tristeza abrumadora.