De pronto, irrumpiendo en forma precipitada, el enfermero interrumpió la escena al interior de la sala de urgencia - situada en medio de otras dos y aislada por livianas cortinas que no impedían oír sus diálogos - mientras mi mujer me observaba recuperar la tibieza de mi cuerpo cubierto por las sabanas de la cama y por gruesas cobijas que me pusieron encima y que me mantenían aprisionado.
-El pulso te bajó a 33 por eso empezó a sonar la alarma – dijo el corpulento enfermero. Sí, pero eso es porque corro y el músculo del corazón ha crecido más de lo normal – contesté, fastidiado de repetir la explicación.
-Le suministraremos suero para hidratarlo y un medicamento para el dolor y haremos un escáner, cuyo resultado determinará si debe permanecer internado – señaló - en el centro médico norte americano al que había acudido - la joven doctora, con inequívoca autoridad y supe que era tiempo de acatar, esperaría a que se abriera un flanco por el que pudiera deslizar mis argumentos que en todo caso poseían la fragilidad de lo intuitivo y que se orientaban a correr la maratón al día siguiente.
-¡Quítame eso cabrón!– tronó la voz de una anciana en la covacha vecina. Tranquila mamita – se escuchó acariciadora la dulce voz masculina. ¡Saca eso de mi brazo! – Espetó la vieja. Estoy cansada – susurró luego.
El viernes de la noche anterior, junto a mi mujer, habíamos llegado a San Antonio, Texas, para correr la maratón, conmemorativa de los 300 años de la ciudad. La tarde se internaba en un crepúsculo que lucía en el cielo la magia de intensos e inescrutables colores cuando entramos al hotel.
Rápido, porque estábamos hambrientos y ansiosos, caminamos en busca de un lugar para cenar, nos internamos por el river walk, un paseo en el que urbanistas, arquitectos y autoridades han integrado el río a la ciudad consiguiendo un resultado de exquisita armonía y placidez.
En el restaurante mexicano entonamos una canción de esa tierra y nos retiramos a dormir con la sensación de que nos divertiríamos y con la grata impresión de estar en un lugar en el que se reconocía la concurrencia de dos culturas opuestas, la ordenada y rígida disciplina de los gringos contra la emotiva pasión mexicana, convencidos de que ambas, conciliadas en la dosis correcta, promueven un mundo mejor.
Al día siguiente, hice un trote suave de media hora, habitual para soltar las piernas para el día que venía, y más tarde, caminé en busca de un par de zapatillas que no había podido comprar, las mías estaban gastadas, y aunque no recomiendan usar zapatillas nuevas en un maratón, yo creo que aquello constituye una de las tantas cábalas y mitos que alimentamos los corredores.
Me decidí por unas Adidas sin cordones y de amplia horma, que llevé en un número superior al mío, ya que lo que es seguro, es que el pie se hinchará y que si no tiene espacio para moverse con libertad al interior de la prenda, chocará con las paredes de ésta, sufriendo la dolorosa pérdida de una o más uñas. El daño y la deformación del pie, cambia según las condiciones de humedad y calor en el día de la carrera, de manera proporcional a la extensión del recorrido.
Confiado del beneficio de mi compra, al salir de la tienda noté una extraña molestia que se acentuó de prisa, y que subió hasta tornarse un dolor de carácter conocido pero que no identifico, se me seca la boca y el cuello se me humedece ante la presencia de un desagradable sudor helado, el dolor sigue adelante, hasta alcanzar un umbral extremo, empalidezco, me mareo, pierdo estabilidad y siento náuseas.
Llegamos al hotel, identifico el dolor que ahora me acosa con fuerza, me revuelco y arrojo con intensa virulencia todo lo ingerido. El dolor cede, permanece expectante, pero sé que volverá, y repetirá el proceso. ¡Hasta aquí no más llegué! – Es mi conclusión. Claro, no es la primera vez que me ocurre, se trata de un artero cálculo renal que como en otra oportunidad viene a importunarnos el viaje.
Nos mantenemos encerrados en la habitación hasta las cuatro de la tarde, agobiado por repetidos episodios. Agotado física y mentalmente, restan 15 horas para el inicio del maratón cuando decido acudir a un hospital. Bajo al lobby y solicito al gerente que desde el hotel me deriven a un centro médico. Rechazo ir por mi cuenta, le exijo que me lleve alguien del hotel y que me reciba un especialista contactado por él. Dejo el problema en sus manos, si voy por mi cuenta, el problema será mío.
Acompañados por un funcionario del hotel llegamos al recinto, en donde ya saben de nosotros y nos piden esperar en una solitaria sala en aquel apacible día sábado. Localizado en el down town de San Antonio, el lugar, que descubriremos contiene infraestructura completa y de punta, parece estar orientado a la atención de indigentes, y en el acceso reza un letrero escrito en inglés y castellano, que aunque no pueda pagar, el usuario tiene por ley, el derecho a exigir la mejor y oportuna atención.
Entra un afroamericano joven, vistiendo una tenida roja que corona con un sombrero amplio de igual color, porta una cortadora de césped que ubica en un rincón de la sala, sale el guardia y le indica que la máquina debe permanecer afuera, pero el otro responde agresivo.
Se van a ir a las piñas - pienso, pero el guardia se desentiende, sonríe indulgente y continúa su recorrido acariciando la cacha del revólver que pende de su cinto. Aparece un latino gordo y vulgar, que después de dar sus datos se dirige a mí, alega que si se respetara la Biblia, no se trabajaría sábado ni domingo. Tenso por mis dolores, lo fulmino: la libertad, establece que cada cual trabaje cuando lo estime conveniente. Me hacen pasar y no vuelvo a ver al gordo.
Relato mi caso a la doctora y le cuento que he venido a correr la maratón, que convivo con los cálculos y que cada cierto tiempo me hacen pasar un mal rato. Seria, me indica que ordenará que me hagan un escáner, que me aplicará suero, me inyectará un medicamento para el dolor, y que me hará análisis de sangre y orina, porque si hay infección deberé internarme, pero yo confío en que no la hay, pues no tengo fiebre.
-Con eso, seguramente puedo correr mañana – aventuro. Recuperaré mis fuerzas y sin dolor puede que la carrera hasta me permita expulsar el cálculo – insisto. Mirada escrutadora, sin respuesta… Esta llegará unas horas más tarde, a la vista de los resultados de mis exámenes: Mi recomendación es que no la corra, está hidratado, no tendrá dolores y no tiene infección urinaria, pero tiene un cálculo de 13 mms, instalado en la uretra y que le seguirá provocando dolor porque por su tamaño no podrá salir en forma natural, y lo que es más grave, es que al lado izquierdo tiene un poliedro de irregulares formas y de mucho mayor tamaño.
Nos retiramos y asumí el compromiso con mi mujer de que aunque veía muy difícil correrla, lo intentaría si no tenía dolores durante la noche y que si llegaba a correrla, al primer anuncio abandonaría la competencia para volver al año siguiente.
Un sueño fragmentado fue el aciago acompañante de la noche y fantasmas acosadores me despertaron sobresaltado muchas veces; en cada ocasión revisé angustiado los dolores, que nunca se presentaron. A las seis, me di cuenta que había descansado suficiente, no seguiría durmiendo. Me puse de pie y observé por la ventana que habría un día luminoso, con calor y algo de humedad. Reinaba, y lo advertí desde mi habitación, mucha actividad en torno a la línea de partida, que al igual que la meta, se ubicaban a pasos del hotel. Observé el apacible sueño de mi mujer y me vestí con calma, sin haber tomado una decisión.
Me preocupaba hacerle pasar un mal rato y se me cruzó inoportuno, el recuerdo de un viaje a México… Después del trote, me interné a nadar en las frescas aguas del Pacífico y al querer volver, me di cuenta de lo estéril de mi esfuerzo, la corriente, simplemente, superaba la fuerza de mis brazadas. Atrapado por las aguas, pensé en su mirada cenicienta ante una trágica noticia y supe que no podía causarle ese angustioso dolor en un país ajeno y extraño, menos que nadie, ella se merecía aquello.
Palpé ahora, como entonces, que el amor inhibe la audacia. En la playa mexicana, salí del trance cuando inexplicablemente, en el solitario mar surgió la presencia de cuatro surfistas que entendiendo la situación me devolvieron a la arena de la playa. Aquí, en San Antonio, me debato en el conflicto de mi decisión: Corro o no corro.
Bajé al comedor, intenté comer un plátano, pero carecía de hambre. Volví a la caja de ascensores que, para asignarme elevador, requirió el piso de mi destino. Piso 1: la calle y la algarabía de la fiesta; Piso 19: el tranquilo reposo del lecho. Presioné mi destino y con la decisión tomada, ingresé al ascensor…
Continuará en la próxima edición