Oh I'm just counting

Percance. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

Segunda parte
Obligado por el ascensor que me exigió el piso de destino al dejar el salón del desayuno tomé mi decisión. ¡Lo intentaría! ¡Hasta que las fuerzas me lo permitieran! No tenía hambre ni sed, ni alguna forma de dolor, y no sentía cansancio. Sabía, sin embargo, que la infusión de medicamentos era lo que controlaba el dolor, y el suero administrado, la deshidratación sufrida el día anterior. Temía que ambos o uno de ellos, me pasara la cuenta durante la carrera.
 
Al salir al exterior, una bandada de aves en vuelo inescrutable cruzó el cielo y se dejó oír el silbato lejano de un tren que alentó mis dudas, ahuyenté los infaustos presagios que me agitaban, atrapado de inmediato por el jubiloso ambiente de la fiesta: cuerpos desafiantes que deambulan en el amanecer naciente aun teñido de azul índigo, brazos y piernas desnudas que enfrentan con desenfado la brumosa y fina brisa matinal ¡Sí, correré la maratón! Determiné convencido.
 
Han pasado exactas dos semanas, y mientras me refugio con desesperación en la música de Schubert, poblada de melancólicas escenas que identifico con instantes cotidianos de tristezas y alegrías, repaso lo duro que han sido estos quince días, e intento asimilar el rudo proceso que me disminuye - con golpes que no me derrumban - pero que anuncian mi fragilidad, y con un aura burlón me acosa con la amenaza de un nuevo embate.
 
En San Antonio, miro el reloj: 6:30, falta una hora para la largada. Dialogo con algunas personas y espero, intentando controlar las ideas que viajan libres entre la mañana de sol y esfuerzo que se me viene; el cuarto en que ovillada, descansa mi mujer temerosa de mi suerte, y otras tantas escenas frugales que, desde mi ciudad, extendiéndose como filamentos invisibles, se anudan a mi alma, a través de cada uno de mis sentidos. Queda algo de tiempo. Saco algunas cuentas, el recorrido estará signado por millas, y debo completar 26 para concluir. ¡No parece tan difícil!
 
Calculo que para hacer menos de 5 horas – no cabe aspirar a algo mejor- debo tomarme once minutos por milla, una cuenta bastante simple de manejar con mi cronómetro y que, si logro mantener, me permitirá rebajar en 14 minutos el tiempo esperado. Súbitamente, me saca de mis conjeturas la rápida entonación del Himno Nacional Americano que anuncia la largada de la carrera, y la masa concentrada se desenvuelve raudamente hasta hacerse una ondulante serpiente colorida que se extiende sinuosa por las calles de la ciudad de San Antonio.
 
Los días siguientes a la carrera, inmovilizados en la ciudad por el temor de alejarnos del centro médico, cercano al hotel, y al que podíamos acudir ante un inconveniente ocasionado por mis cálculos renales, los dedicamos a pasear por el down town. El Álamo, la Misión que despertó alguna vez mi infantil inquietud, está a solo unos metros del hotel, y es el lugar en que en el año 1836 se libró la batalla que encausó a Texas hacia su independencia.
 
La iglesia, bodegas, dependencias y muros que conformaban la Misión son fiel testimonio del drama que soportaron las piedras que dan forma al recinto… Presionado por el General Santa Ana a dejar el Álamo, Houston, jefe supremo de los rebeldes Texanos decide replegarse, pero su orden, asentada en la lógica racional, incentiva el temperamento de hombres libertarios que deciden permanecer en el Álamo, definiendo así el lugar que ocuparán en la historia. William B. Travis, abogado temerario de 26 años, opta por la defensa, y junto a David Crockett suman un total de 189 personas que no abandonarán la Misión.
Durante 13 días 4.000 mexicanos asedian la Misión que no recibe ayuda. El 6 de marzo se produce el asalto final, a las 5 de la mañana de ese día, desde todos lados, columnas de soldados mexicanos atacan las murallas del Álamo. El General Santa Ana estrecha el cerco, y en gesto de nobleza, permite abandonar la Misión a 30 inocentes, entre mujeres y niños que deben separarse del hombre que, en defensa de sus ideales y en la plenitud de la vida renuncian a ésta, optando por anticipar su cita con la muerte. Tal expresión de entrega me lleva a pensar en Khashoggi, el periodista saudí que con tozudez no cede en sus ideas, aunque aquello le lleve a la muerte.
 
A las 8 de la mañana, tres horas después del inicio, todo se ha perdido, Travis, el joven que había proclamado victoria o muerte, es uno de los primeros en caer, y lo hace mirando con insolente rabia a sus atacantes. David Crokett, con quien la historia ha sido generosa, está entre los siete que se rinden, pero aquello no les alcanza para salvar la vida, y por orden del General Santa Ana son pasados a cuchillo. Los cadáveres de la contienda, confundidos unos con otros, son quemados en una enorme pira. Al poco tiempo, Sam Houston regresará para derrotar al general mexicano y hacerlo firmar la capitulación en una humillante ceremonia.
 
Mis primeros pasos en la carrera son tímidos, desconozco el incierto comportamiento de mi cuerpo, y me preparo para cualquier imponderable.
Alcanzo el K5 en menos de 33 minutos, y me siento bien, no estoy cansado, ni agitado, y me cuentan desde Santiago que voy a un ritmo de 10:37 minutos por milla, lo que encuentro satisfactorio.
 
En cuanto al dolor, el cuerpo adopta una forma de complicidad sutil y delicada cumpliendo ciertos códigos que permiten posponerlo por un tiempo, algo como lo que suele ocurrir con ciertas personas ante la presencia de la muerte, en que logran controlarla por un rato, para ser capaces de despedirse de alguien muy amado. Hay autores, un amigo me envía un artículo, que piensan que ciertos espíritus son suficientemente duros como para hacer placer del sufrimiento, y yo siento que, al llegar a cierto umbral, el dolor adquiere rasgos de placer… 
 
Mejoro un poco mi ritmo, y aunque no puedo recordar el recorrido, llego a la primera mitad de la carrera en 2:18:29. ¡Estoy seguro de que el dolor esperará! Siento que puedo lograrlo. Ayer yacía tirado en una camilla de hospital, sin ánimo para moverme, y hoy, he terminado ya la mitad de la prueba. ¡Me ilusiono! ¡No exceder las 5 horas! Solo debo preocuparme de avanzar; hidratarme en cada puesto; y cada 10 kilómetros - a partir del K5 – consumir uno de los cuatro gel que llevo conmigo; y por cierto, para mi tranquilidad emocional, comunicarme con mi mujer al pasar por cada decena de kilómetros recorridos.
 
Apreciamos, en los días siguientes a la carrera, los beneficios de la apacible vida que se advierte en la ciudad, me preocupo en uno de estos paseos de establecer contacto con mi doctor en Santiago que curiosamente, resultó ser mi vecino. Él se encargará de internarme y a primera hora del lunes siguiente a mi llegada, me someterá a una litotripcia, proceso destinado a destruir los cálculos y permitir que los fragmentos resultantes sean eliminados de manera natural. ¡Tiene éxito! Dado que el cálculo es de baja densidad, lo ha destruido, pero… ¡Los dolores persistirán! Cómo se trata de un excelente facultativo, conocedor de mi historia clínica por muchos años, me entrego a sus decisiones y confío en que, aunque mi caso es complejo, sabrá elegir la mejor opción para enfrentarlos, y yo me resignaré a continuar mi vida acompañado por tan desagradables compañeros.
 
Conservo más recuerdos del recorrido de la segunda parte de la carrera. Permanentemente, a lo largo de varias millas, corremos sobre la ribera del río, y nos devolvemos por distintas calles. Bordeamos parques y nos acercamos de vuelta al centro de la ciudad, reconocible por los numerosos edificios en altura.
 
Intento controlar mis pensamientos, le digo a mi mujer que voy bien, que nos vemos en la meta, no atiendo el celular y me evado a un mundo oscuro en que solo cuenta el traqueteo de mis pasos. Mis muslos, sobre todo el derecho, están adoloridos. Si cedo, no lo lograré. Aguanto, consciente de que mañana será un día doloroso, persisto porque ya estoy celebrando el efímero destello de gloria que, a mi llegada, iluminará por un instante algo de mi vida. ¡Solo eso! Colgarán de mi pecho una medalla que coronará el esfuerzo y mi mujer me besará con una mirada con sesgo de censura en la que confluirá la indulgencia y el reproche.
 
Son los últimos metros, distingo la meta. ¡Estoy llegando! Solo 300 metros, postrer esfuerzo, acelero, paso a uno, dos, tres, varios más, que van tan deshechos como yo. Cruzo la meta, detengo el cronómetro, y sin que nadie me asigne importancia, sumido en las íntimas miserias de mi exacerbado orgullo, leo: 4:59:29.