Los compases del tango amargo repican en mi cerebro recordándome lo largo que sin él se ha hecho mi propio camino.
Tangos y trote. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista
Arracimados en una mesa cercana al escenario del viejo boliche porteño en que nos han ubicado, con la prisa que hoy solemos vivir, al escuchar el tango de Piazzola acude hasta mí la sensación de inacabada aceptación que elalejamiento prematuro de mi padre me produjo, y… su mensaje lúcido en la postrera despedida -como sentencia tallada a fuego sobre mi pecho- vuelve fustigadora: “Tú no me preocupas, saldrás adelante, pero no te olvides del resto”. Y se marchó sin más, sumiéndome en el desconcierto de la noche oscura que lo envolvió para siempre.
Han pasado muchos años y ahora, mientras troto en Buenos Aires, voy rumiando el doloroso instante de la muerte de mi padre. Estoy aquí junto al equipo de trabajo de mi empresa y, al correr,hago el balance de losproyectos abordados en mi vida y me pregunto si he sabido respondera la última exigencia de mi viejo, planteada con la inclemente lisura de la voz amada que se extingue para siempre.
Se ha sumado a mi trote un compañero y, juntos, en un largo silencio que interrumpimos a ratos, cruzamos el río con formas de océano hacia las antiguas dársenas del puerto, transformadas hoy en modernos edificios que compiten en altura y en desafíos arquitectónicos. La ilusión que me asiste y que mientras dure será una realidad es que en cada uno de estos viajes quienes me acompañan crezcan, despojándome de mis conocimientos. Al perderlos, gradualmente, yo continuaré mi camino hacia el dulce refugio de mi melancolía. ¿De qué me sirven mis limitados conocimientos si no soy capaz de transmitirlos?
Ese es el desafío que me anima en este viaje que, además, aprovecharé para compartir con personas cuyas palabras caen en mi alma como gotas calientes llegan a un vaso, entibiando el agua que el tiempo ha ido enfriando.
Corremos sobre rellenos que han extendido la ciudad sobre el río. Vamos por el paseo de la fama, en torno a la reserva ecológica y nos entretenemos descubriendo los nombres de los deportistas que la ciudad -tan llena de estatuas y monumentos- ha elegido para conmemorar a quienes han dado regocijo y reconocimiento a su país en el mundo.
Ayer las palabras de una chica, cayendo como gotas candentes, entibiaron mi alma y yo las recogí con la fruición del mendigo hambriento que recibe de una mano dadivosa una moneda preciada, porque fueron palabras que me permiten revivir y renacer a través de ellas.
Algo de inmortalidad hay en ello. Se trataba de la entrevista de una joven periodista del diario La Nación, pero desde el primer momento sentí que sus comentario me sacudían de la inopia a la que nos lleva la vida cuando constatamos que nuestros esfuerzos por cambiar ciertas estructuras rígidas que los hombres han escogido para sus vidas nos resultan estériles, insuperables e insoportables.
Al encausarnos hacia una conversación cálida, humana, me pareció que ella había descubierto en mi libro aquel inequívoco sentimiento de inexplicable contenido que un escritor sueña con transmitir a un lector. ¡No todo estaba perdido! Estaba frente a mí alguien que recogía mi mensaje, alguien cuarenta años menor y proveniente de un mundo ajeno o ¿sería que los mundos que habitan al interior de los seres humanos son similares?
Aunque ha leído mi libro sobre reflexiones de trote terminamos hablando de otro libro, en el que toco recuerdos de infancia. Finalmente, llegamos a Sábato y decido que visitaré el Parque Lezama porque quiero conocer el lugar en que en la novela El Túnel se conocen los protagonistas.
Alcanzamos en nuestro trote hasta la reserva ecológica y nos internamos por el sendero de los lagartos, conformado sobre un relleno dispuesto sobre las aguas del humedal. Acompañados al correr por la inefable sinfonía de los pájaros, de quienes desconozco si los sonidos que emiten tienen que ver con un saludo a los numerosos corredores que invaden el lugar o son un canto de repudio contra el hombre invasor que atenta contra su espacio.
He sostenido otra reunión que una vez más me ha remecido barnizando con una pátina de fugaz humanidad mi alma. Cuando le he contado que estoy aquí, en su ciudad, ha querido reunirse conmigo y yo, en mi apretada agenda, me he hecho un espacio, porque también quiero verlo. Eduardo, si tuviera que calificarlo en una palabra, diría que es un indomable, una hombre de resolución inquebrantable y que aunque podría, no se interesa por brillar.
Ha publicado un libro sobre el que, ya en la calle Leandro Alem, al despedirnos, escribe una sentida dedicatoria mientras me cuenta con esa verborrea incontenida que posee que del edificio del frente su padre, importante militar, disparó una ráfaga sobre la barcaza en que Perón huía hacia su exilio a finales de los años cincuenta. Me lo contaba cada vez que pasamos por aquí, aunque nos separamos temprano, porque al terminar el colegioél no cumplió conmigo una promesa y yo dejé para siempre la casa paterna para iniciarme en la pintura y en la escritura.
Hablamos de diversos temas durante la tarde efímera. Cuando lo veo alejarse su enorme estatura luce gastada, agobiada por los constantes maltratos con que la vida suele premiar a los rebeldes, pero su orgullo estáintacto, sin claudicar y sin transar permanecerá contando su verdad hasta que su último hálito de fuerza emita su último hálito de voz. Y ¡quedará!
Desaparecerá lentamente, como ocurre con las horas en una tarde de tedio, o raudamente, como el vértigo con que se agota la vida. ¡No lo sé! Pero sé que su mensaje de demencial denuncia está ahí para quien quiera acogerlo, hoy o en el futuro, porque no tengo dudas de que con el paso del tiempo los hombres que hoy lo censuran negándole cabida y recluyéndolo a una forma de inmoral indigencia, algún día sabrán valorarlo.
No podré estar en la presentación de su libro, que se celebrará este próximo jueves en el museo Larreta de la Plaza Belgrano. Lo acompañaré desde aquí e intentaré que algún día pronto su libro sea presentado acá, en Chile, país al que está vinculado por la nacionalidad de Luz, su mujer.
Me doy tiempo, visito con algunos de mis compañeros de oficina el Parque Lezama, me harto de observar sus árboles e intentar descifrar la historia que en su eterno susurro ellos transmiten. Caminamos por un rato hasta que llegamos a la calle Caseros y siento ahí ese extraño llamado que en ciertas ocasiones nos aqueja con una fuerza inexplicable y misteriosa: ¡Que ganas de vivir aquí!
Visitamos también la Plaza Belgrano, he querido conocer el ambiente en que Eduardo presentará su libro. Nuevamente me he regocijado con la pureza provinciana del lugar. Desde la Plaza observo los jardines del museo y llaman mi atención dos cipreses que parecen custodiar al resto de las almas verdes que lo habitan y que se extienden verticales hacia el cielo, como si creyeran en los designios que desde ahí provienen.
Estamos volviendo al hotel, el trote ha sido duro, mi amigo, novato, ha intentado mostrar sus capacidades y me ha sometido a un ritmo intenso y yo, con el amor propio del más viejo, no he querido claudicar y he aceptado correr a ese ritmo. Pero hemos llegado y la ducha fresca se encarga de remover la desesperanza hasta volverla ilusión.
Caminamos de vuelta al hotel, flotan aún en la noche los inmortales sones de los tangos que hablan de miserias, que hablan de dolores. Amargos, los tangos hablan de la vida. En la madrugada bonaerense el viento fresco de la noche arrasa y la gente parece saberlo, pues se ha volcado a la calle para vivir la noche como si fuera el final. Me acuesto, me acoge la soledad del lecho, intento escribir algo, solo puedo esbozar unas ideas, me recojo en mi fatiga, me encojo en mi fragilidad, me acurruco en mi tibieza, y miro hacia el río ilusionado de dormirme contemplando el mar. Lo he hecho antes, hace muchos años en este mismo lugar, pero no distingo el amplio río, solo una pizca de aquel. Un enorme edificio me impide su vasta vista.
El costo del progreso a veces es capaz de matar las ilusiones que alienta la eterna observación del río.