-¿Te gustaría volver a tu país? – pregunté al joven a cargo de la entrega de departamentos.
- ¡Claro que sí! – responde sin dudar, y el tono contiene un rabioso e ineludible sesgo de melancolía.
Al frente – más allá de los cristales del departamento del octavo piso – se extiende el inconmensurable mar, patrón de inextinguibles ilusiones que observamos como anhelantes pájaros confinados al eterno cautiverio; él, al de un sistema político abusivo, y yo al del extraño temor humano de saltar a la aventura del abismo.
-¿Y por qué no lo haces? – lo espeto desafiante, induciéndolo a hablar.
-Al venirme, tenía pasaporte, pero venció. Si vuelvo, no me darán otro y tendré que quedarme allá. ¿Para qué? – pregunta sin esperar respuesta, como susurrando al viento, mientras situados en el balcón, contemplamos el acelerado rumbo de las nubes que viajan con la urgente ansiedad de regar la extensa comarca, abriendo flancos por donde se cuelan rayos de sol misteriosos.
- ¿Y a quién tienes allá? – inquiero curioso, y me deja entrever su fastidio porque le estoy recordando el pasado que ha debido dejar y al que lo ata la horrorosa impotencia de una despiadada incertidumbre. Parado ante mí con un pie sobre otro y con la barriga apuntándome - replica vehemente.
-¡Mis padres están allá! Todos los meses les envío dinero, pues no tienen otra fuente de ingresos, pero me mortifica no saber hasta cuando se extenderá esta situación inestable, insostenible ya.
No lo dice con claridad, pero intuyo de su mueca, que desea con fervor el fin del régimen que se acerca a una tiranía, y mientas corro en esta helada mañana de sábado voy pensando en el éxodo de migrantes venezolanos mostradas anoche en imágenes de televisión desfilando atribulados por las fronteras vecinas. Peregrinos en desesperados intentos por ser acogidos en otros países, para quienes - al no tener mucho que ofrecer - se transforman en un insostenible problema, mientras en su país, el gobernante los insta con un inconsistente discurso a volver y no persistir en el exterior en la degradante función de lavar letrinas ajenas.
Mientras continúo mi trote en Santiago, muy lejos al sur, dialogando con el viento y la lluvia el joven trabaja preparando la entrega de departamentos, acosado por la angustiosa duda: ¿Cuánto más se extenderá el condenado régimen? ¿Cuánto más durará este trabajo? Y en su dolorosa impotencia, adivino que anhela la caída del gobierno, que lo separa de los suyos y le impide el regreso a la tierra amada.
¡Estoy cierto que lo desea! – concluyo en mi trote, porque alguna vez - sin haber padecido los males que le afligen – también llegué a anhelar la caída de un régimen.
Ocurrió una tarde de domingo, se cumplen 32 años de aquello. Llegaba con mi mujer y nuestros hijos de la casa de mis suegros cuando atónitos, observamos en la televisión imágenes que daban cuenta de un atentado al gobernante en el Cajón del Maipo. Atendimos ambiguas informaciones y confieso que, poseído por un espíritu demoníaco, me acosó el íntimo deseo del éxito de la operación. Más tarde, al saber que lo acompañaba su nieto, mis conjeturas torcieron hacia otras consideraciones, aunque mantuve cierta legitimidad por la conducta de los combatientes – que diferencié de la de un terrorista – porque admiré el riesgo aventurero de jugarse la vida, en defensa de un pueblo asediado por un régimen abusivo.
Tal conducta libertaria parecía investida de un coraje puro, intrínseco, por lo que, sin aceptarla, tampoco pude repudiarla. Advertí en la actitud de los agresores la inspiración de una lucha idealista, casi suicida, en contra de la opresión y el abuso, y sentí que brillaba en ella algo de la misteriosa luz que encarnó durante la Guerra Civil Española los mismos ideales de libertad que sedujeron a miles de extranjeros, ajenos a la península ibérica, a integrar las Brigadas Internacionales.
Vuelvo atrás la mirada difusa por la lejanía del encuentro, y me sitúo ante un hombre viejo - al que llamaré Stan – de frente arada por surcos de profunda reflexión y ojos bondadosos que alentaban un esperanzador brillo mientras de su boca brotaban palabras llenas de sabiduría.
Dios – me dijo, no desea que un hombre se pierda inútilmente, y eso obliga a que en beneficio de la paz – siempre frágil en la tierra - a veces haya que transar… Y por largo rato, guardó un silencio que no sé interrumpir, hasta que continuó persuasivo - La desidia de la masa y la defensa de su interés por parte del poderoso – permite que las organizaciones reguladoras de la armonía entre Estados mantengan una complicidad silenciosa, que suele imponer a las naciones débiles una tolerancia obligada. Ser respetuoso de la ley no siempre confiere autoridad. La violencia impone su voluntad y a veces el derecho sirve a los más fuertes y no a los más justos.
Ahora - mientras corro – trato de interpretar lo que me quiso decir ¿Significaba aquello sumisión ante el abuso del poder? O por el contario ¿Se podía legitimar un atentado que evitara víctimas inocentes? O había en sus palabras una velada insinuación de que tal vez: ¿Era necesario acumular poder antes de optar por una forma de lucha violenta?
Indago en mi despacho sobre la conducta de un tirano, y me encuentro con Santo Tomás de Aquino, cuya doctrina lo define como aquel que en busca del bien privado desprecia el bien común. Y añade: Se debe proceder contra el tirano por autoridad pública cuando la tiranía se hace intolerable, y algunos concluyen de aquello, que es virtud de fortaleza matar al tirano.
Me cuesta suponer que Santo Tomás de Aquino, por su prudencia y caridad fuera partidario de la muerte del tirano y concluyo en que tal interpretación - usada por el Coronel Stauffenberg durante la Operación Valkiria – fue la justificación para atentar fallidamente contra Hitler, en un episodio que costó la vida al militar y que mantiene el debate respecto de la legitimidad de un magnicidio que – en virtud del bien común - acepta la muerte de un tirano a través de un atentado. Me pregunto entonces ¿Fue aceptable la operación liderada por el malogrado coronel, al intentar detener el holocausto? Estremecido por mi respuesta, acepto que solo la falta de coraje ante las consecuencias de mi acto me hubiera impedido ejecutar tal acción. Solo la cobardía me hubiera impedido superar mis límites morales frente a un asesinato, y tal epílogo me abate.
Es inevitable que la historia, superada la contingencia, califique el grado de un tirano de acuerdo a la cantidad de víctimas que se le atribuyen, argumento deleznable ante la moral, sin embargo, para el grueso de los hombres, parece menos repudiable la idea de atentar contra un tirano al que se le imputa millones de muertes - Hitler y Stalin - frente a otros, como pueden ser, los representados por la dictadura Argentina o Chilena, en que se habla, en el primer caso del orden de 30.000 víctimas y en el segundo, del orden del diez por ciento del anterior.
¿Es legítimo hacer un distingo entre una tiranía según su ideología o número de víctimas? ¿Se puede juzgar desde el dolor de la víctima, cuando en tal caso, el inevitable sesgo de impiedad anula la justa caridad de la justicia? Desafortunadamente, los excesos ocurren en todos los ámbitos ideológicos, por ello, aunque se busque la respuesta con mesura y moderación esta siempre estará afecta al sesgo de las emociones.
Vuelvo a Stan, el hombre sabio, y llego a una reflexión brutal. La masa – dijo – eternamente olvidadiza, sumida en el sopor de la victoria siempre celebra junto al vencedor, y aquello permanece, porque el tiempo voraz y la esencia destructiva que anida al interior del hombre hace perecer toda obra humana.
He llegado corriendo hasta el remanso de paz que se encuentra en la tranquila playa a la que solía acudir a bañarme durante mi infancia. La marea ha subido y me entretengo con el juego de las olas que se persiguen y me divierto observando que la que viene se encarama sobre la anterior, que se recoge echando espuma para formarse nuevamente más adentro, donde el mar yace plácido, acumulando fuerzas para continuar con el ciclo ancestral.
no, tan lejos de su tierra y su mar, condenado a un despiadado exilio. ¿Alcanza, quien se lo impone, la degradante condición de un tirano? Y si es así ¿Cuál debe ser su sanción?
Quienes observamos – cavilo mirando hacia el mar - desprendidos de la impávida indiferencia que permite el abuso del hombre por el hombre - debemos alzar la voz y acudir con nuestro gesto y nuestro abrazo en defensa de cada joven venezolano que padece el exilio en el mundo.