Oh I'm just counting

Trote en el desierto. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

Poblada de estrellas que restallan sobre el abovedado cielo azul, la noche inconmensurable acrecienta la fragilidad de mi silueta. El estremecedor silencio se rompe a ratos por tímidas ráfagas que arrastran milenarias partículas de arena y suaves quejidos del viento.  Con la intrascendencia de un gusano, lejos del resto y protegido del frío, yazgo al interior de un saco de dormir, atisbando por una pequeña ranura la eterna majestuosidad del desierto nocturno. La luminosidad de una luna llena me permite observar el campamento rendido, en el que moran otros corredores que duermen fatigados por el intenso ejercicio del día.
 
Junto a mi hijo y un amigo, aceptando una invitación, nos inscribimos para participar en una travesía por las desérticas tierras de Atacama. Durante cuatro días recorreremos 100K alternando trote y caminata. Alguna vez, habíamos albergado la ilusión de correr en el Sahara, La maratón de los Sables, emblemática prueba en que durante siete días se corren 250K, algo que había superado nuestro anfitrión el organizador de esta travesía, lo que nos motivó a hacerla, porque además acercaría nuestra ilusión hasta ese lejano anhelo.
 
¡Y aquí estaba! Intentando dormir mi tercera noche en el desierto. Tendido sobre la arena compacta, evocando el cálido refugio del hogar, añorando la tibieza de sus gestos y sus formas, apiadado de mí mismo, empequeñecido ante la abismante presencia del universo.
 
Trote en la mañana, adelante el guía masculino, avanzando al paso solemne del patriarca que viaja confiado porque está bien preparado en algo que ha hecho un hábito, casi una obsesión, templado, porque no sabe de excesos y respeta su cuerpo porque carece de otro, yendo reposado hacia el final del camino, conducido por la luz serena del destino escogido, consciente de que el mundo mejora cuando nos imponemos metas severas, porque el rigor enriquece el espíritu y solo a través de él, podemos cambiar el mundo.  ¡Me habla! Absorto, me refugio en el templo de mi cuerpo, troto ensimismado, silencioso, auscultando la voz del viento que susurra mil años de historia mientras el polvo levanta lamentos que corren por mesetas llanas hasta horadar el perenne y entrañable monte rocoso, que sucumbe sometido, degradado por el paso de los siglos.
 
Norte extraño, agitado entre imperecederos y extraños sonidos que hacen murmurar al silencio. Norte ajeno que me habla de desolación y muerte, lejano al sur, que me habla de vida. ¡Complementos perfectos!  Montañas de arena y sal que estremecen mi alma, montañas de verdes bosques que extasían mi espíritu.
 
Trote en la tarde, atrás, cerrando el paso del grupo, nuestra guía femenina, mujer de privilegiadas piernas, infatigable, con armónico y gracioso paso corre sin límites. Admiro su tranco seguro, aprecio su elegante figura y acojo su maternal prestancia. Cruzamos ríos y cordilleras de muerte, salobres. ¡Nunca vuelvas la vista atrás! Te ocurrirá como a la mujer de Lot que, en castigo por su curiosidad, al mirar hacia atrás, se convirtió en estatua de sal.  ¡Edith era su nombre! - grita mi amigo después de un rato, cuando la concentración le ha permitido recordarlo bajo los 35 grados que reinan en el hostil ambiente.
 
Guía masculino y guía femenina, pareja unida por una pasión de vida. Padre y madre que nos conducen por las áridas colinas del desierto. Sol que alienta adelante, luna que encauza el rebaño. Cielo arriba, tierra abajo, y en medio, un grupo heterogéneo, armonizando en esta ilusión de mancillar y acariciar el desierto, lejos del ruido citadino, sin ver durante estos cuatro días a individuos distintos a los del grupo, cargando una mochila de tres kilos y observando el suelo y los colores de las piedras que la tierra, con riguroso celo, almacena bajo ella. Rocas ígneas provenientes de la furia del volcán, sedimentos que depositados en el lecho formaron estratos de rocas pizarra, cambios de presiones y temperatura que meteorizaron, todas las formas de piedras que guarda en sus entrañas la Pacha Mama, ante el implacable agasajo del sol Padre.  
 
No hemos venido a correr hemos venido a rasgar con nuestras zapatillas la superficie de la tierra, y la soledad del desierto nos obliga a abrirnos, y a compartir nuestras experiencias. Sobre costras de tierra endurecida, sobre surcos de ríos que alguna vez llevaron aguas y sobre dunas, corremos y caminamos hasta que nuestras piernas sienten el esfuerzo. 
 
Incesantemente, mientras escribo, el
pájaro se estrella una y otra vez contra los cristales del ventanal. Vive en el árbol extraño por el que se cuela la luz del poniente y en el que conviven mandarinas y limones. Desde ahí vuela hasta los barrotes de la reja de protección y persiste en su afán infructuoso por ingresar a la habitación. Choca con el vidrio, hasta hacerme temer por su salud, y continúa con su juego, y como yo, vemos pasar la tarde preñada de hastío. De vez en cuando desaparece unos días, y se me ocurre que viaja a encontrarse con otros pájaros que le ayudan a vencer su tedio, igual como hemos hecho nosotros al volar al desierto, a vencer nuestro propio tedio para sacudirnos el sopor que la rutina nos impone.
 
El intervalo en el norte nos ha servido para conocernos mejor, y como en una campaña militar, la intimidad nos ha permitido conocer nuestras diversas realidades: trabajo en un Banco, dice uno y a mí me parece que su trabajo lo aburre, me gustaría organizar un maratón en la isla, confiesa la que proviene de Cuba; tengo que correr alguna vez una ultra maratón, señala un joven cuyos rasgos recuerdan a un mamut y que viaja con su mujer, que a ratos se pierde sumida en recuerdos melancólicos de su pequeño hijo; vengo de Guadalajara indica con el dulce tono de voz que caracteriza al pueblo mexicano y a mí me dan ganas de regresar a su generosa tierra para cantar con los suyos algunas canciones que acompañaron mi infancia; por aquí pasaron los soldados durante la guerra, relata, mientras su marido avanza adelante, soy sobrina bisnieta – continúa, del Teniente Luis Cruz Martínez, olvidado idealista que con menos de veinte años, se inmoló por una causa que creyó justa, y su voz se arrastra por las arenas del desierto mientras narra la historia del héroe. Tenemos tiempo, mientras alentados por el ejemplo del valiente oficial buscamos el camino perdido que debe estar después de subir la fuerte pendiente del cerro aquel.
 
Observando desde el árbol, el pájaro descansa por un rato y luego persiste en su intento de ingresar a mi habitación, ¿Qué lo llevará a suponer que aquí estará mejor, cuando en el árbol tiene todo lo que requiere?- Pienso, y no puedo evitar comparar su ineficaz intento con el de ciertos hombres que por aspirar a un estado deseado, asumen conductas que los condenan a una forma de esclavitud.
 
Nuestro viaje termina en San Pedro, y en la noche, la organización ha dispuesto una cena de cierre. La estricta y austera dieta hace que la carne sepa a delicia. Asisten Enrique y Magdalena. La noche y el calor de la amistad motivan atenciones fraternas y se desborda nuestra sensibilidad. Nos excedemos en comida y bebida. Pero… ¿No son aquellos controlados excesos los que precisamente humanizan nuestra condición?  Él, ha sido nuestro guía de apoyo en esta travesía, se ha excedido en atendernos en estos cuatro días y justo es qur ahora, en la hora de la despedida nos excedamos juntos. Ha elegido vivir aquí y conoce esta zona del desierto como la palma de su mano, y ella ha decidido acompañarlo en la aventura. Liberados de las cadenas del consumo que oprimen el incierto destino del hombre, han optado por el espíritu libertario que solo el desierto puede ofrecerles.