Oh I'm just counting

TROTE Y PRESENTACIÓN ENTRE AMIGOS. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

Un ruido sordo que remeció la habitación y que provenía de la habitación vecina me obligó a levantarme.

La ventana proyectante que giraba en torno al eje horizontal superior de la hoja se había abierto por la fuerza del viento y se apoderó de mí, ante la incertidumbre, un leve temor frente al inusitado poder de la naturaleza. El viento arrastraba indescifrables murmullos que venían de la calle y que me parecieron extraños sonidos plañideros de trasnoche.
 
Desde la ventana del hotel ubicada en el décimo piso y agitada por la violencia del viento, podía distinguir un ángulo de la ciudad y sobre el pavimento mojado, el infinito reflejo de las luces de los semáforos, el alumbrado y los autos que en la madrugada circulaban por la ciudad eternamente ansiosa de actividad. Con cada bufido, el viento empujaba a los árboles que se estremecían furiosos, despertados como yo, del extenuante letargo de la noche.
 
La lluvia que caía con violencia me llevó a pensar -con ciertos deseos- que aquello obligaría a la organización a suspender la media maratón de Buenos Aires que se corre el segundo domingo de septiembre, pero entendí pronto que mis conjeturas no pasaban de ser un ilusorio anhelo y volví al refugio del lecho para aprovechar el par de horas que tenía antes de que vinieran por mí para llevarme a la línea de partida. Abrazado a mi mujer, que dormía, esperé, recogido y vigilante, que pasara la noche.
 
Dos noches antes había presentado en la embajada de Chile, mi libro “Crónicas de Trote”, y ahora, esperando por el desafío deportivo del día siguiente, cavilaba -arrullado por el vendaval exterior- acerca de lo emotivo que había sido para mí el evento, y en la intimidad del cuarto, agradecía a la vida y a las personas que me habían acompañado ese día. Observando los confiados rasgos del semblante sereno de mi mujer, fui repasando la imagen de quienes con su presencia me hicieron recorrer la historia de mi propia vida.
 
Irreemplazable camarada de infancia, Carlos me transportó hasta los albores de la década del 60, cuando montados en sendas bicicletas fuimos descubriendo los enmarañados misterios de la vida, que surgían en la calle y en el seno de nuestras propias familias. Abruptamente, nuestros caminos se separaron, y hoy -al acceder al otoñal remanso de la vejez- parecen confluir hacia el común destino del origen.
 
Gratitud, es la palabra que repetida tres veces, pone fin al himno de nuestro querido internado, y es lo que sentí al advertir en el Centro Cultural, la presencia de Gabriel y Patricio, compañeros desde la romántica época del colegio, marcada por la felicidad que surge como respuesta a la superación del dolor, y por el inicio de un idealista proyecto político que gatilló el fin de una era que destruyó para siempre el pausado rumbo provinciano de la vida de nuestro país.
 
La amistad verdadera, no puede existir sin la virtud, y de ella obtenemos provecho, que palpamos cuando enfrentamos la bonanza y la desdicha. Desde los difíciles tiempos universitarios venimos compartiendo con Enrique nuestras vivencias y esta vez, alegre, fue el primero en anunciarme que estaría conmigo en este momento de júbilo, ratificando aquello que un éxito carece de sentido si un amigo no lo disfruta como tú mismo, sobretodo, cuando tantas veces hemos debido sufrir juntos el dolor de nuestras propias derrotas.
 
A través de sus inciertos y misteriosos designios, a cada rato la vida nos pone en contacto con otras personas. Ha sido la tónica con mis colaboradores, de manera fortuita han llegado hasta mí, y a partir de ahí, entre sinuosos y agitados vaivenes, hemos desarrollado importantes relaciones laborales y humanas. Como valioso testimonio de aquello, valoré en la ceremonia la presencia de Manuel y Eugenio. Ellos representan a otros que no han podido estar, y especialmente a Carolina, insustituible y fiel compañera de ruta, que tuvo la generosidad de estimular mi camino hacia la escritura.
 
Por razones profesionales, un día acudí a la Municipalidad de Ñuñoa, para presentar al Alcalde un proyecto muy distinto a mi habitual quehacer. Tenía la intención de desarrollar un Centro Deportivo Cultural en la Comuna. Su acogida, sorprendentemente cálida, y afinidades, nos llevaron directo a la amistad. Aunque ingenieros ambos, la procedencia de mundos e ideas diferentes motivó una relación inicial de curiosidad y aspereza, y ha sido su cercanía a la filosofía y mi afición por la literatura lo que ha decantado en un contacto de gran armonía. Junto a su señora, Pablo me dedicó unas palabras plenas de amistad y afecto.
 
Porque me atraía palpar la esencia del entorno en el que había decidido recluirse, me detuve ensimismado frente a las murallas que me separaban de su casa, y mientras observaba el recinto que celosamente guardaba en su interior al creador del Túnel, un vecino, surgiendo de improviso -como un ángel- insistió en que tocáramos el timbre para acceder al lugar. ¡Vienen de Chile! -Gritaba ¡Recíbanlos como se merecen! Hasta que una persona abrió la puerta para permitirme acceder hasta el secreto jardín. Su gesto, de cariñosa esencia provinciana, me recordó la tierra de la infancia y a partir de ahí, él contó con toda mi simpatía.
 
A la salida, el vecino se presentó y deseando compensarnos de un agravio inexistente, nos guió hasta su propia casa para regalarnos su libro dedicado, el que leí y guardé conmigo. Al separarnos, para preservar la amistad que ahí nació, intercambiamos bolígrafos, lo que rememoré en el evento, obsequiándole un nuevo lapicero. Mientras estoy repasando la gentil acogida de todo el personal de la Embajada, representada por José Antonio Viera-Gallo y su señora, una pareja vinculada a la historia de nuestros últimos cincuenta años de vida política, suena el despertador y se esfuma la tibieza de la cama. La ducha sacude los últimos vestigios del lecho. Me visto con la ropa que he acomodado en la víspera.
 
Cargo en una bolsa todo aquello que requeriré. La beso en ambas mejillas y me marcho. En taxi -que deberá serpentear hasta encontrar la intersección de Alcorta con Monroe- me recoge, mientras se entrelazan en las calles húmedas, corredores que buscan expectantes al lugar de la largada y chicas rezagadas que con desenfado lucen sus voluptuosas formas. No hace frío, y la lluvia no dejará de caer durante la carrera. Las calles destinadas a los coches se repletan de camisetas coloridas. Largamos, no voy solo, Evelyn, compañera de innumerables trotes, ha decidido que correrá a mi ritmo, y yo, aunque lo agradezco, temo que su tranco me hará ir más de prisa de lo conveniente. Viaja a mi lado derecho con fidelidad encomiable y se ubica adelante, lo suficiente para mantenerme en el plano de su visión, y cuando se le pierde mi figura- al desaparecer entre otros corredores- disminuye la marcha hasta localizarme otra vez. Remontando los bosques de Palermo, subimos hacia la Recoleta.
 
Son los mismos lugares de mis habituales recorridos por la ciudad, por lo que corro abrazando la satisfacción de palpar la pertenencia de esta ciudad que también siento mía, y la fuerza de mis pasos al golpear con el pavimento me produce un íntimo placer. Llegamos hasta la Casa Rosada y la lluvia cae persistente. Nos devolvemos por la 9 de julio y tomamos la autopista. En el kilómetro 13, aumento el ritmo que había decrecido. ¡No logro hacer las 2:10 que anhelaba! Mientras la lluvia arrecia con mayor intensidad, cruzamos la meta con las manos levantadas y asidas en el tiempo de: 2:17 y me retiro con la sensación de un hombre que aferrado a la cornisa, inexorablemente se desliza, sin llegar a evadir el abismo por el que sabe que inevitablemente un día se despeñará.