Oh I'm just counting

Una decisión difícil. Por Jorge Orellana Lavanderos, Escritor y maratonista

Expectante, el niño esperó la invitación que, por su mirada de complicidad, intuyó que el hombre le haría.

Recién comenzaba el invierno y era habitual sorprenderse con amaneceres deslumbrantes que anticipaban luminosos días, en los cuales, con perfecta nitidez, destacaban contra el intenso cielo azul las erráticas formas de las blancas montañas.

Desistiría el padre de ir al trabajo y el hijo se ausentaría de visitar el colegio. Depondrían la detestable rutina. ¡Harían la cimarra! Irían a cazar. Usaron adecuada ropa gruesa, prepararon una merienda ocasional, cogieron los implementos, y como viejos camaradas se dirigieron al campo.

Los charcos dejados por las lluvias se habían cubierto por la helada de la noche con una delgada capa de hielo que, ante la embestida de los primeros rayos de sol, empezaba a derretirse, cuando el padre aparcó el Ford 47 en un recodo del ripioso camino; ascendían hacia lo alto vahos de escarcha que poblarían de nubes el cielo del mediodía.

En íntima contemplación de la salvaje vista del lago rodeada de bosques verdes caminaron hacia las arboledas, estremecido el hijo por la mágica palabra del padre que, en su relato, confundía fantásticas historias con sus vivencias, encauzándolo hacia secretos mundos.

La narración, bajo el oblicuo sol vigoroso, fraguaba la amistad entre ambos, mientras avanzaban con sigiloso paso sobre el esponjoso pasto húmedo, saltando alambradas y sorteando riachuelos; con el morral colgando del hombro del niño y el fusil entre las manos del hombre.

Interrumpió su voz el padre para indicar de pronto, la copa de un árbol en que desafiante, un ave observaba el entorno, sin percatarse del inminente peligro que la acechaba.

Apuntó al pecho del zorzal. El sonido sordo se internó en el bosque provocando pánico entre sus habitantes y su amedrentador recorrido fue a perderse con un eco que retumbó vibrante en las montañas más lejanas.

Victoriosa, el ave se alejó batiendo las alas, y herido en su amor propio el padre continuó silencioso. Otro pájaro se posó entonces sobre el tronco de un árbol trunco que, en muda desnudez, denunciaba la irracional explotación a la que había sido sometida su especie.

Sin ocultar su ansiedad, el hombre apuntó de nuevo, y al revuelo del tiro el ave cayó aleteando mientras numerosas plumas dispersadas por una ligera brisa la siguieron en lento descenso. Corrieron ambos para evitar que se escabullera entre el frondoso follaje.

Malherido, teñido de rojo el amarillo pecho, el zorzal quiso fondearse entre las tupidas barbas blancas que crecían abrazadas al majestuoso tronco con la estampa inconfundible del alerce. 

-¡Evítale sufrir! – ordenó el padre.

Sobrecogido, cogió el niño el cuerpo del ave que piaba aterrada, lo acercó a su pie, apoyó la cabeza contra el suelo y en el inacabado sosiego del bosque, simplemente, la pisó. Al espantoso crujido persistió el cuerpo laxo del ave que comenzó a enfriarse.

Por la blanda membrana que poseía bajo el pico lo enganchó a un aguzado fierro circular y lo guardó al interior del morral. Lívido, caminó luego a la zaga del padre, con la dolorosa impresión de haber impulsado en un ser vivo, el misterioso paso hacia la muerte.

Gira el mundo una generación completa. El niño, que se ha vuelto hombre, se halla estacionado en la lobreguez del quinto subterráneo de un edificio moderno. En la inhóspita soledad del lugar recibe la subrepticia visita de una joven que, atribulada, lo eligió su confidente.

- ¡Ayúdame a abortar! - clama contrita. Estoy desesperada, espero un hijo de alguien que jamás aceptaré tener. Reconozco mi equivocación, pero no cargaré con ese error por el resto de mi vida. Intenta disuadirla. Hablan de sacrificio; de afectos y entrega; por cierto de ética, pero ella está decidida.

- ¡Es mi cuerpo, tengo derecho a elegir! – reclama. - ¿Qué se yo de cargar un hijo en el vientre y de la responsabilidad que se contrae al tenerlo? - se pregunta él.

No la convence, y aunque reconoce su derecho a optar, él no tiene valor para ayudarla en su propósito. ¡Dolorosa resolución! Ella resuelve el asunto, siguen siendo amigos, y nunca vuelven a tocar el tema.

En una reunión social, un tiempo después, el hombre alega que el embrión en una mujer es un feto y que la vida parte con el nacimiento. Otra joven, que oye la conversación refuta sus expresiones, y hay tanto recogimiento en su pérdida, y es tal su certeza de que fue un hijo el que perdió, que el hombre maldice sus propias palabras, que reconoce apresuradas, y se llena de dudas ante el duelo de la joven.

Gira el mundo otra generación completa. El hombre, que envejeció, tiene nietos y amigos viejos. Uno de ellos reclama la ausencia de estos, y cuenta que, en ocasiones, con timidez, busca en niños ajenos del vecindario, la comunicación afectiva, pero aduce que no es lo mismo.

El calor abruma otra tarde de encierro y en la pantalla se anuncia el debate sobre la ley de aborto en el congreso, cuando en el celular, se sorprende el viejo con un video de su amigo.

Muestra un ser que el viejo contempla fascinado porque revela un misterio confundido con un milagro. Añade su amigo ciertos comentarios: cuando nuestro linaje amenazaba con perderse; cuando parecía que mi estirpe se agotaba; cuando temía que mi semilla no ofrecería más frutos ¡Mira lo que me ha llegado! Decreta ufano.

Ensimismado, el viejo observa el apacible y confiado movimiento de un ser que mide 4.1 centímetros y pesa apenas 7 gramos, en el que reconoce sin embargo, los inconfundibles rasgos de un ser humano. 

En su cabeza, desmesurada para el minúsculo cuerpo, advierte cada órgano de su rostro; y la boca, del que un día podrán salir palabras que guíen a la humanidad; y la protuberante frente, que hacia atrás alberga el cerebro, en el que el viejo sospecha que en ese instante se están gestando ideas que tal vez salven el mundo.

Del feble cuerpo de diez semanas, nacen desde el diminuto tronco, cuatro endebles extremidades en las que se reconocen los detalles de cada dedo de sus manos y sus pies. Más robusto, un cordón, fortalece con su madre un vínculo indisoluble.

Por extensos minutos el viejo se extasía con la imperecedera imagen de trascendencia del hombre y perpetuidad de la especie y remece la desidia de la tarde un cúmulo de ideas que acosan su cerebro caviloso.

Como cualquier hombre, una mujer es dueña de su cuerpo y no se le puede negar su derecho al aborto porque solo en su alma anida la íntima razón de su decisión. Pero…, en mi derecho - concluye el anciano que conserva nítido el episodio de su niñez con el malogrado pájaro - espero nunca volver a oír el aterrador crujido de los frágiles miembros de un indefenso ser vivo.