Cuando damos un vistazo a la realidad nacional, lo primero que destaca es la enorme profusión de temas pendientes y cuestiones que son materia de agitación pública. La sensación que muchos tenemos – y que los extranjeros transeúntes lo hacen notar – es que el clima general es de irritación, lo que deriva en actitudes agresivas sin mayor pausa ni prudencia.
Para muestra, un botón: Iba en el túnel de Lo Prado a 90 kilómetros por hora y un sujeto conduciendo un auto de esos que hay pocos en las calles, muy moderno, prendía luces detrás de mí para que acelerara, ya que no lo podía dejar pasar por los vehículos que iban en la otra pista. Le hice una señal mostrándole cuál es la velocidad máxima permitida en ese lugar. Esto le pareció pésimo y se aproximó peligrosamente, por lo cual señalicé que iba a disminuir la velocidad para poder cambiarme de pista, instante en el cual él se cambió, aceleró, se me cruzó y frenó para luego alejarse a toda velocidad, casi provocando un accidente.
Y si miramos redes sociales, declaraciones de dirigentes políticos, escuchamos conversaciones en el Metro o el café, percibimos ácidas críticas diferentes realidades, plagadas de descalificaciones personales y generalizaciones odiosas. Todos los curas, todos los políticos, todos los derechistas, todos los de tal o cual posición. Y las causas que pueden ser más justas se plantean en una tonalidad de odio y desprecio que excede todos los marcos.
Razones para reclamar hay, sin duda, pero las formas tienen importancia. No se puede admitir tranquilamente que luchar por los derechos de las personas se haga ejerciendo formas de violencia contra otras personas, ya se trate de minorías o de mayorías, de temas estudiantiles o de la vivienda. La fuerza, tan ponderada en nuestro escudo nacional, se está usando mucho más de lo que parece adecuado al contenido de las causas que se dice promover o defender. El tema de los encapuchados, por ejemplo, nos abre numerosas interrogantes. ¿Son los mismos que, como profesionales de la violencia, se desplazan de una manifestación a otra? ¿O cada agrupación tiene estas brigadas de encapuchados que parece no acatar norma alguna? ¿O son infiltrados, como más de alguien lo ha sostenido con cierta base?
Es como que cada uno creyera que sus derechos son los únicos que importan y están dispuestos a reclamarlos o defenderlos arrasando con los demás. Y también arrasar con los derechos de los otros, sin vacilar ni cuestionarse nada.
Al mismo tiempo vemos que la codicia, la falta de compromiso ético y el desprecio por las instituciones por parte de sus propios integrantes producen un desborde que debilita la credibilidad de los sistemas y de los cuerpos dirigentes por todos lados. ¿Es necesario decir que me refiero a Carabineros y las instituciones armadas?
¿Es que acaso la experiencia dura que Chile vivió en las décadas de los 70 y los 80 está cobrando su precio? Porque se instaló en aquella época una política oficial de individualismo y destrucción de los instrumentos de vida comunitaria nacidos en los 60, que en forma clara y sostenida se fue expresando en todas las áreas de la vida. La pérdida del sentido de lo comunitario y de lo colectivo tiende a poner en posición de enemigo de “mis intereses” a todo el que puede proponer algo distinto o simplemente pensar distinto.
Nos paramos frente a la vida y aceptamos que hay cosas que podemos cambiar y hay cosas que continuarán, al menos por un tiempo. Lo que importa es distinguir unas de otras.