Como se sabe, la “vida” de Evita no terminó con su muerte. No sólo por la notable persistencia de la memoria, sino porque su cuerpo embalsamado fue secuestrado en el primer piso de la Confederación General del Trabajo (CGT) por un comando de la llamada Revolución Libertadora.
La decisión se tomó tras arduos debates sobre qué debía hacerse con el cadáver que incluyeron proposiciones premonitorias, como arrojarla al mar desde un avión de la Marina o incinerar el cadáver. Finalmente se decidió que, ante todo, debía sacársela de la CGT para evitar que el edificio de la calle Azopardo, en el centro de Buenos Aires, se transformara en un lugar de culto y por lo tanto de reunión de sus fervientes partidarios. Como se le escuchó decir al subsecretario de Trabajo del Gobierno golpista: “Mi problema no son los obreros. Mi problema es eso que está en el segundo piso de la CGT”.
En la noche del 22 de noviembre de 1955, el teniente coronel Carlos Eugenio Moori Koenig –su apellido significa rey de la ciénaga–, jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), y su lugarteniente, el mayor Eduardo Antonio Arandía, ordenaron a los capitanes Lupano, Alemán y Gotten que abandonaran sus puestos de guardia en la CGT sobre la puerta que separaba al cadáver de Eva Perón del mundo exterior. El coronel, el mayor y la patota que los acompañaba traían la orden emanada de las más altas autoridades de la llamada Revolución Libertadora de secuestrar el cadáver de la mujer más amada y más odiada –aunque no en las mismas proporciones– de la Argentina. Y así, por aquellas cosas de la “obediencia debida” y del propio odio de clase, cumplieron acabadamente con su misión ante la mirada atónita del doctor Pedro Ara, que veía cómo se llevaban junto con Evita a su obra más perfecta.
Las órdenes dadas por los jefes golpistas, curiosamente denominados “libertadores”, al teniente coronel y su grupo eran muy precisas: había que darle al cuerpo “cristiana sepultura”, lo cual no podía significar otra cosa que un entierro clandestino. Pero el rey de la ciénaga no era sólo el jefe de aquel servicio de inteligencia, era un fanático antiperonista que sentía un particular odio por Evita.
Ese odio se fue convirtiendo en una necrófila obsesión que lo llevó a desobedecer al propio presidente Pedro Aramburu y a someter el cuerpo a insólitos paseos por la ciudad de Buenos Aires en una furgoneta de florería. Intentó depositarlo en una unidad de la Marina y finalmente lo dejó en el altillo de la casa de su compañero y confidente, el mayor Arandía. A pesar del hermetismo de la operación, la resistencia peronista parecía seguir la pista del cadáver y, por donde pasaba, a las pocas horas aparecían velas y flores. La paranoia no dejaba dormir al mayor Arandía. Una noche, escuchó ruidos en su casa de la avenida General Paz, al 500 y, creyendo que se trataba de un comando peronista que venía a rescatar a su abanderada, tomó su nueve milímetros y vació el cargador sobre un bulto que se movía en la oscuridad: era su mujer embarazada, quien cayó muerta en el acto.
Moori Koenig intentó llevar el cuerpo a su casa, pero su esposa, María, se opuso terminantemente. Hace unos años, la hija de ambos, Susana Moori Koenig, lo recordaba en un documental: “Papá lo iba a traer a nuestra casa, pero mamá se puso celosa”. Y su madre la interrumpía: “Cuando lo quiso traer, yo dije no, en casa el cadáver no. Todo tiene un límite”.
El hombre tenía una pasión enfermiza por el cadáver. Los testimonios coinciden en afirmar que colocaba el cuerpo –guardado dentro de una caja de madera que originalmente contenía material para radiotransmisiones– en posición vertical en su despacho del SIE; que manoseaba y vejaba al cadáver y que exhibía el cuerpo de Evita a sus amigos como un trofeo. Una de sus desprevenidas visitantes, la futura cineasta María Luisa Bemberg, no pudo creer lo que vio; azorada por el desparpajo de Moori Koenig, corrió espantada a comentarle el hecho al amigo de la familia y jefe de la Casa Militar, el capitán de navío Francisco Manrique.
Enterado Aramburu del asunto, dispuso el relevo de Moori Koenig, su traslado a Comodoro Rivadavia y su reemplazo por el coronel Héctor Cabanillas, quien propuso sacar el cuerpo del país y organizar un “Operativo Traslado”. Allí entró en la historia el futuro presidente de facto y entonces jefe del Regimiento de Granaderos a caballo, teniente coronel Alejandro Lanusse, quien pidió ayuda a su amigo, el capellán Francisco Paco Rotger. El plan consistía en trasladar el cuerpo a Italia y enterrarlo en un cementerio de Milán con nombre falso. La clave era la participación de la Compañía de San Pablo, comunidad religiosa de Rotger, que se encargaría de custodiar la tumba. El desafío para Rotger era comprometer la ayuda del superior general de los paulinos, el padre Giovanni Penco, y del propio papa Pío XII.
El entierro en Milán
Rotger viajó a Italia y finalmente logró su cometido. A su regreso, Cabanillas puso en práctica el Operativo Traslado. Embarcaron el féretro en el buque Conte Biancamano con destino a Génova; acompañaban la misión el oficial Hamilton Díaz y el suboficial Manuel Sorolla. En Génova los esperaba el propio Penco. El cuerpo de Evita fue sacado del país bajo el nombre de María Maggi de Magistris.
Evita fue inhumada en el Cementerio Mayor de Milán en presencia de Hamilton Díaz y Sorolla, quien hizo las veces de Carlo Maggi, hermano de la fallecida. Una laica consagrada de la orden de San Pablo, llamada Giuseppina Airoldi, conocida como la Tía Pina, fue la encargada de llevarle flores durante los 14 años que el cuerpo permaneció sepultado en Milán. Pina nunca supo que le estaba llevando flores a Eva Perón.
La operación eclesiástico-militar fue un éxito y uno de los secretos de la historia argentina mejor guardados.
El asunto volvió a los primeros planos cuando en 1970 el grupo Montoneros secuestró a Pedro Aramburu y exigió el cuerpo de Evita. En los interrogatorios se le preguntó insistentemente por el destino del cadáver de Evita. Según declaraciones de Mario Firmenich, líder de Montoneros: “Nosotros le preguntábamos a Aramburu por el cadáver de Evita. Dijo que estaba en Italia y que la documentación estaba guardada en una caja de seguridad del Banco Nación, y después de dar muchas vueltas y no querer decir las cosas, finalmente dijo que el cadáver de Evita tenía cristiana sepultura y que estaba toda la documentación del caso en manos del coronel Cabanillas. Además, se comprometió a que si nosotros lo dejábamos en libertad, él haría aparecer el cadáver de Evita. Pero nosotros decíamos que esto no era una negociación, que era un juicio. Para nosotros no estaba en discusión la pena [de muerte]. Pero además nos interesaba averiguar sobre el cadáver de Eva Perón. Por eso, no planificamos un simple atentado callejero, sino una acción de más envergadura, de más audacia, que era como decir: ‘Nos vamos a jugar, vamos a hacer lo que el pueblo ha sentenciado”.
El Comunicado Número 3 de Montoneros, fechado el 31 de mayo de 1970, dice que Aramburu se declaró responsable “de la profanación del lugar donde descansaban los restos de la compañera Evita y la posterior desaparición de los mismos para quitarle al pueblo hasta el último resto material de quien fuera su abanderada”.
En 1971, durante la presidencia de Lanusse y en plena formación del Gran Acuerdo Nacional, como gesto de reconocimiento, se devolvió el cuerpo a Perón. Rotger viajó a Milán y obtuvo el cadáver. Cabanillas y Sorolla viajaron a Italia para cumplir con el Operativo Devolución. El cuerpo fue exhumado el 1 de septiembre de 1971, llevado a España y entregado a Perón en Puerta de Hierro, Madrid, dos días después, por el embajador Rojas Silveyra.
Cientos de miles de argentinos siguieron, el 9 de agosto de 1952, el paso del cortejo fúnebre de Eva Perón por las calles de Buenos Aires.
Por pedido de Perón, Pedro Ara revisó el cadáver y lo encontró intacto; pero para las hermanas de Eva y el doctor Tellechea, que lo restauró en 1974, estaba muy deteriorado. Perón regresó al país con Isabel y el brujo José López Rega, pero sin los restos de Evita. Ya muerto Perón, la organización Montoneros secuestró el 15 de octubre de 1974 el cadáver de Aramburu para exigir la repatriación del de Eva. Isabel accedió al canje y dispuso el traslado, que se concretó el 17 de noviembre (día del militante peronista). El cuerpo de Evita fue depositado junto al de Perón en una cripta diseñada especialmente en la Quinta de Olivos para que el público pudiera visitarla. Tras el golpe de marzo de 1976, los jerarcas de la dictadura tuvieron largos conciliábulos sobre qué hacer al respecto.
El almirante Emilio Massera, siguiendo su costumbre, propuso arrojar el cuerpo de Evita al mar, sumándolo a los de tantos detenidos-desaparecidos. Finalmente, los dictadores decidieron acceder al pedido de las hermanas de Eva y trasladar los restos a la bóveda de la familia Duarte en la Recoleta. En la nota citada, María Seoane y Silvana Boschi le preguntaron a un alto jefe de la represión ilegal, muy cercano a Videla, testigo de aquellos conciliábulos: “¿Por qué urgía más a la Junta trasladar el cadáver de Evita que el de Perón?”. La respuesta del militar no se hizo esperar: “Tal vez porque a ella es a la única que siempre, aun después de muerta, le tuvimos miedo”.