Especial para Cambio21
La toma de Lima acabó en una batalla campal retransmitida a todo el país. En una jornada de máxima tensión, precedida de nuevos enfrentamientos sangrientos en la fronteriza Puno, la buena disposición de la mayoría de los indígenas aymaras y quechuas permitió que durante las primeras horas la protesta se acercara al centro político peruano sin grandes incidentes.
Como si las plegarias y ofrendas dedicadas a la Pachamama desde sus poblaciones de origen en el sur de los Andes hubieran conseguido efectos sedantes en ambos bandos.
Se trató de un espejismo. Ya en las inmediaciones del Palacio Presidencial y del denostado Congreso, que tiene al 89% del país en contra, estalló la violencia, como si esa misma cercanía hubiera provocado la ira automática de los rebeldes. Las guaracas (correas largas que se usan como hondas) comenzaron a lanzar cientos de adoquines arrancados del suelo contra los policías, parapetados como nunca por el despliegue de 11.000 agentes en una ciudad que aborrece a Pedro Castillo.
Con palos enormes, que asemejaban pértigas, los más agresivos percutían y golpeaban el muro de policías, convencidos de que de esta forma podrían asaltar el Parlamento como en Brasilia o como en la propia Washington.
El fallido intento de golpe de Estado en diciembre ha arrojado al Perú a una de sus crisis políticas y sociales más profundas. Con bombas lacrimógenas reprimieron el ímpetu de los más radicales, pero este conflicto parece lejos de una solución.
«¿Dónde estás, carajo? ¡Dina, asesina!», gritaban a todo volumen los primeros grupos de manifestantes en los alrededores de la plaza de San Martín, el epicentro de todas las protestas antigubernamentales desde diciembre. Además de pancartas e insignias nacionales, otras banderas en las que el negro sustituye al rojo aireaban el luto que ensombrece a buena parte del país. Para todos ellos, «Dina y el Congreso es la misma porquería», tal y como apuntaban con sus exclamaciones.
Tanto sectores sociales como grupos de la izquierda radical se unieron a los indígenas ya en la capital, pese a que no alcanzaron las expectativas de la Policía, que se había preparado para una concentración de grandes dimensiones, cercana a 50.000 personas. Los primeros cálculos oficiales reducían ese número de forma considerable. Buena parte de los manifestantes durmieron sobre el césped de las dos universidades que les acogieron, la Universidad Nacional de Ingeniería y la Mayor de San Marcos, ésta a regañadientes. Las negociaciones se prolongaron todo el día para buscar un nuevo alojamiento para parte de los llegados a Lima, que han decidido mantener su protesta.
Los peores enfrentamientos se produjeron de nuevo en el departamento de Puno, cuando una manifestación de ronderos, organizaciones rurales de vigilancia que proliferaron durante la época de la guerrilla Sendero Luminoso y de las que también formó parte Castillo, se enfrentó en Macusani a la Policía en la noche previa a la toma de Lima. Dos de sus miembros, una mujer y un hombre, perdieron la vida, la primera por un impacto en la cabeza y el segundo, en el tórax.
Tras conocerse la muerte violenta de la mujer, grupos radicales y turbas atacaron durante toda la noche edificios públicos de Macusani, empezando por la comisaría, que fue incendiada. La misma suerte corrió el edificio del poder judicial.
Hasta el momento, la Defensoría del Pueblo ha confirmado la muerte de 53 personas, 43 durante las protestas, nueve por los bloqueos o accidentes en las carreteras y un suboficial de la policía quemado vivo por una turba. Los heridos han superado con creces la barrera de los mil: 722 civiles y 442 agentes.
Los incidentes de mayor calibre continuaron ayer en los alrededores del aeropuerto de Arequipa, que resistió el asalto de varios cientos de manifestantes. En lo que parece acciones concertadas, los aeródromos de Puno y de Cusco también fueron sitiados por los más radicales.
Mientras, se sumaban nuevos bloqueos en las vías nacionales, por encima del centenar. Una vez más, el paro fue obedecido en el sur de los Andes, el territorio que se ha levantado contra el poder político de Lima.
La última premier del gabinete Castillo, Betsy Chávez, aprovechó para reaparecer tras varias semanas en silencio. Investigada por la Fiscalía por el fallido golpe de Estado, Chávez declaró en las horas previas que le gustaría salir a marchar, «pero lo que pasa es que si yo salgo me detienen por flagrancia o porque dicen que soy azuzadora».
La dirigente de Perú Libre (PL), partido marxista leninista que presentó a Pedro Castillo y a Dina Boluarte como su candidatura presidencial en 2021, se mostró muy activa durante los primeros días de la detención del ex presidente hasta que este fue trasladado al penal de Barbadillo, que hoy comparte con el dictador Alberto Fujimori.
El pulso de los manifestantes y de la izquierda radical contra la presidenta mantiene a Boluarte en una encrucijada de incierta resolución. En el Parlamento se discute actualmente la posibilidad de adelantar los comicios presidenciales a abril del 2024, una fecha que no conforma a la mayoría del país, que los desea este mismo año. En un desliz político, el ministro de Desarrollo, Julio Demartini, declaró a una radio local que el gobierno entero, con Boluarte a la cabeza, dimitiría si se alcanzase la paz social.