Por Mario López M.
Quizás este caso es el que abre la realidad acerca de la existencia de los detenidos desaparecidos. Hasta ese momento la prensa de derecha hablaba de "presuntos". Después del hallazgo de Lonquén el presunto paso a ser una realidad lacerante. Los habían cruelmente asesinado.
La disposición de la ministra en visita extraordinaria para causas por violaciones a los derechos humanos de la Corte de Apelaciones de San Miguel, Marianela Cifuentes Alarcón, ordenó este viernes el ingreso al Centro de Cumplimiento Penitenciario Colina I para cinco de los siete funcionarios en retiro de Carabineros de Chile condenados por su responsabilidad en los delitos de homicidio calificado cometidos el 7 octubre de 1973 en contra de 15 personas en la localidad de Isla de Maipo.
En junio del presente año, la Segunda Sala de la Corte Suprema confirmó la sentencia dictada por la ministra Cifuentes que condenó a David Coliqueo Fuentealba, Justo Ignacio Romo Peralta, Félix Héctor Sagredo Aravena, Jacinto Torres González y Juan José Villegas Navarro, entre otros, a la pena de 15 años de presidio mayor en su grado medio como autores de los delitos de homicidio calificado.
Detenidos, torturados, y enterrados vivos
De acuerdo a la investigación de la ministra, el 7 de octubre de 1973 fueron detenidas 15 personas. Once de los campesinos asesinados fueron sacados desde el interior del fundo Naguayán en Isla de Maipo, mientras que los cuatro restantes fueron detenidos en la plaza de la misma localidad.
Según la sentencia, "El día 7 de octubre de 1973, cuatro jóvenes que se encontraban en la plaza de Isla de Maipo fueron detenidos por Carabineros de la Tenencia de Isla de Maipo y trasladados a la misma, sin que se tuviera noticias de sus paraderos, hasta que por medio de una denuncia que conoció la Iglesia Católica a fines de 1978, se estableció que sus restos habían sido inhumados en los hornos de Lonquén, lográndose posteriormente la identificación de sólo tres de ellos".
Ese mismo día 7, en horas de la noche, "efectivos de Carabineros de la tenencia antes indicada, quienes se movilizaban en una camioneta de propiedad del dueño de la viña Nahuayan, detuvieron en sus respectivos domicilios a once personas pertenecientes a tres familias del sector, siendo éstos posteriormente trasladados a dicha tenencia, sin que sus familiares pudieran tener noticias de ellos, hasta que a raíz de la denuncia anónima que conoció la Iglesia Católica a fines de 1978, estableció que habían sido inhumados en los hornos de Lonquén, identificándose con posterioridad los restos de éstas once víctimas".
No hubo juicio, menos justicia
De esa manera la magistrado a cargo del caso, da cuenta de los secuestros y posteriores ejecuciones e inhumaciones ilegales, de estos compatriotas. Asesinados sin juicio, sin cargos en su contra e incluso sin ni siquiera ser algunos de ellos fueran militantes de izquierda. Es más, hasta menores de edad fueron víctimas del odio homicida de quienes se sentían detentando el poder absoluto.
La existencia de los restos en aquella mina abandonada en Lonquén, había llegado a la Vicaría de la Solidaridad por la denuncia de un campesino del sector que los había descubierto por azar. Primero se buscó en silencio comprobar la información, luego la cautela se mantuvo, para evitar que los agentes de los órganos represivos intentaran ocultar el hecho. Se ordenó que una comisión de profesionales se dirigiera al lugar y en el máximo sigilo, verificara el hecho.
La comisión fue integrada por Enrique Alvear, quien era obispo auxiliar de Santiago; el Vicario Precht, que dirigía la Vicaría, el abogado Javier Luis Egaña, quien además era Secretario Ejecutivo de la Vicaría; el abogado jefe de la Vicaría, Alejandro González; el abogado, ex ministro y embajador Máximo Pacheco Gómez; y los entonces director de la revista Qué Pasa, Jaime Martínez y subdirector de la revista Hoy, Abraham Santibáñez, tuvieron la dolora misión de confirmar que eran restos humanos.
Los hornos estaban ubicados al interior de una cooperativa agrícola, El Triunfador, a no más de 14 kilómetros de la ciudad de Talagante. Se trataba de dos antiguas chimeneas de cerca de nueve metros de altura, que antes habían sido utilizadas para la preparación de cal. La soledad del lugar había sido testigo silencioso del martirio de esas 15 personas.
Desgarradoras escenas
“Trozos de cráneos amarillentos, con huellas de cuero cabelludo; pelos sueltos, negros; ropas desgarradas en las que se reconoce un bluejeans, un chaleco de hombre"… Así describía el ex subdirector de la revista Hoy, Abraham Santibáñez lo que había podido presenciar el 30 de noviembre de 1978 mientras se recuperaban restos de los ejecutados desde el interior de los hornos en que los habían sepultado… algunos fueron lanzados allí vivos.
Según distintos testimonios, el abogado González removió parte de los escombros y se introdujo por la bóveda. Intentó despejar el camino partiendo de la base del horno hacia la parte superior, a nivel de la tierra, de pronto un tórax humano le cayó encima. Al observar con detenimiento, pudo constatar que la chimenea del horno estaba tapada por una mezcla de fierros y materiales que ocultaban una combinación de huesos, ropa, cal y piedras.
El abogado Máximo Pacheco trataría de describir en una entrevista lo observado: “Comenzamos a abrir el horno por abajo y de repente sale una calavera. Y después, un hueso, otro hueso y otro hueso. Yo creí que me desmayaba. Nunca en mi vida había visto una cosa semejante.”
“Había una rejilla metálica, como la de un somier, que había quedado atravesada sobre nuestras cabezas y sobre ella se veían calaveras amarillentas, con restos de cabellos, retazos de ropa, huesos largos”, relataría más tarde Abraham Santibáñez. La descripción de lo allí encontrado, supera toda imaginación y no permite su reproducción, por lo dantesca.
La denuncia
Se había logrado la primera tarea, verificar que fueran efectivamente restos humanos y que esa noticia no se filtrara, pues ya tenían la experiencia de la Cuesta de Chada el año 1974, que al filtrarse el descubrimiento de cerca de 20 cadáveres, la DINA procedió a retirarlos del lugar antes que llegara la Vicaría. Venía la segunda tarea, no menos complicada, hacer la denuncia.
El 1 de diciembre de 1978, altos dirigentes de la Vicaría de la Solidaridad, enfilaron hacia la Corte Suprema. Los acompañaban el abogado Máximo Pacheco y al obispo Alvear, quienes habían sido testigos de los hallazgos. Ya en la Corte Suprema fueron recibidos por el presidente en aquella época, Israel Bórquez, el mismo que tiempo antes había declarado estar “curco” con las denuncias sobre detenidos desaparecidos.
Máximo Pacheco relataría más tarde: “Nos dijo: “¿Ustedes creen que si en el jardín de su casa ustedes hacen un hoyo y sale un hueso es suficiente para venir a molestar a la Corte Suprema?”. Yo le dije: “Señor, no es ese el caso. Y esta denuncia no es a usted, sino a la Corte, y yo quisiera que usted la presentara”. A pesar de la molestia de Bórquez, la denuncia llegó al Pleno de la Suprema, la que ordenó a la Jueza de Talagante iniciar la investigación.
Dolor y desesperanza
Ya conocido el hecho, los familiares de los miles de personas que permanecían desaparecidos en el país, quienes abrigaban alguna esperanza de que sus seres queridos aún estuvieran vivos, sufrieron un fuerte golpe. Este hecho que estremeció a Chile entero, fue el primer acercamiento a la verdad. Los habían asesinado.
Al interior de la Vicaría se vivían momentos de angustia. Cada uno de los familiares de detenidos desaparecidos que llegó al lugar –y fueron muchos-, pensaban que podían ser sus seres queridos. La misma ansiedad experimentaron los cientos que llegaron hasta Lonquén mismo para verificar si se trataba de sus familiares.
“El caso Lonquén era la primera brutalidad que se descubría, la primera situación efectivamente desastrosa que vivieron los familiares de detenidos desaparecidos. Por un lado se daba la posibilidad de encontrarlos en aquellos hornos, pero por otro lado fue devastador para nosotros”, señala a Cambio21 la dirigente de la Agrupación de Detenidos Desaparecidos Gabriela Zúñiga.
La evidencia de que los habían ejecutado y la manera en que lo habían hecho, golpeó no solo a los familiares de aquellos que habían encontrado. También martirizó a las familias de quienes aún no aparecían. “Los efectos para la dictadura resultaban en términos de impacto público menores, pues no existían ni Cambio21 ni otros medios independientes, por lo que no tuvo la difusión que merecía el caso”, señaló la dirigente de la Agrupación.
El dramático reconocimiento
Se ignoraba en principio de quienes se trataba, pero su número (15), la cercanía a Isla de Maipo y una boleta encontrada en uno de los bolsillos de un pantalón, dieron los primeros indicios. Se trataba de los detenidos desaparecidos de Isla de Maipo.
Recién a principios de 1979 fueron informados los familiares, tras contrastar con las precarias fichas existentes sobre desaparecidos. Debieron acudir a la Morgue de Isla de Maipo de ese tiempo para intentar identificar los restos de sus parientes. Dadas las condiciones de los cadáveres, solo podían hacerlo mediante el reconocimiento de la ropa que usaban el día de su desaparición.
Los cuerpos estaban destrozados, había evidencias de heridas de bala, sin embargo en muchos casos no tenían consecuencia de muerte, por lo que se pudo determinar judicialmente que estaban vivos la mayoría al momento de lanzarlos amarrados con alambres al interior del horno y taparlos con cal y escombros. Casi todos murieron por golpes o asfixia.
Amnistía y Retiro de Televisores
La denuncia judicial puso en alerta a la dictadura. Si se seguían descubriendo los lugares donde estaban enterrados los ejecutados políticos y aquellos cuya detención se negaba, pero que habían sido asesinados, se transformaría en un serio problema internacional para Pinochet, quien hasta esa fecha aseguraba, con gran apoyo de la prensa que le era incondicional, que los detenidos desaparecidos, no existían. Menos los abusos o torturas.
Por otro lado, de descubrirse los cuerpos, terminarían descubriéndose los autores de los crímenes y eso provocaría serios problemas en los cuerpos armados y los organismos de seguridad. Las dictaduras se sustentan en la seguridad de impunidad para los que hacen el trabajo sucio de eliminar a los contrarios. Si son intocables, seguirán siendo leales y ejecutando las órdenes del dictador, cual sean ellas.
Así, dos medidas fueron rápidamente adoptadas. La primera, Pinochet ordenó personalmente el plan conocido como “Retiro de Televisores”, que consistía en remover los cuerpos que estaban enterrados ilegalmente en secreto y trasladarlos a otros sitios o lanzarlos al mar, en su caso. De esa manera se borraría cualquier evidencia de los hechos. La otra medida adoptada, buscaba la impunidad. Se dictó la Ley de Amnistía en 1978. Eso aseguraba que torturadores y asesinos al servicio del régimen, no serían enjuiciados por sus delitos. De hecho, los mismos que hoy están siendo condenados y ordenándose cumplan sentencia por los Tribunales, gozaron del beneficio de la amnistía durante un tiempo.
Un grito estremecedor
Secuestrarlos, torturarlos, ejecutarlos a golpes y enterrar a algunos vivos hasta la asfixia no fue suficiente. Faltaba aún el último acto de bestialidad. A esas alturas el ministro Adolfo Bañados estaba a cargo del caso, pero por poco tiempo, pues debió declararse incompetente y pasar los antecedentes al fiscal militar Gonzalo Salazar, que terminó aplicando la amnistía y liberando a los que había alcanzado a procesar Bañados. Ese mismo fiscal dio más tarde la orden de entrega de un cuerpo, el de Sergio Maureira.
Miles de personas se congregaron en la iglesia Recoleta Franciscana para velar los restos. Corría el 14 de septiembre de 1979. No les entregaron los cuerpos. La desesperación entre los familiares y asistentes a la iglesia fue conmovedora, se escuchaban gritos y llantos desgarradores clamando por sus seres queridos. Los desmayos se sucedían unos a otros.
La noche anterior, funcionarios del Instituto Médico Legal que se encontraba intervenido militarmente, habían retirado los cuerpos y habían mezclado las osamentas arrojándolas a una fosa común en el cementerio de Isla de Maipo. El cuerpo de Sergio Maureira, el único oficialmente identificado por la fiscalía, fue enterrado en un cajón en una sepultura de tierra.
Para el abogado y exembajador Javier Luis Egaña, “Fue una maldad sin nombre, de un profundo desprecio por la dignidad humana. Una cosa de esa magnitud requirió consulta a los más altos niveles. Fue una decisión tomada fríamente”, concluyó. Los hornos fueron más tarde dinamitados por el nuevo dueño y cerrado se acceso.
Hoy, más de cuarenta años después, se hace justicia, o al menos algo así.
Cinco han sido condenados y deberán cumplir, a menos que el gobierno los beneficie, cumpliendo el acuerdo electoral con la "familia militar" y los libere.