Oh I'm just counting

Bajo la lluvia. Por Jorge Orellana Lavanderos, escritor y maratonista

Primera parte

Las tenues ráfagas de viento que, en acompasados períodos presagiaban la lluvia pasajera, estaban grabadas con la inconfundible impronta sureña.

Alertados por el impetuoso canto del gallo, que vibraba vigoroso, los patos y gansos iniciaban presurosos su actividad en la granja.

Efusivo; uno de los perros; alzándose sobre sus cuartos traseros me abrazó y rasgó mis brazos desprotegidos, que al contacto de sus afiladas uñas, sangraron con levedad.    

En columna vertical, desde la cabaña en reposo, el humo se encaramaba hacia el cerrado manto de nubes que, en su densidad, ocultaban la gallarda presencia de inmemoriales volcanes.

Me interné trotando por el sendero agreste; embelesado con el lenguaje de los árboles; con el susurro del viento sibilante y con el obstinado gorjeo de las aves, que tras el bosque impenetrable, descifraban los secretos que arrastraban rumorosos los inextinguibles cursos de agua.

Con añosa persistencia y el poderoso embate de un hacha, había labrado el río un surco milenario, erosionando la roca y proporcionándose un rumbo sinuoso en camino al lago, yendo abrazado por helechos que no cesaban de admirar sus aguas diversas, nunca repetidas.

Al acercarme al río, los coihues adquirieron su resplandor y todo el paraíso pareció diseminarse en este espacio de tierra; para gozarlo a plenitud, solo debía unir los fragmentos.

Una lluvia apenas perceptible; que me arrulló con la delicada gracia de una amada sinfonía musical; caía con parsimoniosa lentitud y hacía infecundo el paso de las horas. Me abrumó la extraña certeza de que a lo largo de mi vida había sobreestimado el valor del tiempo.

Por la senda, pisando húmedas tablas montadas sobre vigas dormidas en la vega, cuidando el destino de mis pasos y en deleitosa soledad, bajé al río, que me acogió con expresivos murmullos.

Apoyado en la rudimentaria balaustrada de troncos, subí por la huella hasta una explanada en que, sobre el páramo, invitando al descanso, hay una mesa de madera, frente a la cual, sobre un asiento que, como la mesa, proviene también de un árbol que sucumbió a la acción del viento, se halla sentado en reflexión contemplativa, un hombre. ¡No estoy solo en este alejado paraje!

Acaba de amanecer y la fina lluvia que lo baña, perla la frente del hombre que - como si me hubiera estado esperando - no parece sorprendido de mi presencia. Responde con amabilidad a mi saludo y me detengo a su lado para dialogar con él, intrigado de sus cavilaciones, que asumo, colmadas de sabiduría.

-¿Qué haces? - suavizo el tono para compensar mi intromisión.   

- Vivo cerca, y vengo a este lugar para escuchar y escribir - solo ahí caigo en cuenta de que sobre la mesa hay una libreta y que su mano derecha se distrae jugando con un lápiz.

- Escucha - me dice, el sonido inconfundible del pájaro carpintero. ¡Mira! Pobló de agujeros el árbol que, con tu llegada, abandonó para seguir su labor en el siguiente. Quien vuela a tu derecha es un carancho, hermosa ave de rapiña y el canto que acabas de oír es una señal de alarma que, ante tu presencia, ha lanzado el chucao.

Nos invade un sigilo contemplativo. Lo observo permanecer inmutable y percibo que, si no interrumpo el silencio, continuará impávido, sumido en indescifrables cavilaciones, como si fuera un árbol más, formando parte del bosque, solo que con apariencia de hombre.   

-Yo también escribo – le confidencio, venciendo mi timidez para romper el hielo. ¿Por qué elegiste este lugar?

- El ser humano – me responde con sonrisa piadosa, está lleno de misterio, y escribe porque quiere expulsar algo que, como una losa de mármol, le oprime el pecho, tal vez porque el que escribe, es alguien necesitado de algo innecesario. No digo que al escribir no se busque el reconocimiento de un premio, el ego, al que cuesta sustraerse, lo exige. Lo que digo – continuó, es que la razón para escribir subyace en el alma y brota con simpleza abismal, en un lugar y un tiempo adecuado. ¡Por eso me he recluido aquí!    

- Quisiera conocer tu obra – le digo con la esperanza de agradarlo, pero me mira con un gesto fastidioso y antes de emitirla, medita con cuidado su respuesta.

- Todo lo que he escrito, se encuentra en los apuntes que guardo en mi cabaña. Un día, a lo mejor, alguien se interese por ellos, pero ese ya no será asunto de mi incumbencia – comentó escueto. Las personas – siguió, poseído de una insondable tristeza - y en mayor grado los escritores, son seres envidiosos y competitivos, y el orgullo, frustra a veces interesantes charlas entre ellos. Solo lo que yo escribo; solemos pensar con soberbia, es lo correcto; son los demás quienes se equivocan.

- Sueño con dedicarme solo a la escritura – le cuento para distraerlo.

- Alguien con cierto talento – responde categórico, puede escribir un buen texto, pero vivir de ello, es decir, escribir obras interesantes durante un largo tiempo, es algo muy difícil.

Medita por un rato, indiferente a los pájaros que se posan - como esperando un anuncio sustancioso - en los árboles vecinos.

Las aves que, ocultas en la fronda impenetrable, habitualmente no veo, concurren seducidas por el encanto de este hombre misterioso: una loica se instala con altivez en una rama cercana; tordos prudentes, se posan lejanos; zorzales, atisban con timidez; y una bandada de loros tricahue, observa en silencio.  

-Para escribir – habla finalmente, olvida todas tus ideas sobre la literatura. Sumérgete con libertad en el placer de la escritura y transmite lo que pasa por tu mente, solo así posarás el “algo” que te inquieta, en el alma del lector. Claro – agregó riendo al leer desazón en mi rostro - que no es fácil lo que te propongo, pero te servirá para llenar el vacío, de dimensión desconocida, que se apropió de tu corazón. Escribir – continuó, debe ser un momento de felicidad, si por el contrario, sufres al hacerlo, es hora de dedicarse a otra cosa. Carece de sentido imponerse la obligación de escribir, si el acto de hacerlo no resulta entretenido.

Quise decir algo pero me controlé, al advertir que si lo interrumpía no lo dejaría consolidar su idea, truncándola, por lo que lo dejé seguir.

- Como en toda manifestación artística, la escritura no debería forzarse, hacerlo, solo acarreará dolorosas frustraciones. La gran literatura no se encasilla en un género, su estatura se reconoce en la genialidad de su contenido, que surge como un brillo al interior de un hombre, que transformado en escritor, con esmerada disciplina y a través de formas elegidas, confía en traspasar ese brillo al alma de un lector, con la misma ilusión de un amante que deposita un secreto en una paloma mensajera.           

- ¿Quiere decir eso que el escritor debe estar dotado de algo genial?

- Sí - aseguró con abrumadora certeza. Solo los grandes escritores conocen de aquella luminosidad, y has de saber que además, deben poseer esa dosis de arrogancia y vanidad que el oficio demanda.

                                                                        Continuará en la siguiente edición