- A mi llegada a la cumbre del último cerro, se extendió ante mi vista, al fondo del desfiladero, el río que, abierto en caprichosos brazos, iba regando el valle y reverdeciendo a su paso la aridez de la tierra.
Descendimos desde la colina, y el caballo, entre el coirón que emergía de las piedras, fue eligiendo el sendero propicio para alcanzar el refugio que, en ese instante, en aquel desolado espacio, era apenas un lejano punto del que sobresalía una leve columna de humo que, en el intrigante silencio, se dirigía mansamente al cielo.
Agitados, los animales reverenciaron nuestra llegada al campamento. El caballo, que nunca acusó mi presencia ni dejó de moverse con libertad, se inquietó y lanzó un poderoso relincho de saludo; los perros, acudieron en tropel a recibirnos; las cabras corrieron alborozadas, y los hombres, sin mayores aspavientos, con un ligero asomo de ansiedad en la expresión nos brindaron una austera recepción, a la que –en el viaje del alma al rostro- el pudor había arrebatado su tibieza.
Aquí no hay mujeres, me acogieron los hombres que han pasado el verano con sus animales y que, antes del invierno, regresarán a su otra vida, para continuar el ciclo durante el siguiente año. Traerán el pelo más cano y una que otra arruga en la cara que, en sus huellas, anunciará su recorrido por la vida. Mi presencia, como es natural, despierta todo tipo
de sensaciones entre los rudos caracteres de los hombres.
Observo el refugio, en torno a una estructura de ladrillos se ha preparado la estructura que enfrentará el duro viento. Nada más que la lógica, esencia del ingeniero, ha hecho aprender a estos hombres la técnica para construir sus refugios, febles en apariencia, pero resistentes al implacable desafío del clima.
Se acercan de a poco, y se refleja, en sus gestos y edades, sus parentescos; reconozco en otro hombre que se presenta con timidez, al hermano del padre de Juan que, por sus rasgos, es fácilmente distinguible.
Mis amigos, que vienen caminando, no han llegado aún. Desde un lugar al que no tengo acceso brota junto a la humareda que el viento distribuye el delicioso aroma de un chivo que, poco afortunado, ha sido el destinado al sacrificio. Se integra al grupo un mozo que tiene el bozo oscurecido por incipientes pelusillas negras.
-¿Cumpliste trece? –Le pregunto y me responde cohibido –Tengo 12.
-Te vas a tener que afeitar el bigote –le digo, y el resto ríe, y se distiende la coraza invisible que los hombres cargamos.
A la llegada del grupo, los arrieros, hombres silenciosos y reservados que suelen rumiar en soledad sus cuitas se recluyen detrás de un muro liviano, sin emitir ruidos, escuchando y cavilando, escudados en la nobleza del sonido del silencio.
La fiesta del alimento que es la fiesta de la eucaristía, transcurre en reposo y armonía; la pérdida de calorías es devuelta a nuestro cuerpo debilitado por la grasa acumulada en la costilla del animal, cuyo deleitoso sabor transforma en alegría cierta hosquedad que la travesía nos ha dejado en el alma.
El gozo se apodera de nosotros, por el simple hecho de haber logrado algo que asumimos importante; en la intimidad,
disfrutamos nuestro éxito, mientras los perros, tumbados, esperan con paciencia para saborear los últimos residuos del animal inmolado.
Iniciamos el regreso. Montamos nuestras camionetas, el rito del adiós se preña de melancolía y nostalgia; artera, me ataca la misteriosa angustia de la despedida; ¡No regresaré a este lugar! Nunca me cruzaré otra vez con los arrieros que nos despiden con afectuosa rudeza; y los rumbos de nuestras vidas, como los cauces del río, se perderán en sus
caminos, para volver a encontrarse en su llegada al mar.
La camioneta parte; la fuerza impenetrable de mi levedad se asienta en mi pecho; habla mi compañero, y yo, no puedo responderle; insiste, y el dolor de mi impotencia ante mi nimiedad, me derrumba… ¡Me hace falta Dios! ¡Lo necesito! Impávido, Él permanece oculto entre los cerros del silencio, amparado por la quieta paz de la naturaleza inmóvil.
¡Nada cambiará! ¡Ni ella, ni yo, estaremos ya! Fundidos, iremos con el polvo del desierto en un viaje interminable, mecidos por el viento. La angustia me oprime; mi amigo que, como buen amigo, sabe callar, se recoge en su propio silencio
Lloro ¿Qué es el tiempo de vida de un hombre entre estos cerros? Avanza la camioneta, lloro, no puedo controlarlo, mi vulnerabilidad estalla ante mis emociones. ¡Nunca volveré! La vida pasa, nos cruzamos con individuos y lugares que no volvemos a ver y… solo nos queda, la huella que nos dejan…
El agua de la ducha, amable, recorre mi cuerpo, tan distinta el agua gélida del río proveniente del glaciar de la montaña. El agua tibia limpia mi cuerpo y mi pelo hirsuto se ablanda al paso del jabón. Mis piernas dolidas reciben la unción del agua. Me visto con ropa limpia y camino afligido siguiendo a mis amigos que, más adelante, van por la cena. Las
estrellas, a quienes conozco mejor, observan mi paso lento y me titila con complicidad.
A la mañana siguiente conduzco ansioso, con mi hogar en la mira. Tantos kilómetros; la aduana argentina; luego la chilena y; estaremos en casa. El escenario cambia, la aridez se difuma; lagunas cordilleranas; árboles que tiñen el paisaje con la impronta del otoño.
-¿Valió la pena responder al antojadizo e ineludible llamado? Me pregunta la voz que con habitualidad suele venir a incomodarme.
-¿Cómo saberlo? –respondo molesto, he quedado satisfecho, pero no sé si aquello satisface su inquietud, y curiosamente, acude a mi memoria este antiguo recuerdo: Una vez, con indisimulado orgullo, comenté a un señor mayor, por el que sentía gran admiración, que había visitado Jerusalén y que había oído Misa en la capilla del Santo Sepulcro.
¿Para qué fuiste tan lejos? – me contestó, pudiste haber ido el domingo a Misa de doce en la catedral. Sonreí entonces, y me pareció que no valía la pena ahondar en la conversación.
Se trataba de un ser bondadoso en todo aspecto y merecedor por ello de toda mi admiración, pero su naturaleza era distinta a la mía, porque su esencia, estaba conformada por una materia pétrea tan valiosa como el mármol. Temí ahora que la mía, fuera de un material blando y degradable.
Recién entonces, comprendí el sentido de mi viaje. Antes de partir, había andado desanimado, por el rumbo de mi vida y por la marcha del país, y había sentido la urgencia del llamado por acudir a este lugar, ignoraba la razón, pero sentí el poder de la convocatoria y su carácter irrenunciable. Debía acudir al lugar. Anhelaba visitar el lugar del accidente, pues creí que solo ahí entendería la dimensión de la gesta de los jóvenes uruguayos.
Ahora que se extendía por mi cuerpo una sensación de júbilo que alentaba mi espíritu, entendí que la historia había tocado con tal fuerza mi alma que, para cerrar el ciclo abierto en mi corazón, debía concurrir al lugar.
Dejé a mi amigo, un poco más tarde a mi amiga, y en un estado de reposada alegría supe que la real epopeya del hombre estaba en su determinación para sentirse invencible y que ahí anidaba la raíz de los anhelos, sus desafíos y todos los proyectos del ser humano.
Había salido derrotado y la fuerza del mensaje uruguayo me devolvía lleno de esperanza y fe. Al detener la camioneta ante el portón de mi casa, volvió a dirigirse a mí la voz misteriosa, para citarme el mensaje que reclamé a Dios en la montaña y que me había sido esquivo: Nada puede derrotar la voluntad del hombre, estás aquí para luchar contra la
adversidad, para persuadir a tu adversario y para procurar ser cada día mejor.