Oh I'm just counting

El regalo. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

Acompañado del alucinante misterio que suele sorprender a quienes escriben, recibí un día de abril - un mes que para mí dista de ser cruel - el chat de una persona desconocida que comentaba una columna escrita por mí. Tomamos contacto e iniciamos una amistad remota - en los tiempos que vivimos no existe otra posibilidad - que se mantuvo así por varias semanas, hasta que se apoderó de mí la curiosidad por escuchar su voz, que había olvidado, pues - como ella me lo recordó - habíamos hablado en la ocasión en que tomamos contacto, o ¿Será más correcto decir cuando nos conocimos?
 
Y… se instala en mí aquello impreciso que desde bordes grises se aclara al conocer los rasgos temperamentales y físicos que descubrimos en la persona con quien iniciamos el extraño proceso del conocimiento. Y develé - al hablar con ella - el encanto misterioso de su voz, y como fue amable y expresó magnánimos comentarios acerca de mi escritura, quise retribuir su generosidad regalándole un libro.
 
La noche del día siguiente, la ciudad entraría en cuarentena, por lo que había programado trotar inmediatamente luego del amanecer, ya que venero esa hora, y decidí que en la entrada al condominio en que habita le dejaría el libro, de manera que ella - desde una perspectiva sesgada por haberlo escrito yo – conociera algo más de mí.
Ansioso de disfrutar el trote, pedí a mi mujer - que siempre tiene a mano eso que yo nunca encuentro - una bolsa en la que con su ayuda, introduje el libro, me la colgué en bandolera, y salí a trotar.
 
La naturaleza expresaba su armonía de maternal consuelo, y los hombres, anhelosos de aprovechar el último día de libertad, habían iniciado su actividad temprano. Noté que un corredor que venía en dirección opuesta, se abrió hacia un lado para evitarme y retomó su rumbo al alejarse de mí, y la escena se repitió hasta hacerme sentir inoportuno.
Con la intención de protegerme, o eludirme, mi presencia alteraba al resto su camino, y aquello asentó en mí una leve mancha de tristeza, al advertir que mi ambición de conocer gente durante el trote, constituía ahora una inconcebible impertinencia. Mi excursión perturbaba a los demás, que sospechaban de mí, y que desde sus hoscos semblantes expelían torvas miradas.
 
Observé que en el amplio veredón entre la calle y el cierre, frente a una ostentosa propiedad, dos hombres vestidos con inmaculados overoles se aprestaban a cortar el césped, y sentí, la acogedora, o amedrentadora – no podía estar seguro - distancia social de los enmascarados, que al verme venir, interrumpieron sus preparativos, volviendo a su quehacer solo cuando me hube distanciado.
 
¿Sería que cautivo de mis obsesiones me estaba volviendo paranoico?
Crucé el río y al ver su empobrecido caudal mi tristeza aumentó, alcé la vista hacia las eternas nieves cordilleranas y me sorprendió observar, que sin bruñidas motas que la suavizaran, la montaña cobraba una aterradora adustez, y una nueva mancha de tristeza se añadió a las anteriores.
Padecí un extraño temblor y el temor de no volver a verlas, y me interné luego por sinuosas sendas de concreto, pobladas de árboles que con los colores de sus hojas reverenciaban al otoño y me dominó una pavorosa sensación de pérdida.
 
Desde las residencias, el bendito olor a pan caliente se extendía hasta la calle y los perros, eufóricos y hambrientos, acudían a mi paso, golpeándose con rejas que los contenían. Pasé un hermoso y amplio parque que me transmitió soledad, y comencé a subir una empinada ladera que me llevaba directo al sitio. Mis piernas resentían el esfuerzo y los rayos del sol caían resplandecientes sobre el césped, y en el decaimiento de mi ritmo, al llegar a mi destino, entretuve la vista sobre la frágil silueta de una loica, el pájaro de pecho rojo y aguzado pico, que en ese ejemplar, era curvo en su extremo, como si hubiera sido dotado de un garfio para facilitar su tarea. Inalterable a mi paso, el pájaro continuó su labor acariciado por el apacible sol de la mañana.
 
A mi llegada al lugar, cuando mi respiración se hacía dificultosa, cordiales números de un letrero confirmaron mi llegada. Desde mi posición, avistaba el valle del Mapocho y los edificios que conforman el centro financiero de la ciudad. El silencio sobrecogedor me permitía apreciar la real belleza del entorno. Me detuve frente a una barrera vehicular y percibí, desde una cabina adyacente, la mirada hostil de un individuo, que al quitarme la bolsa y escudriñar en su interior por el libro, me miró atónito, tal vez, supuse, pensando que extraería un revólver. Al saludarlo, sonriente, deslizó ligeramente la menuda ventana de aluminio y entreabrió un reducido espacio para permitirnos dialogar. Su aspereza cedió levemente pero no perdió su atenta mirada de sospecha y desconfianza, y me dirigió la palabra empoderado de la estricta seriedad que su cargo ostentaba. Comprobé que su imagen se asemejaba a la de un astronauta y que además del overol que sobrepuso a su ropa, cubría su cabeza con un gorro y usaba una mascarilla puntuda, artefacto que encerraba su nariz y boca confiriéndole la apariencia de un ornitorrinco. No me fue posible distinguir sus rasgos y no sería capaz de reconocerlo si volviera a verlo.
 
Le informé sonriendo que venía para dejar un libro a una amiga residente. Distendido al adueñarse del control, replicó que eso no sería posible, pues carecía de atribuciones para recibir algo, por insignificante que fuera. Entendí que debería convencerlo porque no quería volver con el libro y controlé la vehemencia de mi carácter. Entonces él, como esos boxeadores que simulan en el cuadrilátero, anunciando golpes que nunca lanzan, sin que interviniera yo más que con la moderada súplica de mi mirada, abrió una ventanita de esperanza citando una eventual excepción, pero continuó negándose a recibir el libro, temeroso de ser acusado de una falta, y su juego persistió por un rato en que mantuvo en suspenso la duda sobre su resolución, hasta que sin mediar explicaciones, aceptó recibir el libro, sin permitirme el acceso, por lo que lo introduje hasta una bandeja que desde el dintel de la ventana se extendía hacia el interior de la cabina, donde lo dejé sin que él se atreviese a tocarlo.
 
Me retiré, sin recibir a mi despedida otra respuesta que su postrer mirada, en la que parecía anunciarme que no había sido una visita grata y que confiaba en que no se repetiría. La curiosa imagen de otro hombre, ataviado de igual forma, acusó presencia desde la propiedad vecina, con la evidente intención de atemorizar al extraño de apariencia foránea que era yo. ¡Estamos unidos como los gemelos que parecemos! Parecía ser el mensaje, y… ¡Detestamos las visitas!
¿Nos transforma en adversarios la pandemia por el temor al contagio, o es nuestra reacción ante el temor que nos promueve la presencia de otro, lo que nos convierte en adversarios?
 
Comencé a descender entonces, preguntándome cómo el hombre, con su actitud se esmera en alterar la deleitosa armonía del ambiente y me volví a encontrar con la loica de pico ganchudo, que persistía en su acción, y que misericordiosa, fue el único ejemplar del reino animal que aquella mañana no rehuyó mi presencia.
-¿Cómo te fue? – Me saludó mi mujer al llegar.
- ¡Bien! - contesté, y agregué lacónico - entregué el libro - y guardé silencio, a fin de cuentas, ese era mi objetivo ¿Por qué enredarla? – Cavilo con suma tristeza ¿Con conjeturas que marcan diferencias tan ásperas entre lo que fuimos y lo que somos?