No soy más que una brizna que el viento cimbra y que sucumbe a la lluvia, mientras a su lado, crece, con la avasalladora fuerza de la vida, una nueva y renovada hierba. ¡Vencerse a sí mismo!
¿No es esa la verdadera epopeya del hombre? Pero, cuando el detestable avance del tiempo impide cumplir esa sentencia ¿No es el momento de ceder alegre ante el triunfo juvenil? y… ¿No lleva la aceptación de esa derrota nuestra propia trascendencia?
Aun desplegando un inflexible esfuerzo, me cuesta ya vencerme a mí mismo. Es tan duro como ascender estas magníficas cumbres. Me resigno a ese impostergable reconocimiento, sin embargo, cautivo en el saco, presuntuoso, desafío el ilimitado peso de la noche: No moriré mientras viva en alguien -respiro con satisfecha sonoridad y me quedo dormido.
Algo extraño ocurre entonces. Separado de mi cuerpo, me elevo, y desde la altura, puedo observarme, a mí, y a mis amigos, dispuestos como gusanos al interior de la carpa. Con suma curiosidad, veo emerger desde nuestros acolchados sarcófagos, seres que no somos nosotros y que
acuden porque necesitan comunicarme algo.
Murmuran sobre padecimientos y pérdidas, y mascullan, y vociferan al viento:
-¿Dónde estás, país? ¿Junto al río o al borde de la noche? -Claman, como si le hablaran a Dios; son las voces de los pasajeros de un avión caído en las montañas, cubierto de nieve, y rodeado de cuerpos humanos. ¿Quiénes aún viven? ¿Quiénes han muerto? Las voces siguen: ¿Dónde estás, país? ¿En el desolado recodo de la memoria o en la pampa? ¿En qué repliegue del alma te llevo conmigo? ¿Sueño, o he despertado? ¿Vives en el nido de un ángel o en la guarida de una víbora?
O… ¿Dónde estás, país? ¿Bajo qué nube? ¿Sobre qué despojos? ¿En qué olvido has quedado postergado? ¿Vendrás un día a mi encuentro? ¿Estás tal vez, entre los que no están? ¿Entre los que van a morir lejos de casa? ¿Dónde estás, país?
Sus voces enturbian mi sueño y atiborran de fantasmas la profunda noche. Brotan atolondradas, con la urgencia del tiempo que intenta arrancar de la muerte y sus inconfundibles rasgos femeninos impresionan por el dolor
genuino que impulsan.
Son muchas voces, y provienen de un lugar lejano, inalcanzable; oran a Dios por el milagro del regreso de un alma perdida. Sus rezos invaden la noche con horrorosos plañidos, y yo, me asombro de mi cuerpo agazapado, revolcándose inquieto, huyendo de algo indefinido.
A dúo, la grave voz de un barítono junto al agudo trino de una soprano comienzan a citar notas que un poeta compondrá en un tiempo futuro -en la literatura existe el presente, y sus letras, sirven al hombre de ayer como al de mañana- y que chocan con los macizos rocosos una y otra vez, perpetuando su eco hasta ser devorados por la noche.
Sé que el mundo es espléndido y brutal.
Sé que el mundo es benévolo y feroz.
Sé que el mundo es eterno y agoniza
Y viajo, como una dócil cometa que nunca encontrará el cielo.
Las calles han muerto
El pasado está aquí con sus lamentos
El miedo es rabia en las miradas y el odio ciega
El amor lava vidas y las seca en la memoria Y… te levanta; y… te redime.
Han suspendido la búsqueda -interrumpe los cánticos la dolorosa queja de un muchacho que vestía pulcro y rasurado, y que ahora, luce en sus andrajos una barba de varios días. Sus palabras conmueven al resto que se estremece en el sepulcro natural que el destino ha dispuesto para ellos.
Se resignan y sus miradas se inundan con la trágica y opaca estampa de la muerte que, carroñera, espera darse un festín; otros, se rebelan, torcerán el destino caminando. Si mueren, será luchando. No persistirán impávidos en espera del
llamado de la muerte. ¡Resistirán! Son jóvenes
¡Deben vivir! Y… es justo que así sea.
Lento pero viene
El futuro se acerca
Despacio pero viene
Ya se va acercando
Nunca tiene prisa
Despacio pero viene
Sin hacer mucho ruido
Cuidando sueños prohibidos
El futuro se acerca
Despacio pero viene
Ya casi está llegando
Lento pero viene
El futuro que inventamos y que dispuso el azar. ¡Si supiéramos dónde estamos, sabríamos hacia
dónde ir! Equivocan el rumbo, la salvación estaba a un paso, pero… en la dirección opuesta.
Burlones, los eternos montes ven salir a tres, el más robusto, como Odiseo, lleva una carga que contiene proteínas con lo que intentarán superar la aventura.
¡Qué miras! –me sorprende el grito de un joven iracundo, y yo, guardo silencio, conmovido por el grupo que intenta vencer la muerte, que ronda, consumando cada día su acción.
Sí, fue difícil pero… había que hacerlo
–agrega otro con aspereza, como si de moral,
debatiera.
¡No tienes que explicarlo! Lo hicimos y punto. Estoy orgulloso. –añade otro con impostada determinación.
Yo sabía –lloró uno- que si nos rescataban deberíamos dar explicaciones, y eso me daba vergüenza; tenía miedo; no daba más; quería que todo acabara pronto.
Esa mañana, amanecí convencido de que, a mis diecinueve años, ese sería mi último amanecer. Había perdido el miedo. El sol reventó y su cegador reflejo en la nieve destelló frente a mis ojos.
Me aislé, en resignado sosiego. Cualquier esfuerzo sería estéril. Oponerme era inútil. Dejaría que el frío, ligado a la muerte, consumara su propósito, y esperé alegre y quieto hasta alcanzar un estado de éxtasis victorioso ¡Nada me derrotaría!
A media mañana, noté una intensa actividad, como hormigas, iban todos en una dirección, alguien se me había adelantado, me negué a saber de quien se trataba.
Mi última visión del grupo fue la de advertir su pleno regocijo ante la fiesta religiosa más importante para el cristiano: el rito de la eucaristía.
Estaba convencido de que el sentido de mi vida había sido el de morir por la salvación de otros. Quienes descubrieron mi cuerpo, se sorprendieron y comentaron sobre la feliz expresión de mi rostro.
¡Vivirán! Y… yo, no moriré… ¡Continuaré viviendo en ellos!
Continuará en la siguiente