Oh I'm just counting

Eutanasia. Por Jorge Orellana L. Ingeniero, escritor y cronista

El tren viajaba raudo, altanero y gallardo. El acompasado golpeteo contra los durmientes me resultaba intensamente fatigoso. Ante una curva, los carros serpenteaban alterando algo el rutinario movimiento que me distraía y me desconcentraba de la lectura. Habían pasado varias horas desde que habíamos dejado Puerto Montt y las sombras de la noche cubrían los hermosos campos que los animales, recogidos en los establos, ya no pintaban con sus características estampas de manchas negras y rojas teñidas de motas blancas.
 
A medida que avanzábamos hacia el norte, los árboles, gradualmente iban cambiando su fisonomía. Escondidos más allá de la oscuridad de la noche, de vez en cuando se iluminaban con la presencia de esquivas estrellas que titilaban como si lanzaran coquetos guiños a la luna que, entre las nubes, emergía de repente para echar una mirada fugaz por la tierra, alumbrando los ríos que se deslizaban como robustas serpientes, hendiendo prados y arrastrando sus turbulentos e indomables cauces hacia indefinidos y recónditos lugares.
 
Atesoraba en mis bolsillos el dinero que en la despedida, mi padre me había dado para el mes, y estaba ansioso. Aunque no tenía mucho apetito, padecía la tensión de tener que sortear la dificultad de acudir solo al coche comedor y compartir la mesa con gente desconocida en una experiencia nueva para mis recién cumplidos quince años. Contenía los nervios que habían ido en aumento desde que el funcionario de ferrocarriles había pasado ofreciendo reservas para la cena en el primer o segundo turno. Me registré en el primero, fijado para las nueve de la noche y esperé leyendo. Faltando cinco minutos para la hora señalada, con rigurosa puntualidad, me levanté y caminé por el pasillo apoyándome en el respaldo de los asientos en dirección al coche comedor.
 
El garzón, en un gesto que califiqué de destemplada impertinencia, me indicó con una mueca displicente el lugar en que debía ubicarme, y yo, cohibido, solo atiné a obedecer.
 
En la mesa asignada, preparada para cuatro personas, una pareja conversaba sentada de frente, ocupando ambos asientos de la ventanilla. Como queriendo compensar la molestia que la impertinencia del mozo me había producido, me ubiqué al lado del hombre, de modo de reservarme el ángulo para mirarla a ella, que era bastante atractiva y harto más joven que él. De la ojeada inicial, calculé que ella estaba en torno a los treinta, en cambio él, estimé que sin duda, había pasado los cuarenta. Con amable frialdad me estimularon a compartir con ellos la mesa, mientras el torpe garzón, sin dirigirme la palabra y desechando alternativas, plantaba ante mí un humeante plato de sopa, generándome una humillación adicional, ya que era el mismo plato que hubiera rechazado a mi madre y que aquí tuve que aceptar sin atreverme a emitir la más mínima queja.
 
En ese momento, ocupó el último puesto disponible de la mesa un joven universitario de gran apostura y desplante, que saludó cordialmente a la pareja, sin, aparentemente, darse cuenta de mi presencia, aunque se ubicó precisamente al frente mío. Salvadora, la exigua luz ambiente evitó que mi rubor delatara lo despreciable y pequeño que me hizo sentir el petulante.
 
Rápidamente, ignorándome, los tres iniciaron una animada y liviana conversación. Acordándose de mí, repentinamente ella me incorporaba a la charla, preguntándome por mis estudios y otras trivialidades. Después de un rato que todo transcurrió más o menos en iguales términos, y cuando el garzón, retirados los platos de sopa, había depositado frente a cada uno los típicos platos del ferrocarril de gruesa resina sintética color celeste verdoso, conteniendo las acostumbradas presas de pollo cocido con puré, la conversación fluyó hacia las consideraciones éticas de la eutanasia.
 
-En relación al sufrimiento de una persona enferma que está condenada a morir, ¿vale la pena vivir en tal condición? - preguntó el cuarentón al gallardo estudiante.
 
-Creo -contestó el arrogante, tomándose su tiempo-, que no vale la pena, y en ese caso me parece que la aplicación de una inyección letal es la mejor solución para terminar con el sufrimiento del afectado.
 
Saliendo del ostracismo al que las circunstancias me habían confinado, me pareció prudente intervenir
 
-A mí me parece -dije tratando de controlar el temblor de mi voz que pudiera acusar el rencor que me animaba o delatar el nerviosismo que me afectaba-, que una persona que padece un sufrimiento irreversible debe tener la posibilidad de acceder al descanso, pero… ¿Qué ocurriría si el condenado por la enfermedad fuera una persona muy querida por ti?
 
Y consciente que la línea argumental elegida no podría ser rebatida frente a los otros, arremetí- En ese caso, tal vez, en un acto de generoso amor, estarías dispuesto a cuidar de esa persona, y a lo mejor, en ese caso, la decisión del afectado sería la de continuar viviendo. 
 
Atento a la mirada de los otros y convencido que lograría mosquear a mi oponente, rematé con un íntimo sabor de victoria -A veces, la persona en ese estado no siente el derecho de aferrarse a la vida, pues acaba sintiéndose una carga. Pero… ¿Qué ocurriría si percibiera que se lo ama en tal estado? ¿Cambiaría eso su forma de pensar, aferrándolo a su vida que al fin de cuentas es la única que se le ha otorgado?
 
Aprobando mis palabras, ella me lanzó una cálida sonrisa que me remeció y agregó mirando al grandote.
 
-Efectivamente, yo estaría de acuerdo con la eutanasia en los términos que propones solo si hubiera algo que me garantizara que en su decisión el afectado dispuso del incondicional amor que cada uno merece, y solo si aun así, él, en disposición de la plenitud de sus facultades, decidiera tomar esa opción. Es decir, cuando el padecimiento va más allá que todo el irrestricto amor que se le pueda entregar.  
 
Se me produjo un irrefrenable gozo, tan grande como el desprecio que vi surgir en el rostro de mi oponente. No hubo más comentarios durante la cena, pero a cada mirada que ella me dirigía mi alma se inundaba de una oleada de placer. El universitario me fustigó largamente por el resto de la cena con el peso de su intensa mirada, hasta el extremo de hacerme temer por mi integridad física.
 
Cuando el garzón, que ya no me caía tan mal, me sirvió el también típico postre de peras al jugo, me di cuenta que estaba solo, acompañado por la acariciadora dulzura de esa sonrisa femenina que se grabó en mí como el solitario recuerdo de mi primera comida en compañía de extraños.
 
Los trenes ya no corren entre Puerto Montt y Santiago. El añorado viaje que partía junto al mar austral y terminaba en el bullicioso corazón de la ciudad ya solo existe en la imaginación que suelo revivir durante mis trotes. La locomotora de lomo humedecido por la sabia dulce de la lluvia salpicada de la eterna sal marina, embistiendo entre los bosques milenarios y saltando briosos ríos bajo la señera mirada de cordilleras nevadas ¡Ya no corre más! Los técnicos coinciden en que su operación no es rentable. Signo de los tiempos, en el lugar en que se emplazaba la Estación del Ferrocarril hoy se ubica un Mall, consignando cada cual, la impronta que distingue a la época que le toca vivir.
 
Llego a casa. Una leve e inusual llovizna humedece mi rostro, que se confunde con la sal de mi sudor. Dulce y sal. Como en el lomo del tren sureño, alcanzo a cavilar: ¿No llegaba a compensar la falta de rentabilidad, el diálogo sobre ética que un muchacho podía sostener con desconocidos, en un viaje al interior de un tren?