Oh I'm just counting

Felisberto. Por Jorge Orellana L, escritor y maratonista

-¡Me encantó! ¡Me hizo reír a carcajadas! – comentó alguien del taller que había pedido la palabra y su comentario me desarmó, pero me aferré a la respuesta del maestro que presagié salvadora y me ilusioné expectante, sin embargo, con voz autorizada y sonora, éste respondió que quien no se había reído con los textos merecía atención especial, y me dejó helado. ¡Demudado! porque la risa - aunque los cuentos tenían humor – era algo contrario a lo que sus lecturas habían motivado en mí.
 
Sin atreverme a pedir la palabra me mantuve silencioso, mientras - como el torrente de agua de una cascada que salpica a un observador - me agitó cada uno de los detalles con que cada cual interpretaba las distintas notas del texto, desmenuzándolo, hasta hurgar, de manera irreverente, en su intimidad más profunda, del modo impertinente – se me ocurrió - en que tal vez incursiona la medicina forense al interior de un cuerpo, y sentí que al seccionar el texto en forma pública, profanábamos el inquebrantable y sagrado vínculo que media entre un escritor y un lector, como cuando un amante revela el intransferible sentimiento de sublime embriaguez  que invade el momento de la entrega. ¿Merecíamos apropiarnos de algo que no era nuestro? – divagué. ¿Traiciona, quien confiesa el secreto, la memoria del escritor?
 
Despertó en mí el extraño y apremiante sentimiento de narrar lo que en la clase me resultó inexpresable, y escribí este texto, inspirado en el anhelo de transmitir la inefable sustancia que me dejó la lectura de los cuentos, algo inquietante y extrañamente valioso, pero… ¡Tan ajeno a la risa!
Decidí además que no volvería a leer al autor, solo para no alterar la dulce complacencia que el fugaz contacto me había dejado ¡Para preservarlo! Como cuando conocemos a alguien tan atrayente que - intuyendo el peligro de ahondar en la relación - huimos, almacenando el encuentro en algún lugar situado entre el corazón y la memoria, para recuperar un día el dulce placer que nos invadió el alma.
Había algo del mensaje que debía perpetuar y no quería dañar el contacto único y estrecho que había tenido con Felisberto, como cuando vivimos un delicioso goce que nunca se repetirá en iguales términos, porque no es posible repetir las múltiples circunstancias que coincidieron para el júbilo alcanzado, por lo que solo resta - para no perder el soplo de felicidad - guardarlo en la alacena de la memoria y conservarlo para recuperarlo en instantes difíciles.    
¿Qué busco en la lectura de un libro? – Fue la pregunta de fondo que me hice con inquietud. En tiempos pasados, pensaba que cada libro contenía un mensaje que debía develar. Persiste cierto empeño en descifrarlo, sin embargo, he llegado a comprender que aquel es un intento inútil, porque tal encuentro es fortuito, y no siempre estoy preparado para captarlo.
 
De una mano guiada desde un alma desconocida irrumpe una enigmática fuerza arrojando innumerables destellos hacia variados destinos. ¡Uno solo que me ilumine es lo que busco! ¡Sin forzarlo! Esperando que acuda con la misma naturalidad con que se lo emitió, y cualquier esfuerzo es vano, ya que para alcanzarlo solo basta con dejarse llevar por la lectura y esperar…, aunque a veces haya que pasar muchas páginas blancas antes de encontrar el tesoro, al cual siempre se llega por un camino largo.
Y me evadí…, y mientras la gris luz del alba que anunciaba un nuevo día se internaba hasta mi lecho, yo jugaba a indagar lo que me había quedado de la lectura de dos de sus cuentos, y…, esto fue lo que encontré, mientras entre la difusa luz del alba, se perfiló la silueta del autor, muchos años atrás, en su llegada a un pueblo en Uruguay…
 
A la hora de la siesta, una calle viva, conocedora de cada transeúnte, polvorienta y despoblada, observa caminar a un hombre de apariencia desprolija, que en una porción del corazón alberga un fajo de ilusiones y en la otra, todas las deplorables necesidades que afligen al hombre y lo hieren con el filo de cada una de sus espadas.
El viejo pueblo reposa dormido y el hombre deambula entre tribulaciones y esperanzas, que pugnan por atravesar hacia nuevos destinos. ¡Algo lo desborda y debe compartirlo! Algo nimio y estremecedor anhela, desde su alma, saltar al vacío. Algo que busca ser acogido. Algo que posee la ilusión de “tocar” un alma ajena. Algo que embiste su espíritu. Algo que si no vacía, caerá en el olvido perdiéndose el misterio del secreto que necesita tener con alguien situado en algún lugar y tiempo desconocido.
Por la tarde sostendrá una reunión con un modesto empresario vinculado a la autoridad, en quien confía para convencer al pueblo: a los unos para que le cedan un espacio en el teatro donde interprete un concierto, y a los otros para que acudan a disfrutar de su arte y hagan reventar la sala con aplausos. Marcha entre la angustiosa necesidad de expeler su mensaje y el opresivo deseo de satisfacer las impostergables necesidades humanas.
 
Aquel café sería propicio, piensa al divisar el conocido y modesto local, pero lleva los bolsillos vacíos y su orgullo le impide confesarlo, por lo que esperará a que alguien, garante de la hospitalidad del pueblo, lo invite a compartir su mesa.
Se instala al costado de una banca ubicada en un extremo de una plaza y se sienta en el borde con la inseguridad del que carece de un fajo de billetes o de la contundencia de un arma. El viento que arroja minúsculas partículas se cuela hasta sus ojos que se humedecen enrojecidos y no distingue si es el contacto con el aire o su inconfesable pena por su suerte de pobre diablo, la que baña sus ojos. ¿Cómo narrar la inenarrable insipidez? – Se pregunta. ¿Cómo explicar la angustia que me produce que el viento separe dos partículas de arena que viajaban unidas y que nunca más se encontrarán, pues ha muerto el misterioso vínculo que las unía?
 
Describe entonces su encuentro con un niño, y me “toca”, porque he vivido la experiencia, cuando, apelando al sentimiento que a esa edad invade al hombre, cubrimos nuestro rostro con las manos, simulando llorar para jugar a despertar la piedad infantil…, y el llanto se aferra, y persiste, porque arrulla el dolor del hombre, imperecedero, aquel que reconoce sus miserias y su fragilidad, el que guía su destino y que alcanza la felicidad solo a través de difusos estadios de regocijo, que habitan en sorpresivas briznas de melancolía que alientan a parir a un corazón ebrio.
 
Y descubro que su narración y mi lectura sostienen un indisoluble vínculo.  Y me transmite el devastador hastío del hombre que persigue el sustento sin la habilidad ni el deseo para conseguirlo…, y se refugia en el reducido páramo de la escritura, y se mantiene ahí, suspendido, como permanece en el aire el trapecista al detenerse en el punto de retorno, y…, en aquel instante, cruza su mirada una mujer corpulenta que alguna vez lamió las heridas de su alma magullada, y distrae su atención…, y quiere ir tras ella, pero se contiene e intenta escribir su cuento, sin concentrarse, porque tiene hambre y sed, y porque quiere seducirla para dormir después en su regazo. ¿No son acaso, esos primarios motivadores los que nos llevan hacia efímeras hebras de felicidad? ¡Olvida el cuento! – Clama una voz. ¡Ya habrá tiempo! –Insiste la voz, y el poeta irreflexivo, sale dispuesto a enamorarla, para extasiarse en su boca ya saciada, porque sabe que eso lo nutrirá para dar sentido a sus cuentos y porque lo salvará del agobio infatigable de la vida, y así continuará adelante…, y a mí, la lectura de sus cuentos me deja algo inexpresable, que intuyo, me ayudará a seguir la senda de mi propia huella.