Oh I'm just counting

Felizdor Por Jorge Orellana Lavanderos, escritor

-Antes de la debacle, he querido llamarte para despedirme y decirte que he disfrutado de verdad, nuestro tiempo de amistad, y… titubeó a través del teléfono antes de continuar – es que siento que debo estar preparado y agradecer… – y Felizdor cayó en un silencio hondo, sumiendo a Froilán en el desasosiego, y sin poder determinar a cabalidad el contenido de angustia que moraba en su comentario.

No era la primera vez durante esa semana que Froilán había detectado algo de intranquilidad en las personas, pero en este caso, esa sensación iba más allá, alcanzando el inquietante sabor del miedo, ineludible en el temblor perceptible de su voz - que aunque apacible - no alcanzaba a ocultar.

-¿A dónde piensas ir? – Contestó Froilán, con fingido acento, sin pretender convencerlo, tal vez porque debía decir algo.

-Estoy tan cansado – dijo quién debió llamarse Felidor - y que por capricho del oficial del registro civil que lo inscribió hubo de llamarse Felizdor solo porque ese nombre pareció a éste más substancioso – con tono que sostenía el angustioso fardo de la inexpresividad, de algo que nunca cuajó, vacío, como el quejumbroso lamento del viento cuyo dictamen se perdió en la furia sonora del mar.

-Esta ciudad sigue siendo hermosa – replicó Froilán - en la que se puede leer el cambio de las estaciones en los aromas del aire, en el viento fresco de septiembre, en las hojas otoñales en ciernes, y en el color de las cumbres que circundan el valle, blancas en invierno y azules en verano.

Cierto es que el corazón de la ciudad ha sido desairado, y luce ultrajado en su vergüenza, pero… ¡Se recuperará! También es cierto que el desamor afea el contorno de la periferia, donde los pobladores viven entre el polvo cegador de África y el fangoso frío de Siberia, pero…, El amor embellecerá la población un día. Deprimidos y sufriendo la dañina paranoia que se extiende corrosiva, vivo entre la abundancia de incertezas, confiando en obediencia civil a la autoridad – replicó, refiriéndose a la plaga que asolaba la región.

-¡Todos creemos saber! Y… ¡Nadie sabe nada! – contestó con brutalidad que remeció el teléfono. La olvidada palabra fragilidad surge en boca de todos, y la reconocemos, pero nos rebelamos a ella cuando nos oponemos al sentido de resignación que invoca, y queremos en cambio…, ser los primeros en atendernos, en el mercado, en el vacunatorio, o en la compra de divisas para ¡Especular! Y recuperando la serenidad, reflexionó: Se avanza en la vida hasta caer en un extraño aburrimiento y entonces, acudimos por diversión y adquirimos malos hábitos, hasta que nos atrapa una infección moderna irresistible: ¡La causa del dinero! Carga social del sistema, Y… Competimos! Pues la competencia habita en nuestra esencia como remedio al tedio, y se inicia una lucha secreta en la que fracasan todos quienes sospechan que la vida es más profunda que la puerilidad, y vence el que más bienes acumula, y como estos son los menos, la sociedad se infecta con el espantoso mal de la frustración, y las calles se infestan con seres amargados, insatisfechos por no haber logrado el éxito.

Alentado por su propio discurso y ante el silencio del otro, Felizdor continuó, condolido de sí mismo- El virus habla de humildad, y te confieso que a mi edad, tengo pánico de contagiarme, porque estoy convencido de que contraerlo será para mí una sentencia de muerte.

-¡Exageras! Nos afecta el humano temor al contagio porque la enfermedad evoluciona en cada uno de manera insospechada, y las consecuencias del ataque de un mal a un organismo, son imprevisibles, eso es parte de lo que podríamos calificar como el siniestro juego de la vida. Cuando el hombre enfrenta la plaga, el miedo se apodera de él, lo que facilita la fertilidad de su acción. Huye o se oculta para eludir el contagio, sin embargo, su instinto de conservación le reclama la necesidad de vencer el temor, y esculpe en su alma, además, la determinación de derrotar la enfermedad.

- Los ancianos nos parecemos a los niños, vamos perdiendo fuerza y la energía se esfuma lentamente, pero conservamos la lucidez, y sobre todo la dignidad. Al aislarme - aun por mi propia seguridad - me vulneran, ¡No lo aceptaré! Me mantendré en mi hogar pues me aterra el criterio de un país europeo de favorecer a pacientes con menor riesgo, algo que, claro, no me sorprende, al ser una decisión tomada por hombres.

-Como tú – replica Froilán, cumplidos los ochenta, también soy un anciano, y he debido soportar en estos días, la presencia de lóbregos sueños que han venido a hostigarme y que cuando están a punto de vencerme, hacen turno con otros de signo alentador, como si el destino se empeñara en someterme a un juego macabro. Las tinieblas de la noche se ciernen como fantasmas opresivos y la tibia luz del amanecer, incierta, trae el júbilo del nuevo día.

-No sé si quiero estar presente y padecer la angustia ante lo que vendrá.

La pobreza se extenderá, y será irresponsable la autoridad que carezca de la frialdad para pensar en ello. ¿Optará el hombre por el camino sórdido de tener que elegir, para salvar la especie? No, no quiero presenciar aquello – Decretó con un hilo de voz Felizdor.

-A cada instante, surge lo mejor o peor de cada uno de nosotros y erramos en la indeleble línea que separa el bien del mal, yendo desde el éxtasis a la agonía. En un mismo día, vamos muchas veces desde el decaimiento al embeleso, y nos fortalecemos, aunque solo sea para caer de nuevo hasta tocar nuestras miserias y volver elevarnos hasta alturas redentoras.

Si la crisis se acentúa, nos insensibilizaremos. Nos familiarizaremos con la muerte y el terror se apoderará de nosotros cuando ésta ronde nuestro círculo. Descubriremos mil veces que al interior de nuestro corazón crece un hermoso jardín florido, vecino a un páramo baldío en que solo crece el desierto. Nos apoyaremos en los amigos y descubriremos quienes no lo eran, pero acudirán otros a lavar nuestras heridas. Nos sorprenderemos a veces pensando en las consecuencias económicas de la crisis y haremos cuentas para establecer nuestras pérdidas, y en otros casos, conscientes de la futilidad de aquello, olvidaremos nuestras finanzas. El instinto de supervivencia nos hará pensar en el provecho de la especulación y nos tentará el ignominioso mensaje del sálvese quien pueda. Sentiremos que es mejor llevarnos por nuestros impulsos que esperar a la autoridad, de pausadas resoluciones, y cambiaremos audacia por prudencia, olvidando que el rumbo colectivo siempre supera al individual, cuyo camino es tortuoso, plagado de confusiones, en que muchos líderes seducen con propuestas que solo sirven a ellos mismos, en su incontenida escalada política. Las autoridades, cuyas decisiones los transformará en dioses o demonios, será quienes resultarán fortalecidos o disminuidos ¡No los envidio! Al contrario, hago votos para que la luz se derrame sobre ellos.

En ese instante, su perro Gedeon, atrapa entre sus fauces la antena de un saltamontes, que queda estático, y que venido de un sitio en el que las briznas de pasto se alzan hasta la cintura de un hombre, ha llegado hasta la habitación. El perro se mantiene inmóvil - apoyado en sus patas

delanteras que descansan sobre la alfombra - observando al insecto, que expectante, parece implorar por su vida, pendiente de un leve movimiento del verdugo. Alerta, Froilán sorprende con un suave golpe del diario al perro, que abre la boca, lo que el bicho aprovecha para perderse en el jardín con un prodigioso salto. La armonía - en apariencia perdida -se recupera en breves segundos, y Felizdor, ante el prolongado silencio del otro, sentencia.

-En esta enorme tristeza, cuántos deseos de amar, y cuánta embriaguez ante la visión del cerro que se interna en el aire cálido de la tarde.