Oh I'm just counting

La pandemia. Por Odette Magnet, periodista

El invierno arranca con un día frío, el cielo de acero inoxidable. El pronóstico del tiempo anuncia temperaturas bajas, de un solo dígito, y nada de precipitaciones. Hace años que Santiago no se moja con unas buenas lluvias. Eso ya es cuestión del pasado. Culpa del cambio climático, dice la gente. En todo caso, da lo mismo, ya todo es un desastre, el país y el mundo.
 
La mañana suspendida en la nada, un silencio inquietante, pesado, sin tráfico, sin bocinazos, nadie en las calles, la ciudad agónica, sin pulso, sin latido, la vida a gotas, un minuto, una hora, un día, hagan sus apuestas, quédense en casa. Lávese las manos, este virus lo paramos todos, sea responsable. Elisa no puede dormir hace semanas. Y cuando lo lograba despertaba en la madrugada con el corazón al galope, a todo trote, con la certeza de que el terremoto ya venía.
 
Seguro que es cuestión de días, y lo que más la angustiaba era que la sorprendería despierta. Sentada en la cama con la mirada fija en el televisor apagado. En plena pandemia. Si hay que morir, Elisa quisiera morir despierta, a causa del terremoto o el coronavirus. Pero deseaba recordar hasta el último minuto. Quizás sea éste el último día, el primer día de invierno. Con todo en orden: la puerta con doble cerrojo, la casa limpia, los pisos encerados, el baño blanco, con azulejos blancos, la tina blanca, las toallas frescas, el olor penetrante del cloro que se cuela por todo el departamento, la despensa llena, los mesones desinfectados, también el refrigerador, olor a limón, con las verduras ordenadas por color: las zanahorias, los pimentones rojos, la lechuga, el pimentón verde, el brócoli, las alcachofas, todo ordenado en los cajones, en bolsas con zipper para congelar.
 
Elisa se levanta a las nueve de la mañana sin tener nada que hacer, salvo la rutina de todos los días. Baja ambas piernas en paralelo y se pone sus pantuflas estacionadas a la orilla de la cama. Prende la estufa eléctrica con solo tocar el botón power y se toma la pastilla para el colesterol con un poco de agua mineral que queda en el vaso sobre el velador. Recién entonces se levanta, se pone la bata de franela azul. Coge su celular sobre el velador y camina hacia la cocina, abre la puerta y busca en una de las gavetas la cafetera italiana. Imposible empezar el día sin un buen café. Llena el depósito con agua justo hasta esa perilla y luego en la bandeja del filtro las tres cucharadas de café. Coloca la cafetera al fuego y saca un pocillo pequeño de loza blanca.
 
Vierte un puñado de avena, encima un chorro de leche fría descremada, un yogurt de moras y un multivitamínico. La vida en pijamas el día entero, sin salir, sin trabajar, sin ver, hablar o tocar a nadie, qué alivio, la vida sin esfuerzo, sin horario, sin nada ni nadie, sin ducharse, sin hacer la cama, sin cocinar, sin contestar llamadas, ni wassups ni correos. Hace días, no sabe cuántos, que no enciende su computador. No extraña a nadie ni nadie la extraña a ella.
 
Ama su vida tal como está. No tiene ganas de morir, no tiene ganas. No conoce el protocolo ni el maldito número de la línea directa del famoso coronavirus. No quiere saber tampoco. Elisa camina hacia el living y toma su café frente a la ventana, mirando el cielo de acero inoxidable. Luego fija la mirada en la pantalla de su celular para saber qué día es, ha perdido la cuenta pero sabe por las noticias que se ha iniciado el invierno. Un invierno raro, largo, con olor a encierro y desinfectante, silencioso, solitario. Afuera, el enemigo. El terremoto que ya viene, seguro que durante el toque de queda, sin aviso como todos los terremotos. Pero ella lo puede oler, como los perros.
 
El virus, el bicho, el que nos cambió la vida para siempre, quédese en casa, no sea porfiado, cuídese por usted y por otros. Aún no llegamos al peak, el sistema de salud está colapsado, o sea nosotros, agotados, secos, nos esperan días difíciles. La pandemia, la pandemia, la pandemia. Elisa odia a ese ministro, cerdo arrogante. Odia la mascarilla, al huevón que pasa por su calle con su bicicleta rasca y su delivery atrasado.
 
Odia a la vocera con cara de pico, odia a las curvas que hay que aplanar, las mesetas y a las cuarentenas que valen callampa, odia a la pandemia la puta que la parió. Cuánto vale el show, cuánto vale. Está harta de los contagiados, los fallecidos, los asintomáticos, los recuperados, lo que mueren en las ambulancias, en los pasillos, en las residencias sanitarias o en sus casas sin hacer ruido. Los viejos de mierda que sobran, inútiles, que ocupan camas, los que tienen que esperar para ser atendidos o enterrados, los que no cuentan, los carretes picantes pasada la medianoche.
 
Olor a cadáver podrido, a basura descompuesta, ropa mojada, la mujer que huele a pobre sin mascarilla pero tan agradecida, tan agradecida por la caja de mercadería que le entregan. Vendrán días difíciles, dice el mismo cerdo, pero saldremos fortalecidos, el bicho será mejor persona y nosotros también. Elisa deja la taza vacía sobre la mesa de centro del living y camina hacia su dormitorio.
 
Se saca la bata, también las pantuflas y se mete a la cama. La habitación está tibia, la vida es buena. Apaga la estufa, suspira profundo, con la mirada fija en el televisor apagado. En el primer día de invierno.