La vieja canción, escuchada cincuenta años atrás, enlaza misteriosas fibras que me remecen y me conducen por placenteras sendas de nostalgia hasta el frugal encanto de un pasado remoto.
Días melancólicos que me animan como un aserto de mi origen… un lomaje verde desde el que contemplo con altivez la joven ciudad, extasiado, nunca acabaré de admirar su misterioso mar calmo, intento descifrar los secretos que me atrapan, y que traen y llevan barcos que vienen y van… Crujen los goznes de una pesada puerta de fierro que cruzo y me interno a un nuevo mundo de conocimiento, vivencias, hermanos que me acogen, me instruyen nobles maestros, solemnidad, y… muchos libros, y… tibios rayos de sol que rescato en el cálido mes de mayo, en un pequeño patio de luz al que acudo a dormir una ligera siesta… ¡Gratitud! ¡No más que gratitud!
Días sencillos que no poseen resonancia: símbolos de una imperecedera gloria… de la mano, saboreando el tiempo, íbamos buscando el deleitoso placer de un cine, encandilados por el embaucador bullicio del centro. ¡Inadvertidos en nuestra llaneza! Sin despertar la curiosidad de impávidos transeúntes. ¡Invisibles en nuestra vaguedad! Omitidos por la masa humana que iba siguiendo otras urgencias. Abriendo el mundo con nuestros besos. Colmando de piedad nuestros anhelos. Salvando en nuestros pasos el destino del hombre en lucha perenne e inclaudicable.
Días de júbilo que no tienen estruendo: precioso legado… contemplación de los hijos, llegados uno a uno; sus primeros pasos; sus balbuceos; y la nítida pronunciación de la virtuosa palabra madre. Sabor de aprender; sus maestros; sus amigos; sus amores; alegrías que les pertenecen y dolores que siempre serán nuestros; huida a rumbos propios. ¿A quién le importa estas cavilaciones, sino a mí?
Días de sobrio sosiego carentes de ostentación: la madurez. ¡Sábado! Adorada rutina. Despierto, corro y escribo. Me aferro a su mano como hace cincuenta años, igual de cálida, surcada ahora de tenues venas azules salpicadas con manchitas color tierra. Platicando con el entusiasmo del primer día, dichosos del acto de ir juntos. ¡No importa si hay un día frío! ¡No importa si hace calor! Juntos al íntimo almuerzo. ¡Solos tú y yo! A veces, interrumpe Carlos, preocupado por nuestro bienestar, y luego, el placer de caminar de vuelta, solo para reposar frente al televisor, viendo de la mano una película, en el amplio lecho de la casa vacía.
Aquello forma parte de una remota insulsez, que al oír una antigua canción ha despertado, haciéndome ver que la práctica de tales nimiedades - en el balance - ha traído sumo regocijo a mi vida.
Bruscamente, unas semanas atrás, el local que nos acogía cada sábado ha debido cesar sus actividades, golpeado por el estallido social de octubre no pudo soportar el impacto de la crisis motivada por la pandemia, y súbitamente, un día, nos quedamos desconcertados frente a su puerta cerrada, desorientados, sufriendo el despojo de algo valioso, como si no hubieran otros lugares…, Volvimos a casa con la inequívoca impresión de que un reducto, que fue nuestro refugio, irrecuperable, se desvaneció en el tiempo, se agotaron nuestros insustanciales almuerzos y como en tantas otras ocasiones, deberíamos pensar en cómo alentar el insulso misterio que animó nuestra felicidad…
Una columna de polvo que se eleva ensuciando la limpidez de la atmósfera, denota la presencia de un jinete vestido de negro que cabalga hacia la aldea forzando al máximo su cabalgadura. Incautos aldeanos, lo ven acercarse admirando la gallarda concordia entre la unidad de la bestia y del hombre, cuya capa flota al viento otorgando un dejo siniestro a la escena. Atraída por la curiosidad, se sitúa entre ellos una doncella de hermosos rasgos y de aspecto débil y enfermizo, toda vestida de blanco, que alentada por un aire premonitorio intenta develar el rostro del jinete.
La formidable unidad se desplaza con el ímpetu del corcel que exuda resolución bajo la mano implacable del amo, y descontrolada, se acerca a toda velocidad. Un murmullo entre los asistentes, revela el temor que se asienta en el grupo que se mueve inquieto al constatar que el jinete carece de ojos, y al reconocer - bajo un sombrero alón - las formas de una calavera. Horrorizados, intentan huir, pero la joven, ataviada con un largo vestido y presa del temor, se paraliza, y no logra escapar, por lo que al llegar a su lado, el jinete gira el tronco y coge por la cintura a la doncella, llevándola con él. Unos metros más adelante sin soltar a su presa, frena al caballo que posado en sus cuartos traseros se detiene y gira en el aire, dejando al jinete de frente a los pobladores, a los que increpa– ¡Es la primera que me llevo, pero volveré por todos, porque la muerte siempre triunfa! – Alardea lanzando una estruendosa carcajada y alienta a su caballo para continuar su carrera endemoniada, dejando a los hombres atónitos… ¡Despierto, sobresaltado! Ante mí surge vívida la escalofriante imagen del “Triunfo de la Muerte” notable pintura de Brueghel, el Viejo.
Han pasado siete siglos desde que la peste asolara la aldea en Europa y creo percibir - como mezcla de mi sueño y la pintura - algo del pavoroso sentimiento de impotencia y dolor que invadió a los aldeanos.
¡No podré salir a la calle! Refuto la prescindencia que la edad me exige, y salgo solo al antejardín, donde medito en silencio frente a la calle desierta, cuando atiendo una voz conocida: Quien no se resguarde será considerado individualista o poseedor de una personalidad egocéntrica, y quien se cuide en demasía, será calificado - en su exceso de temor - como un rebelde, incapaz de aceptar la voluntad del destino. - ¿En qué postura estás tú? - inquiere desafiante la voz, y ante mi silencio asume la respuesta… Te cuidas sin mucho celo y aquello talvez se explica en la dosis de ego que cubre tu temperamento y, aunque valoras proyectos colectivos que a menudo inspiran la ruta del hombre, desconfías de ellos, pues crees que siempre se derrumban ante las imperfecciones del hombre, y prefieres aceptar el liderazgo de quienes imponen su carácter en tiempos de crisis, con el riesgo que ello implica. Stalin y Hitler escogieron caminos torcidos, en cambio Gandhi y Schweitzer, que eligieron senderos de paz, fueron seguidos por una menor cantidad de hombres. La ética, que está por sobre la moral - pues carece de su subjetividad - es el único camino – y la voz se evadió tal como había venido.
El destino – medito antes de entrar a la casa - de un ser humano, es como el de un barco de papel que navega en un mar plácido mientras en el cielo se concentran oscuras nubes que a veces se disipan, pero otras veces, guiadas por funestos vientos que exacerban las aguas, humedecen el barco que la absorbe hasta empaparse y volverse una masa inerte, desarticulada, que al igual que un cuerpo, en breve será polvo.
La canción volverá a sonar y como en una fotografía, revivirá una escena que jamás recuperaremos…, mientras escribo, estoy sintiendo la ligereza de sus pasos por la habitación vecina, la veo deslizarse luego con delicada gracia sobre el césped del jardín, adorada por los perros que solícitos van tras ella, y mi corazón se embriaga de gozo.
Encontraremos mil formas de alimentar nuestra complicidad, tal vez, como los amantes que aparecen en el extremo inferior derecho de la pintura de Brueghel - indiferentes al horror que el autor retrata – y nunca querremos volver atrás, pues optaremos siempre por caminar juntos y de la mano, por el incierto atajo que la vida nos proponga.