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Vea el VIDEO. Muere Yolanda Montes, la famosa Tongolele, "Diosa Pantera", legendaria vedette y actriz de la época de oro del cine mexicano

La actriz y bailarina Yolanda Montes Farrington, conocida como Tongolele, murió este lunes 17 de febrero a los 93 años de edad.
Tongolele fue una de las figuras del cine de oro mexicano, donde sobresalía por sus escenas donde mostraba sus dotes en la danza que la convirtieron en un símbolo de la cultura popular mexicana.

Representante de las rumberas en los años 40 del siglo pasado, Tongolele solía bailar al ritmo de sonidos afrocubanos, con atuendos llenos de olanes, faldas vaporosas y tocados de frutas.

Su movimiento de caderas era toda una declaración de intenciones. Si Shakira cantó que las caderas no mienten, Tongolele lo había confirmado décadas antes, cuando impuso en México su baile exótico como una forma de arte, cuando abrió camino para las llamadas vedettes y el baile de cabaret, hasta convertirse en una leyenda. Esa leyenda ha fallecido el domingo a los 93 años de un infarto, tras presentar una enfermedad respiratoria.

Se llamaba Yolanda Ivonne Montes Farrington y conquistó el éxito a mediados del pasado siglo en los principales salones de Ciudad de México con ese movimiento de caderas que desataría suspiros y deseos. Su sensualidad, un torbellino imparable, fue todo un símbolo y la convirtió también en estrella del cine de oro mexicano y pionera del boom del cine de ficheras, que se popularizó más tarde, en la década de los 70.

Montes Farrington nació en 1932 en Spokane, Washington, de padre mexicano y madre estadounidense. A los 14 años migró a México y comenzó su carrera en pequeños cabarets y salones de baile de Tijuana, esa ciudad del norte del país tan llena de mitos artísticos. Los bailes de corte tahitiano de Tongolele se volvieron clásicos también en los salones de baile y teatros de Ciudad de México.

Su debut en el cine se produjo en 1948 con la película Nocturno de amor, dirigida por Emilio Gómez. Un año más tarde filmó ¡Han matado a Tongolele!, dirigida por Roberto Gavaldón, con un gran éxito de audiencia. Su vida artística transcurría entre sets de cine y cabarets, donde desataba el vendaval de sus caderas en aquellas noches de bohemia y esplendor de una ciudad que siempre ha vivido en los límites de lo permitido y lo perseguido por las autoridades. “Su presencia en el escenario y su estilo único la consolidaron como un referente del entretenimiento en México”, ha dicho la Secretaría de Cultura en un comunicado.

Aquella mujer de mirada felina, que llevaba ese mechón blanco en la frente, marca gatuna, aparecía con un movimiento sexual en escena, una gacela de piernas torneadas y andar cadente, vestida con trajes minúsculos, de infarto, que tomaba el escenario en medio del silencio de ojos extasiados. Bailaba, bailaba Tongolele y el tiempo se detenía. Bailaba y bailaba y había una comunión de deseos y placeres silenciados. Bailaba y los timbales sonaban, para que la del traje de infarto desatara la fuerza de sus caderas, el terremoto de movimientos pélvicos en medio del orgasmo musical de la banda que la acompañaba.

Era la vedette por excelencia, la reina del cabaret, la bailarina que inspiraba a escritores, a la que buscaban los cineastas con locura, la que rompía muros (o techos de cristal) para las que la veían con esperanzas. La que al ritmo de caderas se abría un espacio en las artes del México machista.

La escritora estadounidense Joyce Carol Oates cuenta en su faraónica biografía sobre la actriz Marilyn Monroe el infierno que la rubia sufrió en su ansiado andar hacia la fama del cine. Vista como mujer-bonita-tonta por los señores que dominaban la industria, fue sometida por ellos a humillaciones, violaciones y maltratos. También de sus parejas, como el beisbolista Joe DiMaggio.

Las mujeres debían tener una piel dura y un carácter de hierro. Así se mostraba Tongolele. No ha trascendido mucho de qué tormentos habrá pasado en su camino por escenarios cinematográficos y de teatro, pero ella se encargó de forjar la fama de femme fatale capaz de poner a raya a cualquiera que quisiera propasarse. Ella no era, sin embargo, una antiheroína: era la protagonista de una historia que buscaba sublevar, someter y rendir a quien se plantara enfrente de la pantalla o uno de sus espectáculos.

“Se ha desatado el tongolelismo y en un inútil esfuerzo para contrarrestarlo, las autoridades eclesiásticas reparten volantes a las puertas de los teatros o los arrojan desde una avioneta sobre la ciudad para advertir: será excomulgado todo aquel que cometa el mortal pecado de ver y aplaudir a Tongolele”, se lee en el libro No han matado a Tongolele, biografía sobre la bailarina coeditada por Grijalbo y el diario La Jornada, con prólogo de Carlos Monsiváis.

Aquella Ciudad de México rendida al torbellino de las caderas de la vedette. Es seguro que si hubiese existido la Santa Inquisición, los mexicanos la hubieran retado para ver a su ídola. Continúa el libro: “El nombre preside las aglomeraciones, ristras interminables de parroquianos que se sobreponen al frío convocados por el retorno triunfal de la bailarina al Tívoli. Filas que reptan de las puertas del teatro hacia la noche de Santa María la Redonda, entre disputas enconadas o ruegos por un boleto, órale aunque sea uno. 

Los revendedores son depositarios de la última y onerosa esperanza. Inermes policías caen atropellados por la muchedumbre. En la puerta del teatro, lujosos autos negros delatan a políticos y millonarios, cazadores frustrados que inundan el camerino con suntuosos regalos-carnada para la mujer más admirada y deseada de México. De ese tamaño”. De ese tamaño era la fama de Tongolele, la mujer cuyo movimiento de caderas era toda una declaración de intenciones. Porque, ya se sabe, las caderas no mienten.